viernes, 29 de junio de 2012

En tu cama o en la mía


Confieso que por un momento he tenido la tentación de cascarme una señora entrada sobre mis ex compañeros, ese grupo tan desunido que, tras vernos soportar humillaciones, abusos y acosos, después de contemplar cómo unos jefes inhumanos nos hacían la vida imposible durante meses para acabar dándonos la patada, ahora salen con que, los que ya estamos fuera, somos personas “tóxicas” y nos evitan como si lleváramos colgada del pechamen la letra escarlata. Es increíble tratar con tan poca humanidad y con semejante mala baba a quienes un día pelearon contigo e, incluso, algunos, también por ti. Pero como estoy absolutamente convencida de que todos, más pronto que tarde, cosechamos lo que sembramos, ahí lo dejo y los dejo, intentando sobrevivir, mientras la mayoría de los que ya estamos fuera nos aplicamos al noble arte de vivir.
Así que paso página a esta esperpéntica situación y me centro en otra que, quizás, a algunos, les parezca tan o más extravagante que la anterior. Me refiero a esa costumbre que, según el gran Siro, cuyas columnas leo con devoción en La Voz de Galicia, se daba en las aldeas gallegas de donde son originarios mis padres y que recibía el bonito nombre de “mocear na cama”.
Está claro que uno no acaba nunca de conocer a sus antepasados, igual que es evidente el daño que hizo la moral practicada y exigida por la Iglesia católica a ciertos hábitos festivos y festivaleros que han llenado de color el ya de por sí vistoso imaginario popular. Es cierto que una ya se imaginaba que hubo un tiempo anterior en que las costumbres sexuales tenían cierto relajo. No es que me lo hayan contado; es que tengo ojos y, sobre todo, oídos. En la montaña gallego no era nada extraño ser madre siendo soltera o tener hijos de varios hombres diferentes. Incluso se podría calificar de habitual que una viuda pariera un retoño del marido más de un año después de la muerte de éste. Todo muy natural. Como es lógico, esta historia de mocear na cama, a la que los países anglosajones llaman bundling, tiene mucho que ver con semejantes jolgorios familiares.
Básicamente, el tema que te quema consistía en que una moza de buena disposición ponía su cama al servicio de aquel varón que le agradara (podía ser el mismo o cambiar según los días) con el consentimiento de su familia. Solían ser los “sobrados” o desvanes los lugares destinados para el roneo. Allí, la pareja se metía en la cama, vestidos o, al menos, con lo esencial puesto, y hablaban de sus cosas para, digamos, conocerse mejor. En algunos casos, era la chica la que se metía en la cama y el chico el que se tumbaba sobre las mantas. Así se les iba la noche hasta la mañana siguiente, cuando el protagonista masculino abandonaba el lecho para ocuparse de sus quehaceres.
Hay que tener en cuenta que en aquella época (hablamos, sobre todo, del siglo XIX) se consideraba normal que animales y personas convivieran en la misma vivienda y que miembros de la misma familia compartieran cama, con lo que me imagino que el espectáculo era pa’verlo. También estoy convencida de que a los padres se les suponía consentidores hasta cierto punto, porque si el mozo pretendía pasar a mayores y la moza no, allí no habría lugar ni para un inocente magreo. Y estoy segura de que esta costumbre tan bonita y tan práctica, perdió fuelle por el empeño de la Iglesia en controlar la vida de las aldeas a través de los párrocos e imponer las buenas maneras convirtiendo el sexo, ya que pasaban por allí, en algo pecaminoso y traumático. Hasta hoy.
El bundling es un invento del norte de Europa que se extendió a América muy pronto, tal vez porque las cosas golosas nos gustan a todos y el que piense que no, que tire de la menta. Y creo que es una pena que lo hayamos relegado al árbol genealógico porque, seguramente, su conservación y restauración en tiempos difíciles habría hecho mucho bien a los asuntos del corazón y la carne, además de darle a la mujer el poder de elegir cuándo, dónde y, sobre todo, con quién, sin que nadie se escandalizara por ello. Es más, lo habitual era que la chica cambiara de pretendiente a voluntad y con consentimiento, no solo familiar, sino también del grupo social en el que vivía, que presenciaba los hábitos del flirteo como una etapa necesaria de la maduración personal y sentimental.
A veces tendemos a pensar que los revolucionarios son los otros y, sin embargo, resulta que la rebeldía habita en nuestra familia, aunque sea en el cajón de la abuela. Nos creemos modernos cuando verdaderamente los modernos y avispados fueron aquellos que nos sonríen desde las fotos en sepia; nosotros solo nos hemos dejado llevar pretendiendo haber descubierto la pólvora. Y está claro que, al menos, en mi tierra, los fuegos artificiales los disfrutaron otros. Lástima…


miércoles, 27 de junio de 2012

Soy minero

No sé apenas nada de minería, minas ni mineros. Mi ignorancia en estos temas es supina y si no fuera por algunos libros y, sobre todo, algunas películas, ambientados bajo el subsuelo, confieso que ahora mismo estaría repasando los manuales de Primaria para aclarar conceptos.
Y, sin embargo, como soy una persona que lee los periódicos, me conmueve esa procesión de mineros, desde el norte de España hacia Madrid, intentando que no les quiten las ayudas prometidas a una profesión que, si el PP no lo remedia y mucho me temo que no está por la labor, va a acabar siendo carne de la enciclopedia de los oficios olvidados. Al menos en este país.
Desde aquella magnífica entrada por la puerta pequeña de la Unión Europea, negociando a la baja para no molestar a quienes eran más listos y democráticos que nosotros, la industria en este país ha ido languideciendo a pasos agigantados. La naval, la metalurgia y tantos otras ramas de nuestra primitiva economía han sufrido sangrías de manual, seguidas de reconversiones trágicas de las que no voy a volver a hablar. Con la minería no se ha acabado, pero casi. E imagino que no se le ha clavado ya un estacazo en lo más hondo porque como otras energías más floridas cuestan demasiado dinero y están en peligro de agotamiento, queremos reservar algo de carbón (ese mineral patrio de tan pésima calidad, dicen) por si vienen mal dadas y necesitamos echar mano de nuestro casi único recurso natural.
Por lo que tengo entendido, el gobierno de Zapatero negoció un paupérrimo monto de ayudas al sector minero, vigente hasta 2012, que el PP piensa cortar de un plumazo, no se sabe si teniendo en cuenta aquella aseveración de la Unión Europea asegurando que toda explotación que no fuera rentable se cerraría, como muy tarde, en 2014 (ahora mismo dudo si el plazo se alargó hasta 2018). Sea como fuere, los mineros están que echan espuma por las linternas, conscientes de que, sin esos 200 millones de euros de ayuda prometidas, las minas se verán condenadas al cierre las más, y a ser transformadas en museo, las menos.
Entiendo su desazón. La profesión de minero ya es ingrata de por sí bajo tierra como para tener que soportar absurdas charlas de despacho en la superficie, incluidos los discursos paternalistas de gente que, como yo, ignora por completo el tema. Desde pequeños se nos ha recalcado aquello de "no te quejes, más duro es trabajar en la mina", motivo por el que hoy contemplamos con pena y estupor los heroicos esfuerzos de esos representantes de los 4000 mineros que aún quedan en activo. Luego vendrán ciertos medios conservadores diciendo que trabajar en esto es un chollo y que hay jubilados de la profesión que cobran 2.600 euros al mes. Si es así, olé por ellos. A lo mejor lo merecen más que un ex ministro y, sobre todo, que un consejero de Bankia retirado.
Creo que todos tenemos, ya no solo el derecho, sino el deber de luchar por lo que creemos justo, y, objetivamente, si la minería no se ha ganado una oportunidad a golpe de pico y pala, que lo dudo, al menos tenemos la obligación moral de recolocar a sus trabajadores. Pero, antes de llegar a ello, habría que intentar preservar el carbón, que es de lo poco valioso que aún nos queda y que, ahora mismo, está siendo objeto de numerosas investigaciones para convertirlo, tras un complejo proceso, en fuente de energía alternativa a la extracción de petróleo o gas.
No sé qué opinan los ecologistas de este tema, aunque creo recordar que, hace algún tiempo, varias de sus organizaciones más señeras levantaron la voz contra la minería. Difícil papel tener conciencia ecológica y de clase, todo en un mismo saco. Yo no dispongo de ningún dato que avale el supuesto daño de las explotaciones al medio ambiente en España, aunque sí en el extranjero, por lo que imagino que motivos hay para poner objeciones. Y, sin embargo, el drama humano me supera: esos mineros caminando hacia Madrid bajo la solana, visitando pueblos donde son jaleados por la gente y ninguneados por los alcaldes, me hace pensar en lo injustos que hemos sido durante años con nuestro capital humano y económico. Nos ha importado más la alta política que el ciudadano de a pie, parafraseando al despotismo ilustrado y su "todo por el pueblo pero sin el pueblo". De aquellos barros vienen estos lodos.
No veo una buena salida al conflicto, menos ahora que el gobierno está completamente supeditado a dictámenes más elevados. Luego, para justificarse, compararán la minería con el turismo y dirán que, sopesando uno y otro, este último proporciona mayor riqueza con menor inversión. Es el destino de España: convertirse en una California cutresalchichera de turismo de garrafón. Y ni siquiera necesitamos esa macarrada de Eurovegas para lograrlo.

martes, 26 de junio de 2012

La Santa Inquisición

Como decíamos ayer (o anteayer, qué más da), el pueblo español, soberano en sus decisiones, ha pasado unos días estupendos haciendo burla de los comentarios insustanciales a pie de campo que esa chica, Sara Carbonero, pronuncia cada vez que le dan un micro. Se ve que a la mujer le han dolido las puyas (y a cualquiera no) y se ha revuelto en su mismidad arrojándonos a la cara uno de los episodios más negros de la ya de por sí negra historia de España.
Viene a decir Sara que también en la Inquisición se denunciaba a inocentes para después torturarlos hasta la muerte. Incluso se alzaban falsos testimonios de brujería, producto muchas veces del odio y la mala vecindad, para quemar a las mujeres en la hoguera. Esto, que no deja de tener un poso de verdad, vendría a ser como un cruce entre un biopic sobre Tomás de Torquemada y Las Brujas de Salem, ese libro, escrito por Arthur Miller, del que muchos hablan y no tantos han leído. Un drama de los gordos actualizado, protagonizado y sufrido por la inefable Sara Carbonero.
Vamos a ver, bonita. Todos, absolutamente todos, tenemos el propósito de caerle bien a la gente. Dicho propósito va convirtiéndose, a medida que crecemos, en una imposible estrella fugaz que se nos deshace entre las manos y nos conduce a conformarnos con gustarles solo a unos cuantos. El hecho de tener al universo a tus pies es una quimera pareja a la de aquel que se empeña en decir esa cosa tan infantil e ingenua de "yo me llevo bien con todo el mundo". Estoy convencida de que, quien así habla, no es consciente de que en ese mismo momento hay alguien pensando que no se lleva nada bien con él y otros muchos, simplemente, ignorándole. Personas a las que les resulta absolutamente indiferente porque jamás ha hecho nada por ganarse su confianza ni su afecto (ya he dicho muchas veces que quien no se involucra no mama).
En resumen: para tener buena imagen hay que arriesgarse y tenerla también mala, porque, paradójicamente, no habrá quien te defienda si nadie te ataca. Y es en la defensa donde vemos lo que de verdad importamos (y gustamos) a los demás. Esta premisa se hace mayor cuanto más mediática es la persona. Nadie que tenga proyección en televisión puede caer en el absurdo de pensar que es adorado por todos. El hecho de estar expuesto ya implica ser juzgado, lo hagas bien, mal o regular.
Una vez con el cerebro preparado para asumir lo básico, hay que saber tomar distancia y estar por encima de imitaciones y críticas poco constructivas. Algo que tiene mucho que ver con esa cosa llamada sentido del humor que hace grandes a las personas. Pillar una rabieta porque alguien te imita, te critica o hace chistes a tu costa supone, además de un preocupante síntoma de inmadurez, darle más leña al mono y propiciar que las chanzas tengan segunda y tercera parte.
Sara debería ser consciente de cuál es su papel y de que, también, muchos de sus compañeros varones han sido continuamente objeto de risas por hacer lo mismo que está haciendo ella: soltar obviedades a pie de campo. Y el que sea incapaz de recordar un chiste sobre Michel y sus comentarios surrealistas, por ejemplo, que tire el primer balón. A ella debería resbalarle todo esto, porque no creo que sea tan inconsciente como para no saber que está donde está no precisamente gracias a su enorme simpatía y su indiscutible talento. Dejó la carrera sin terminar porque los mandamases de la tele querían a alguien con su físico; si hubieran preferido a una periodista de raza, ahora mismo tendríamos a María Escario metiéndoles la alcachofa a los jugadores a pie de banquillo.
Una vez entendido que esta chica no va a salvar al mundo, que le queda aún mucha mili para ser una periodista de investigación y que su papel no es descubrir un nuevo Watergate sino alegrarles las tardes al personal masculino hablándole de pelotas, la reacción ante las mofas viene a ser, como mínimo, extemporánea. No creo que nadie esté torturando a Sara metiéndole astillas en las uñas ni aplicándole la toca (aquello de introducirle un trapo al reo en la boca hasta la tráquea para mojarlo después con agua). Ni tan siquiera imagino que haya alguien tan mezquino como para infligirle la tremenda humillación de dejarla sin laca. Tampoco pienso que ninguno de sus vecinos la haya denunciado por destripar a niños o cosas peores. Incluso recuerdo que, últimamente, no la ha acusado nadie de que a Iker Casillas se la endiñan (con perdón) por su culpa. De ahí que esa comparación grandilocuente con el sufrimiento máximo me parezca una torpeza fuera de lugar.
Si la moda de los chistes había empezado a amainar, el rebote de Sara y sus torturas no han hecho más que empeorar la situación. Paradójicamente, han sido las mujeres las que más han salido en su defensa, acusando a los comentarios del famosísimo #GraciasSara de machistas. Para que luego digan que no somos solidarias. Aunque se trata de una solidaridad mal entendida, porque tendríamos que abstraernos los suficiente como para que el buen hacer y la profesionalidad esté por encima de los sexos y de los méritos o deméritos físicos. El trabajo de Carbonero no despierta ni frío ni calor y así lo cuentan hasta compañeros suyos, que de cara a la galería la defienden a muerte y en petit comité la tratan como a un niño de primaria que, por error, se ha inscrito en primero de Medicina. Aun así, y oficio aparte, seamos sinceros y entendamos que lo que de verdad entretiene y da esplendor no es ella, sino el circo montado en torno a su persona.
Yo, de Sara, me quedaría con aquello de "que hablen, aunque sea mal". Eso significa que estás en los pensamientos de muchos y los duermevelas de otros tantos y que no te va a faltar trabajo. Off de récord: sería estupendo que el santo Casillas saliera ahora como un león enjaulado en defensa de los desbarajustes de su chica, como ya hizo meses atrás. De dúo romántico a dúo cómico. Impagable.

lunes, 25 de junio de 2012

El hombre de acero

Ha vuelto. Sin capa roja ni gayumbos por encima del pantalón marcando sus armas, pero con los superpoderes lavados con Ariel. Nuestro hombre de acero no es Superman aunque, como él, tiene la voluntad de hacer el bien y librar a la humanidad de los Lex Luthor de todo a cien que están convirtiendo nuestra existencia en un imposible.
Me refiero, por supuesto, a ese superhéroe coronado llamado Juan Carlos I, que después de su sonoro arrepentimiento (el ya mítico "Lo siento. Me he equivocado. No volverá a ocurrir", que lo mismo sirve para dejar a una novia que para devolver un peine) ha decidido cruzar mares y sobrevolar naciones por el bien de esta su ¡España! Con 74 primaveras cumplidas en enero, nuestro monarca parece dispuesto a demostrarnos que sin él no somos nadie. Y a lo mejor tiene razón, porque ha empezado a ocupar el sito que Rajoy I El Tímido rechaza de continuo con gran éxito de público, pero también de crítica.
En muy pocos días le hemos visto cruzando el charco para ver si podemos hacernos amigos de los chicos del Cono Sur (a Argentina ni mentarla porque hace pupa) y les plantamos algunos de esos negocios que proveen de retiros millonarios a quienes los manejan. Poco después lo teníamos ya en Algeciras, dando al pésame a los pescadores gaditanos y recalcándoles que, si los ingleses les tocan las pescadillas, pidan ayudan a la Guardia Civil, que para eso les pagamos. Acto seguido, se fue volando a Arabia Saudí, con el fin de dar el pésame a la familia real tras la reciente muerte del heredero. Nobleza obliga, porque además de entenderse muy bien en esto de las riquezas y los millones con la Casa Real, los árabes siempre parecen prestarse voluntarios para hacer negocio de nuestra maleada Costa del Sol y llevárselo calentito.
Lo más divertido de todo es que Don Juan Carlos se largo a darles golpecitos en la espalda a los pescadores andaluces vestido de capitán general, lo que da así como mucha autoridad. En su pueblo, me refiero. Un gesto de confianza sin parangón. Y que, yéndose a Arabia Saudí, se libró de coincidir con ese tal Dívar, el hasta hace poco presidente del Supremo y del Poder Judicial, en el ojo del huracán por haber costeado con dinero público vacaciones de lujo en compañía del hombre que ponía luz a sus noches. Penalty y expulsión.
Al monarca las cosas le están saliendo mejor que bien. Se le ve al hombre con ganas de recuperar terreno perdido, aunque sin mucho mérito por su parte. Quiero decir que ahora que ha mandado a la que dicen es su amante alemana castigada al rincón, el rey tiene mucho tiempo libre para dedicarlo a sus tareas, entre ellas salvar a España. Primero de lo que tenemos dentro y, si eso, después, de lo que tenemos fuera.
Un hombre que no tiene pareja a la que arrimarse entregándole sus días y sus noches cuenta con un montón de minutos vacíos para dedicárselos a sus amigos. Pero como resulta que la mayor parte de la pandilla juancarlista la forman un puñado de vagos y maleantes (por no decir delincuentes) me imagino a su majestad pensando en qué invertir las horas de asueto. Descartado ver Sálvame para no llorar ante las imágenes de la amante perdida o repasar los partidos de España en la Eurocopa a cámara lenta, solo queda hacer lo que mejor sabe: tomarse un cafelito con los mandatarios del mundo mientras discuten de sus dineros.
Y, como ya he dicho, la heroicidad del héroe viene precisamente de que nos hace mucha falta alguien así. Con Rajoy desaparecido en combate y/o predicando el aburrimiento y la duda allende nuestras fronteras, necesitamos a alguien que cubra agujeros y ocupe el puesto vacante de líder para el pueblo llano. Nunca se las habían puesto tan bien a Don Juan Carlos. Ahora puede ser el auténtico ídolo de la ciudadanía, aquel que se aviene a escuchar nuestras penas y contriciones, dándonos palabras de ánimo y vistiéndose de general cuando hay que recordarnos que, en la guerra, él siempre estará a pie de despacho para pegarle un buen meneo a la patria.
Después de que Zapatero dejara heridas de muerte nuestras relaciones exteriores y Rajoy no sepa ni tan siquiera cómo ponerse en la foto al lado de Merkel, el rey parece, hoy por hoy, la única autoridad moral capaz de salir al mundo y no causar risa ni sonrojo. Incluso, llegado el caso, infundir respeto. Al final todos vamos a tener que estarle agradecidos y declararle nuestro amor con un "Lo sentimos majestad. Nos hemos equivocado. No volverá a ocurrir". Al tiempo.

sábado, 23 de junio de 2012

Alemania


Leía el otro día una entrevista con el escritor Philip Kerr en la que éste afirmaba que Alemania siempre había estado en el centro de la historia. Y si lo pensamos un minuto, no le falta razón.
Hasta ahora, mi único axioma sobre los germanos era aquel que dice que el fútbol es un deporte de 11 contra 11 en el que siempre gana Alemania. Un dicho que, por cierto, es muy popular también en el país europeo, cuyos ciudadanos lo exhiben orgullosos en cualquier conversación de bar. Alemania, por tanto, parece una nación que jamás se resigna a jugar el papel de comparsa, adquiriendo siempre un rol significativo allá donde planta su bandera. Sin ir más lejos, bastaría con recordar su actuación en las dos grandes guerras mundiales que la humanidad ha padecido y ese empeño en postularse como elemento decisivo de la supuesta tercera guerra mundial entre ciudadanos y mercados que nos tiene a todos acogotados.
Los renglones de la historia moderna se han escrito según los caprichos del país germano. La primera mitad del siglo XX vio modificado su curso ante la irrupción histórica del nazismo, cuya memoria estamos aún penando y reviviendo tímidamente cada vez que un grupúsculo de adoradores del fuhrer se presenta a las elecciones sin el menor sentido de Estado ni, mucho menos, democrático. La segunda mitad del siglo XX, no obstante, estuvo marcada por otro envite alemán, cuando las autoridades del país decidieron derribar el muro de Berlín que, hasta entonces, separaba Europa en buenos y malos o, lo que es lo mismo, entre países de espíritu democrático y naciones de intolerable inclinación comunista. Semejante gesto no solo transformó la geografía europea, sino que fue el origen de ciertos estertores nacionalistas (y posteriores guerras por el ser y el parecer) y modificó para siempre las relaciones entre los países, convirtiendo a las naciones empeñadas en seguir la senda comunista prácticamente en unos parias y obligando a Occidente a buscarse nuevos enemigos para cultivar la cohesión interna y ejercer el odio externo.
Ahora mismo, los europeos del sur, esos PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) a los que tanto desprecian, somos víctimas de los designios de una Alemania cada vez más antipática, gobernada por una señora muy conservadora (incluso en su físico) que opina, como el catolicismo más rancio, que a la salvación solo se llega a través del sufrimiento. La mayoría somos conscientes de que, en realidad, son los alemanes quienes ejercen de brazo político de esta dictadura practicada por los ricos más avariciosos, y que son ellos a quienes rendimos pleitesía.
Todo ello no contribuye precisamente a la buena fama del país germano. En esta crisis que nos afecta, los alemanes han actuado como lo que parecen: más tecnócratas que ideólogos. Su gobierno parece compuesto por seres que cada mañana se dejan las emociones en casa, si es que un día las tuvieron. Pero, además, da la impresión de ser gente fría, obsesionada con el deber y la responsabilidad, demasiado práctica y muy poco creativa, que cuando se dedican a emprender lo hacen solo porque alguien les ha dicho que es su deber.
He conocido a alemanes juerguistas, divertidos, simpáticos y muy buena gente, a la que su gobierno les está proporcionando una mala prensa inmerecida. Creo que es una nación rara, en el sentido de que quienes ocupan los altos cargos no tienen demasiado que ver, en aspiraciones y comportamiento, con la gente de a pie salvo, si acaso en la responsabilidad y la disciplina. Pero carecen de ese punto de locura que posee el pueblo llano y que logra que a todos nos gusten los alemanes cuando los conocemos en la intimidad. Claro que tampoco seré yo la que se queje de esa disociación entre gobierno y pueblo habiendo cuenta de lo que tenemos en España…
El gobierno alemán exporta lo más antipático del carácter germano y lo peor es que se empeña en que los demás nos rijamos por esos sus parámetros, que no nos son afines ni, por supuesto, nos van a solucionar la vida. Otra vez intentando ser el centro de nuestra historia y otra vez consiguiéndolo. Y en esta ocasión, como en las anteriores, cambiando el mundo tal y como lo conocemos. Es como aquella película de Ingmar Bergman, El séptimo sello (una de mis favoritas, por cierto) en la que el caballero y la muerte se juegan a la ajedrez el destino de la humanidad. Que cada uno se adjudique el papel que le corresponde en este drama.


viernes, 22 de junio de 2012

El fútbol es así

Anda el pobre Vicente del Bosque un tanto desorientado ante la manifiesta apatía de sus chicos que por no celebrar, no han celebrado ni el paso a cuartos. Normal. Si en el campo se les ve amodorrados y apesadumbrados, el vestuario tiene que ser un velatorio de lo más florido. Pero, bueno, nuestra selección está en consonancia con el devenir del país, así que tampoco seré yo quien les pida ahora que se pongan todos a bailar la conga.
Y es que parece que hasta las pequeñas victorias nos saben a poco, temerosos de que, al doblar la equina, alguien nos quite la careta y descubra que no somos más que una panda de impostores que merecemos aún mayor escarnio. En España, quien todavía se permite el lujo de vivir medianamente bien (e incluyo a los futbolistas y sus indecentes sueldazos), fluye acongojado, suponiendo que en cualquier momento la suerte puede virar y no solo darle la espalda, sino, además, hacerle una sonora pedorreta.
Confiamos demasiado en que el éxito de la selección nos lleve al éxtasis, y eso, compañeras y compañeros, tiene que pesar un huevo de avestruz en aquellos que todavía conservan la conciencia prístina. Imagino que a algunos de esto chicos que salen al campo en pantalón corto, la posibilidad de decepcionar a un país que viene decepcionado de serie les pone, como mínimo, gesto contrito, por mucho que les enchufen Gladiator y Coldplay al más puro estilo Guardiola.
Y, encima, va y nos toca jugarnos el futuro contra Francia, ese país al que tanto queremos. El cariño es mútuo. Aquí, además del honor propio, entra en juego el honor patrio, ante lo cual quedan solo dos opciones: disputar un partido aún más timorato de los ya jugados (si eso fuera posible) o salir al campo en plan bestias corrupias, a merendarse al contrario y gritarles a los guiñoles franceses aquello de "sois todos una pandilla de nenazas", una expresión que al macho ibérico le da subidón del bueno.
El fútbol imita peligrosamente a la vida y en esta ocasión estamos extrapolando sentimientos irrefrenables, arrojándolos sobre un puñado de jugadores a los que este exceso de expectativas, valga la redundancia, está dejando medio cojos, por no decir medio lelos. Menos mal que siempre hay una diana de feria para quitarle hierro al asunto, función que cumple maravillosamente esa chica, Sara Carbonero, que parece haber inventado la pólvora. Lo digo porque en una entrevista reciente dijo cosas como que ella llegó al periodismo deportivo en un momento en que a la mujer no se le permitía torear en según que plazas. Algo que demuestra su nula sapiencia, porque de un plumazo, y con apenas un par de frases, se ha cargado la labor de periodistas de raza como María Escario, Olga Viza o Silvia Barba, autora del libro La Roja por dentro.
Sara, la chica que nos entretiene con estos comentarios que no producen ni frío ni calor, aterrizó en la tele en un momento de berlusconización del formato, cuando se buscaban hermosos floreros para atraer a la audiencia masculina. Un fenómeno (y un negocio) que sigue siendo muy boyante en numerosos países de América Latina, con México a la cabeza (recordemos que Carbonero también tiene contrato con Televisa). A mí, personalmente, me la trae al pairo que quienes trabajan en la tele sean guapos o feos, aunque imagino que se les exige una mínima telegenia. Lo que debemos hacer es juzgarles por su labor, sin importar su físico y ni siquiera su sexo. No creo entonces que Sara esté destina a convertirse en un mito del periodismo de investigación, pero tampoco opino que se trate de una persona negada para hacer un digno papel de busto parlante. Yo diría que su trabajo es, simple y llanamente, correcto. Aprobado raspado, vamos.
Por eso, hacer bromas sobre su persona puede llegar a ser cruel, pero libera al personal de las tensiones que vivimos. Y es que ver un partido de la Roja es sufrir por algo que escapa a tu control.Sin embargo, ahí está Twitter, para poner la nota de luz y de color con Sara Carbonero, agrandando su fama y, seguramente, su fortuna. Así se las ponían a Fernando VII.
Nos espera otro fin de semana de pasión. De hecho, algunos ya se toman esta Eurocopa como una rocambolesca forma de hacer justicia y resolver las rencillas que nos atenazan a los europeos. Muchos quisieran ver a Alemania y Francia mordiendo el polvo y que, al final, quienes se disputen el campeonato sean España, Italia, Grecia y Portugal, los países a los que la fortuna le ha sido adversa (con permiso de Irlanda). De ser así, este campeonato daría para una película estilo Carros de fuego, de mucho llorar. Tenemos argumento, tenemos hombres fornidos y hasta tenemos a la chica. ¿Qué más se puede pedir?

miércoles, 20 de junio de 2012

El pene de los gallos

Personalmente, creo que una de las cosas más divertidas de tener un blog (por lo menos de las que a mí más me entretiene) es comprobar por qué caminos ha llegado a la gente hasta él, es decir, qué le ha preguntado al sr. Google para que éste les lleve casi directamente a donde moran mis pensamientos. Confieso que, de las dos cosas en las que reparo cuando veo estadísticas, suelo fijarme muy poco en los países -mis más sentidas disculpas- y mucho en lo que le intriga a la gente. Pues bien, siguiendo esta línea de inquietud tan poco meritoria, estos días descubría que algunos habían aterrizado en mi blog tras teclear "cuánto mide el pene de los gallos" en sus diferentes versiones. Desde entonces camino por la vida pasmada.
Admito que alguna vez he hablado de penes. Y, seguramente, también de gallos. Y es muy probable que una extravagante conjunción astral haya conducido a un buscador de miembros gallináceos hasta este site, aunque desconozco los inescrutables vericuetos del ciberespacio. Para satisfacer la curiosidad de semejantes héroes, que ha acabado siendo la mía, he de deciros que es cierto que los gallos tienen un pene como Dios manda (aunque tampoco es que puedan presumir de centímetros, así que nada de hacerse los "gallitos") y hasta unos testículos de 5 cm de longitud, amarillo pollito, que se ponen de un blanco reluciente cuando ejercen su función.
También he descubierto que a la cópula entre la gallina y el gallo se le llama beso cloacal, y gracias a esos inquietos anónimos buscadores de penes y aves, he recordado las lecciones de anatomía que me proporcionó en su día Joan Manuel Serrat. Tranquilidad en las masas porque no es lo que parece. El cantautor catalán trabajó de jovencito como sexador de pollos en una granja y ésta que suscribe, curiosa por naturaleza, tuvo a bien preguntarle cómo conseguía diferenciar el macho de la hembra. Más o menos, me vino a decir que se le metía el dedo por el ano al sujeto con alas apenas tras un día de nacido. El objetivo de semejante atentado contra sus partes nobles era buscar la protuberancia que más tarde daría paso a los órganos sexuales: si dicha protuberancia era redonda, del huevo había salido un macho; en caso de que tuviera forma cóncava, teníamos una hembra. Toda esta explicación la acompañó Serrat con unas ilustraciones ad hoc en mi cuaderno de notas, que todavía debo guardar en algún lado, para mayor gloria (o escarnio; vete tú a saber) de las generaciones venideras.
Me decía también Joan Manuel que la profesión de sexador de pollos es, por ejemplo, una de las mejor pagadas en Japón, lo que te lleva a pensar que hay cosas peores que meterle el dedo por el culo a un tierno animalito para saber de qué ala cojea. Por ese lado entiendo la curiosidad, seguramente muy profesional, de algunos visitantes del blog. Por otro, comprendo también que la palabra pene siempre tiene muchos adeptos dispuestos a comparar longitudes y grosores, algo que mola bastante más que aplicarse en estudiar su funcionamiento.
Ya dije en una entrada anterior que, sintiéndolo mucho, el tamaño sí importa, y por lo que he visto y sondeado, éste suele ser inversamente proporcional a la altura del macho. Recuerdo que hace poco tuve una instructiva charla al respecto con unas compañeras, algunas de las cuales habían quedado pasmadas y emocionadas tras ver la interpretación de Michael Fassbender (o mejor, de su miembro) en Shame. La biografía oficial del actor dice que mide alrededor de 1,80, pero quien le ha visto afirma que no llega ni de lejos a semejante altura, lo cual estaría en consonancia con la teoría antes expuesta y el tamaño desproporcionado del pene que exhibe en la que ya es una película de culto. Esto suponiendo que no haya ningún truco tecnológico para convertir un palillo de dientes en una manguera o similar.
De todas formas, creo que el debate sobre estos asuntos tan viriles está un poco sacado de madre. Como ya digo, muchos hombres se preocupan más por la configuración y disfrute de su pene que por adquirir destreza en su intereacción, pero todavía parece importarles menos el estimular el órgano del placer más importante de las mujeres: el cerebro. Hace tiempo leí un libro en que uno de los personajes decía que lo que más apreciaba en el sexo contrario era el sentido del humor. Lo explicaba más o menos así: "Si tienes sentido del humor no te tomas en serio. Y entonces no puedes ser malo, no puedes ser estúpido y no puedes ser vulgar". Partiendo de semejante premisa, las mujeres nos encontramos con demasiado frecuencia con hombres que se toman a sí mismos muy en serio; que pueden hacer crítica, mofa y befa sobre otros pero nunca sobre sí mismos. Y lo que más en serio se toman, aparte de su hombría mental, son sus atributos, bien para alardear de ellos, bien para mantenerlos en barbecho si uno considera que no da el tallaje. Luego se preguntarán por qué su historia sentimental está llena de capítulos interruptus. Lo caliente no quita lo cortés, amigos.
Estos gallos deberían preocuparse menos por su cresta y su orificio cloacal y más por el estado de las gallinas, a las que el solitario e impertinente canto del macho, de tanto oírlo, acaba sonando muy mucho a Chiquilicuatre y muy poco a Mozart. Pero, bueno, ellos a sus cosas y nosotras a las nuestras, a empollar, porque, me vais a perdonar compañeros, sin huevos este mundo no va a ningún lado.

martes, 19 de junio de 2012

Blade Runner

Vi Blade Runner por primera vez hace ya muchos años y no me gustó. Tal vez porque las circunstancias no eran propicias para entender una película de ciencia-ficción del género negro o quizás porque salía Harrison Ford. Y no lo digo por decir, sino porque Ford no ha sido, nunca, ni de lejos, mi actor favorito. Ello tiene mucho que ver con el hecho de que su personaje de Han Solo en Star Wars me producía, y aún produce, bastante rechazo. No sé. A lo mejor porque el héroe fanfarrón con mañas de ligón de bar no va conmigo. Siempre he preferido al que lo pasa mal, se implica, da la cara por aquellos que quiere y se la juega sin hacer alardes de ello. Soy más de Luke Skywalker que de Han Solo, y si alguna vez me he pasado al lado oscuro, no me ha ido mal, sino fatal.
En fin, dejando a un lado al señor Ford y sus interpretaciones manifiestamente mejorables, Blade Runner me pareció una película triste y oscura. Muy triste y muy oscura. Sin embargo, reconozco que es de esas cintas que ganan con los años y se van haciendo más grandes en la memoria individual a medida que uno acumula vivencias. Adquieren dimensiones casi épicas mientras vas descubriendo que las comedias románticas ni son comedias ni son románticas y que, más que hacerte ver el lado bueno de la vida, como dirían los Monty Python, te llevan a vislumbrar las tragedias futuras de lo cotidiano. Es lo que tiene haber vivido, que las historias de Hollywood te pillan con el paso cambiado y la ironía a flor de zapping.
Con el tiempo, creo que Blade Runner fue el detonante que me hizo entender qué era eso de la empatía. Porque, hasta aquel entonces, para mí constituía un algo sin nombre que algunas personas teníamos pero al que no sabíamos poner letras. Entiéndase que, en esa época, yo estaba apenas saliendo del cascarón. La prueba del algodón definitiva de la carga emocional se esconde en el argumento de la película, en el test de empatía que se les hace a los replicantes para averiguar si son tales o, en cambio, albergan la condición humana. Al final, y creo que no destripo nada diciéndolo, uno se vuelve a sus asuntos con la duda de si el personaje de Han Solo tiene más de robot o de humano, porque sus desvirgadas emociones prometen que una raza distinta y mucho más compleja se esconde detrás de los inhumanos circuitos.
Desde entones siempre me he preguntado con cuántos humanos y replicantes me he cruzado en el camino, entendiendo por los segundos aquellos carentes de cualquier emotividad. Ahora mismo dudo y creo que el marcador se inclinaría hacia los segundos, porque ya he dicho muchas veces que hacer daño a sabiendas y sin que te importen las consecuencias de tus actos no es precisamente un signo de santidad. Ni tan siquiera de moralidad. Como tampoco lo es el convertirte en espectador pasivo del sufrimiento ajeno cuando solo un pequeño gesto podría secar lágrimas.
Esta vida perra que llevamos nos hace mirar solo por lo nuestro, entendiendo como tal lo que nos conviene en cada momento. Y es así porque en muchos casos no ejercitamos la solidaridad hasta que verdaderamente la necesitamos. En innumerables veces actuamos solo por puro egoísmo y placer efímero, siguiendo órdenes ajenas o consejos de dudosa intencionalidad. Y no nos damos cuenta que, al igual que Rick Deckard en Blade Runner, tenemos que escuchar y observar mucho a los demás para empezar a entendernos a nosotros mismos. Mirar al pasado sin prejuicios para poder ver el futuro con esperanza.
"He visto cosas que vosotros, humanos, no podríais imaginar. Naves de guerra en llamas ante los baluartes inexpugnables de Orión. Y he visto los rayos beta relampaguear en el vacío cerca de las puertas de Tannhäuser. Y todos aquellos momentos de perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir. Time to die".
Todos hemos presenciado y vivido muchas cosas. Con mucha gente. Y no todas merecen perderse en el tiempo convertidas en lágrimas en la lluvia. Por empatía, pero también por justicia.

lunes, 18 de junio de 2012

Odisea griega

Ayer estaba toda Europa con los huevos comprimidos ante la supuesta gran amenaza griega. Andábamos barruntando qué pasaría si a los helenos, metidos en faena electoral, les daba por otorgar el poder a esos maleantes izquierdosos de Syriza o, lo que es casi peor, concederle alas a la pandilla basura de Amanecer Dorado. Pues ni una cosa ni la otra; para mayor regusto de Angela Merkel, que seguro hoy ha ido a la peluquería a hacerse mechas, los vecinos mediterráneos han decidido darle mayor poder a Nueva Democracia, ese partido conservador que tiene a Alemania como Dios Padre y al euro de Espíritu Santo.
Y es que, seamos claros, a los germanos no les gustaba un pelo que la izquierda de Syriza ganara los comicios. La campaña contra ellos ha sido muy injusta, por decirlo suavemente, acusándolos de ser instigadores de la salida del euro cuando en ningún lugar he oído declaraciones de alguno de sus miembros aseverando la mayor. Pero, obviamente, los amos conservadores de nuestra Europa andan temerosos de que una ola de rojos se extienda por Europa y acabe restregándoles su cartilla de recortes por el ojete. Así que tonto el último.
No sé cómo se ha vivido esta presión mediática en Grecia y si los ciudadanos tienen consciencia de hasta qué punto se ha mediatizado su voto desde el espacio exterior, que viene a coincidir con el centroeuropeo. Imagino a los helenos acongojados, queriendo votar a la izquierda por convicción e inclinándose hacia la derecha por imposición. No todos, probablemente, pero seguramente son muchos los fustigados.
Ayer mismo, veía en la televisión un documento muy claro sobre la situación en el país y el cúmulo de desgracias que han sufrido en los últimos años. No digo yo que el gobierno y los gestores de la nación no hayan cometido dislates, pero sí es cierto que su sometimiento a los grandes popes europeos está formando un ejército de desarrapados que, si los viera Víctor Hugo, escribía enseguida el guión de Los Miserables 2, con Will Smith en el papel de Jean Valjean. Es precisamente esta gente, a la que se le han arrebatado las razones de vivir aun en vida, quien, con sus actos desesperados, nos está avisando a los demás de que esto es solo el principio. Uno de los últimos suicidas griegos, el que se tiró al vacío con su madre, enferma de alzheimer, advertía en su nota final de que, queramos o no, estamos sufriendo la tercera guerra mundial, con unos poderes económicos y políticos enfrentados a cara de perro con un pueblo sin armamento y al que no le queda más remedio que enarbolar su maltrecha dignidad.
Quizás sea así. Quizás esto sea la tercera guerra mundial y todavía no nos hayamos dado cuenta del todo de que nos encontramos en medio del campo de batalla, desvalidos frente a un enemigo que tiene toda la tecnología armamentística a su alcance. No nos hemos percatado de que contamos con superioridad numérica y que bastaría con hacer virar el sesgo decididamente conservador de esta Unión Europea para que los mercados y sus matones pusieran las barbas a remojar. Pero salvo los franceses, que a revolucionarios no les gana nadie, el resto estamos a verlas venir, así, al estilo griego, esperando que nos den bien por el sur después de haber perdido el norte.
Lo bueno de esta estupenda clase de griego es que el partido nazi llamado Amanecer Dorado no ha subido votos. Lo malo es que tampoco los ha bajado. Una formación que, dicho sea de paso, solo sabe de odio y mala educación, porque no creo que ninguno de sus integrantes sea consciente de cómo y en qué condiciones nació el nazismo. Lo mismo, de saberlo, les daba un tabardillo o algo. Pero el odio vende (no, no voy a volver a escribir la frase de Yoda porque me quedo sola), une y crea afición. Aunque, claro, quien piense que con modales de gañán y chulo de playa va a gobernar el mundo, lo lleva claro... y que me perdone Berlusconi, a quien el señor juez tenga en su banquillo.
En fin, que al final han ganado los que querían los ricos y aquí seguimos igual que ayer, o sea, mal. Tranquilos, mañana será aún peor.

domingo, 17 de junio de 2012

Sin conexión

No hay como un viaje al exterior para darte cuenta de las cosas que pasan en el interior. La vida se crea con el movimiento, y está claro que la inactividad y la inacción no son buenos compañeros para la evolución y el progreso.
En estos días que he permanecido fuera, me he dado cuenta de muchas cosas, algunas íntimas, otras bastante fáciles de compartir. Por ejemplo, que ahora mismo el lujo se halla en la vuelta a los orígenes. Los hoteles y alojamientos que en este momento cuestan un ojo de la cara y otro del vecino se caracterizan por la ausencia total de conexión con el mundo exterior. Quiero decir que pagas un dineral por no tener internet  a tu alcance, ergo prescindir de las redes sociales, y ni siquiera contar con un mísero aparato para ver la Eurocopa en blanco y negro o pixelada. Y se disfruta. Se disfruta porque a uno no le queda mayor remedio que entrar en comunión consigo mismo y la naturaleza o lanzarse a la aventura y recuperar el placer de charlar con otros seres humanos, desarrollar la empatía y poner a funcionar esa cosa tan anquilosada que, creo recordar, se llamaba comunicación.
No es mal asunto interesarse por los demás, intentar juzgar cómo les ha ido el día a través de la expresión de su rostro (y no por las frases vacuas que cuelgan en los muros o lees en los emails) y saber, de propia mano o de propia voz, qué bagaje arrastran. Me parece muy buena idea ésta de recuperar el calor, el color y el sabor de la gente, más aún cuando vivimos en un mundo en el que ves una foto del Himalaya, el culmen de las experiencias vitales, y aquello parece la entrada al metro en hora punto, con miles de escaladores haciendo fila india, como si se tratara de una manifestación de alpinistas por un mundo mejor. El colmo de las sensaciones auténticas, ya digo.
Así que ahí lanzo la idea: recuperar la casa de los bisabuelos en Carrascuelos de Abajo y montar un alojamiento deluxe sin una triste radio que llevarse a la oreja. Al principio la gente entrará con cara de cardo, pero al final saldrá más feliz que si se hubiera ido a una clínica de lujo de Marbella a quitarse los michelines. Doy fe.
Igual que doy fe de esa imagen de pobres y menesterosos que estamos proyectando en el exterior. Es salir de España y todo el mundo, sin importar el país de procedencia, se acerca a darte el pésame. Como si sufrieras una enfermedad terminal y te quedaran apenas días de vida. Y lo más pasmoso es que su contrición tiene argumento, porque resulta que allende nuestras fronteras se saben mejor el conflicto de Bankia que nosotros mismos, aunque siguen sin entender por qué no se castiga al ladrón. A ver cómo explicas que tú tampoco.
Recordaba las palabras de este nuestro gobierno, ta preocupado por la imagen de alborotadores y locas de los peines que estamos creando en los países de nuestro entorno. Pues bien, los habitantes de estas naciones tan cascarrabias empatizan con los ciudadanos y no son capaces de entender cómo hemos podido elegir un gobierno así de vergonzoso. Esa imagen por la que tanto se preocupan Rajoy y los suyos es la que ellos mismos proyectan: la de una panda de alborotadores de bar que pretenden arreglar el mundo jugándoselo al tute para luego acabar borrachos y cabreados durmiendo la mona encima de las mesas. Y no hay derecho. Sobre todo porque no creo que los de abajo nos la merezcamos.
Cuando estás en ninguna parte sin conexión sientes la tentación de permanecer así forever and ever. Ahora entiendo aún mejor por qué varios de mis mejores amigos pasan millas de este tema de la cibersocialización. Supongo que las personas a las que nos gusta decirnos las cosas a la cara nos buscamos mutuamente. Pero, sobre todo, comprendo que, a veces, es mejor aislarte un poquito para no saber lo que determinados individuos están haciendo con tu país y, en consecuencia, con tu vida. Ahorrarte disgustos, disfrutar de lo corpóreo y mantener al margen lo extracorpóreo. Turn off.

sábado, 9 de junio de 2012

Soberbia

Soy muy fan de los pecados capitales. No porque me pase el día cometiéndolos, sino porque es la tipificación más básica de emociones inherentes al ser humano, de las cuales, como demuestran las diferentes religiones, no nos hemos desvinculado durante siglos.
Ninguno de nosotros ha podido abstraerse de estos denominados pecados, alguno de los cuales se ha visto elevado a la categoría de tal sin que, por sí mismo, haga daño a nadie. Tal es el caso de la gula (que si uno tiene posibles para caer en ella apenas al único que puede ofender es a su colesterol) o la lujuria, que cuando es compartida, ni yo ni nadie podrá ponerle objeciones. Sin embargo, no ocurre lo mismo con pecados capitales que se han convertido, a fuerza de practicarlos, en patrimonio de la humanidad. Tal es el caso de la envidia, que tantos buenos momentos ha proporcionado a este blog, o de la soberbia, que es el que me ocupa el día de hoy.
Todo a raíz de que esta semana me haya topado con un tremendo mentecato, un personaje famoso cuya posición social y su talento le han colocado en un lugar donde se cree, como diría alguien que yo me sé, el rey de la mierda en la montaña de las cagadas, depositario único del poder de humillar a los otros. No sabe este monarca de pesadilla que para humillar no basta con quererlo, sino que es imprescindible que el otro esté en posición de dejarse vilipendiar.
Y es que, a veces, la vida te coloca en lugares donde, definitivamente, pierdes la perspectiva. Solo te relacionas con otros pares que ocupan el mismo escalafón social, lo que te lleva a no entender ni empatizar con los comunes, que somos la mayoría. No dudo que tal estatus sea merecido aunque, en este caso, tendría mucho que ver la herencia y el haber vivido en ambientes de seres acostumbrados a manejarse entre oropeles, entregados a la única verdad verdadera de que los demás les deben pleitesía solo por ser vos quien sois.
Y no creo que sea así. El tener talento u ocupar determinados puestos de relevancia no te exime de tratar al resto con respeto y cortesía. Es más, si estás ahí se te presumen unas vivencias y una educación que te llevan a ponerte en lugar del prójimo y no a insultar primero y rematar después. La soberbia a la que algunos llegan tras creerse merecedores de todo y hallar en el camino gente que lo único que hace es bailarles el agua, alumbra tipos despóticos, impresentables e intratables, que al conocerles provocan sorpresa, luego decepción, después indiferencia y, por último, un tremendo aburrimiento.
Los famosos que se dedican a cualquiera actividad relacionada con el entretenimiento deberían tener en cuenta que han alcanzado su nicho de privilegios, no por ser los más divertidos en el salón de su casa, sino por disponer de un público afín. Les deben y, por lo tanto, nos deben, todo lo que son. De ahí que no pueda entender que haya ídolos de masas a los que muchos les han entregado alma y corazón para recibir, a cambio, solo malas contestaciones y prepotencia. Sobre todo porque nunca, jamás, puedes menospreciar al que tienes enfrente si no lo conoces y no te has tomado la molestia de departir con él.
Personalmente, y remedando a  Maruja Torres, cuantos más famosos conozco, más me gustan los Corleone. Primero, porque creo que gran parte de sus vidas son irreales e impostadas y, segundo, porque no me parecen seres interesante, tal vez debido a que su mundo no es ni será nunca el mío. Afortunadamente. Como no me canso de repetir, la gente interesante se esconde entre la normalidad, a veces se ocultan tanto que personas potencialmente maravillosas se convierten en anodinas y prescindibles solo por no querer destacar ni significarse. Pero las situaciones heroicas, lo que hacen grande a la gente, no se dan en el paraíso de las estrellas catódicas, sino en nuestras calles, nuestras plazas y nuestros pueblos. De ahí que la soberbia, junto con la estúpida envidia, sean dos de los pecados más absurdos y punibles: porque solo sirven para atacar al otro disfrazando con ello la carencias propias, que son muchas.
Robert Hare hablaba una vez de los psicópatas carismáticos y los definía así: gente de encanto superficial, con tendencia a mentir de forma patológica, una capacidad innata para persuadir a otros y manipularlos, con un gran don para hacer amigos (normalmente personalidades bastantes más débiles) y atraerlos a su causa tras convencerles de que solo ellos, los carismáticos, poseen las cualidades más nobles, haciéndoles partícipes de sus sueños imposibles. Personajes indiferentes ante las consecuencias de sus actos y con los que todos nos hemos topado más de una vez y a la que les hemos puesto nombre y cara. De asco, los más; de arrobamiento los menos avispados. Este tipo de individuos se convierten en ejecutores máximos de la soberbia y la envidia. Es nuestra labor no dejarnos engañar y ver que bajo semejante manto de complicidad, juerga sin par y buen rollo forever, en realidad, caminan por la vida sucios, desnudos y malolientes. Allá ellos.
Y aquí aparco el blog unos días porque próximamente me iré a conocer otras tierras y otras gentes, algo imprescindible para desintoxicarse de escándalos bancarios, presidentas mentirosas, recortes imposibles y neoliberalismos varios. Sed buenos. O no.


viernes, 8 de junio de 2012

Devórame otra vez

El mundo no deja de pasmarme. Mientras unos intentamos que no nos quiten las cosas de comer, en otro lugar del planeta, a unos cuantos locos sueltos les da por jamarse al de al lado, con el consiguiente éxito de público y crítica en los medios internacionales.
Ya es casualidad que, en los últimos días, hayan saltado a primera plana los casos de tres tipejos (dos seguros y uno posible) que ejercieron el canibalismo en distintos lugares de América del Norte. O no, porque, a lo mejor, el efecto imitación y el tener asegurada una nota en todos los diarios, ha favorecido la propagación de la enfermedad. En todo caso, está claro que semejantes juegos del hambre no siguen ninguna ancestral costumbre oculta de los antepasados de tales descerebrados, lo cual tendría cierto sentido antropológico. El mismo del que carecen estos crímenes fruto de un placer insano y una tremenda calentura de olla.
Muy mal le tiene que funcionar la perola a la peña para desear merendarse a alguien. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos dicho aquello de "¡Ay, que te como!" cuando veíamos los mofletes de un tierno bebé o nos entraban tantas ganas de fusionarnos con nuestra pareja en los primeros estadios de la relación, que nos la hubiéramos comido entera. Siempre poéticamente hablando, por supuesto.Pero de ahí a imaginarnos destripando al de al lado para luego hacernos un banquete con sus entresijos, va un largo abismo.
Personalmente, y que nadie me tire tomates, recuerdo con cariño la película Viven y el libro que se escribió con motivo de la tragedia de los Andes, cuando el avión que trasladaba a un equipo de rugby uruguayo chocó contra las montañas. La historia es un canto a la supervivencia y a la fuerza de unos niños (apenas estaban saliendo de la adolescencia) capaces de mantenerse vivos por encima de las circunstancias contrarias y tener fe absoluta en que, más pronto que tarde, alguien les hallaría en medio de la nieve. En esta ocasión, el episiodio de canibalismo que protagonizaron, y que todos entendemos  producto de la necesidad, constituye un recurso último de supervivencia que no merece la crítica de los demás, si acaso, la de ellos mismos, que son los únicos que pueden comprender lo que en esas cumbres se vivió y sufrió. He aquí el canibalismo despojado de su esencia inhumana y convertido en opción de supervivencia y debate moral.
Pero éste no es el componente normalmente asociado a una práctica que creemos prpia de las fieras sin alma ni razón. En realidaad, se trata de un hábito de la naturaleza al que nos consideramos ajenos porque somos seres más evolucionados y mejores en su conjunto. De ahí que nos llevemos las manos a la cabeza cuando llegan a nuestros oídos episodios tan lamentables como los acontecidos las últimas semanas.
Recuerdo que hace tiempo saltó la noticia de un japonés que quedaba vía internet con otros que deseaban ser comidos. El depredador no salía de caza; la presa venía a él. Es la diferencia entre lo terrible y lo horrible: terrible es que alguien quiera asesinar a un ser humano y comérselo y horrible que otro quiera ser comido. Y no voy a entrar en debates acerca de que nosotros, tan santos, también nos ponemos hasta arriba de carne animal etc. No ha lugar.
También me acuerdo de una información que leí hace casi un año sobre un turista alemán devorado por una tribu caníbal en la Polinesia. Al parecer, el incauto seguía las coordenadas que Herman Meville, autor de Moby Dick, reflejaba en su libro Taipi, un edén caníbal. Un paraíso inhóspito y perdido, aunque, visto lo visto, tal vez ya encontrado. Lo curioso es que no nos extraña tanto que halla caníbales escondidos en la Polinesia francesa (¡qué exótico!) pero sí en el corazón de Manhattan. Quizá porque en un caso se trata de una costumbre antiquísima, inasequible al desaliento de la ley occidental, y en el otro de una psicopatía íntima, aunque con un inquietante componente social. Y, seamos honestos, muy pervertida tiene que estar una sociedad para parir semejante tipo de individuos.Ahí lo dejo.

miércoles, 6 de junio de 2012

Limpieza étnica

Cada vez leo y oigo más testimonios a favor del desmantelamiento de la clase política. O, al menos, del Congreso de los diputados (del Senado ni hablamos). Son muchos los que abogan por pedir que nuestros representantes renuncien a sus cargos "por vergüenza torera" y vengan otros menos maleados y más dispuestos a ejercer sus funciones con conciencia y honor.
España comparte con otros países, muchos de ellos del continente americano, una desconfianza casi innata hacia los políticos. Pero mientras el método empleado para la elección de ciertos cargos públicos en algunos lugares de Latinoamérica haría sonrojar a cualquier europeo medianamente bregado en los sistemas democráticos, el caso español no se basa en la formalidad impuesta, sino en la informalidad genética. Arrastramos una penosa herencia latifundista y de señorío, gracias a la cual apenas se discutía que el que mandaba estaba ahí para hacer y deshacer a su antojo y, de vez en cuando, beneficiar a la población que más se entregara al vil arte del peloteo. Así hemos sido, y así nos va.
La labor del buen político se entiende como un trabajo de servicio público. Sin embargo, en este país, el servicio público puede prestarlo un médico, un voluntario de la Cruz Roja y hasta el dependiente de una mercería en un día tonto, pero las razones de los políticos siempre se ponen en duda. A ello contribuyen episodios tan divertidos como el protagonizado tiempo ha por Montoro, el hoy ministro de Hacienda, que en su día, ante la necesidad de tomar medidas urgentes para solventar una situación grave que afectaba al futuro de España, le espetó al Congreso, dominado por Zapatero y los suyos, un "que caiga España, que ya la levantaremos nosotros". El poder antes que el deber.
Pero hay más. En estos días, por ejemplo, a los de a pie se nos ha puesto cara de cuadro de Munch cuando hemos contemplado cómo nuestros partidos mayoritarios se negaban a investigar y dar cuentas del escándalo de Bankia, el mismo que nos va a costar el dinero que no tenemos y dejará endeudadas a las familias por varias generaciones. En su afán de mirar para otro lado (o mirarse el ombligo que, para el caso, es lo mismo) y como ejercicio continuo de opacidad, los ya mentados se han pronunciado una vez más en contra de investigar a la Casa del Rey por considerarlo inconstitucional. No sé. La Constitución señala que el monarca está por encima de la ley, pero no creo que en ninguna nota a pie de página diga que la institución a la que pertenece no pueda ser investigada, máxime cuando su abultada parentela se halla exenta de los parabienes constitucionales que protegen al soberano.
Tantas decisiones tomadas así, por mayoría y prácticamente de tapadillo, solo consiguen que cada vez que los de abajo miramos a los de arriba pensemos que nos están tomando el pelo, que chanchullean a nuestras espaldas y que nos ningunean, todo en aras de tapar sus dislates y sacar beneficio propio dejándonos a los demás con el culo al aire.
Yo creo que, en el fondo, somos conscientes de que esta panda que rige los destinos de España nos está haciendo la 13/14 y que el bien público viene muy por detrás del bien privado. Pero ya hemos llegado a un límite en el que lo que cuentan son los mínimos. Vale que enchufen a propios y ajenos, que ocupen sus poltronas solo por el retiro que les va a quedar cuando se levanten de ellas, que vengan a Madrid y se gasten todo su dinero en cañas... Todo eso lo admitimos pero, por favor, en cuanto sus señorías tengan un rato, en lugar de hacer  un Sudoku o navegar por Internet, preocúpense de nuestras cosas.
Afortunadamente, no se puede generalizar y doy fe de que hay diputados que ocupan su escaño por vocación de servicio. Pero se les oye poco. Tal vez porque su voz pondría en evidencia los silencios de otros. De ahí que gestos como el de Julio Anguita renunciando a su pensión de ex parlamentario porque ya tiene bastante para sus cosas con la de maestro ("vivir sencillamente para que los demás puedan, sencillamente, vivir", que diría Gandhi) nos conmuevan tanto. Ahora solo hace falta que, además, nos muevan.

martes, 5 de junio de 2012

Roja directa

No encuentro más que motivos de felicidad: ¡faltan tres días para que se acabe la crisis! La cuenta atrás ha comenzado y el próximo viernes el pueblo, que tanto ha sufrido, va a tener su merecida recompensa.
Y es que, señoras y, sobre todo, señores, restan apenas horas para que comience la Eurocopa, los bares se llenen de parroquianos (con el consiguiente gasto en consumición), los grandes almacenes hagan su sprint de agosto en junio vendiendo televisores, las compañías telefónicas aumenten la contratación de adsl y a todos se nos quite esa cara de ajo que llevamos arrastrando desde 2008, año en el que nos comenzó a mirar una legión de tuertos.
Efectivamente, no hay como una competición futbolística para que se nos pasen todos los males y vivamos el día entero con la adrenalina subida, la vuvuzela a punto y los amigos prestos a echarnos una mano... a las cervezas. El ser humano es así, le pueden las bajas pasiones y cuando encuentra algo que le remueve en lo más íntimo, se olvida de todo lo demás... aunque le haya entregado el corazón y la cartera minutos antes.
Me imagino que, hasta el 1 de julio, esto será un no parar de cotejar resultados y comentar jugadas. Todos seremos unos enteradillos en futbología y nos las daremos de afamados tertulianos a la espera de las olimpiadas, que vendrán inmediatamente después y que de nuevo sacarán al Pepito Grillo en calzones que llevamos dentro. Aunque, claro, no es lo mismo ver las evoluciones de las chicas de gimnasia rítmica (con todos mis respetos) que a Ramos trotando por el campo jugándose nuestra honra. Y es que no se qué tendrá el fútbol que despierta lo mejor y lo peor de nosotros mismos. O si lo sé, porque gracias a estos deportes de masas, nos desestresamos, dejamos los agobios en el armario y salimos al mundo a verlo (y vivirlo) de colores. Nadie es tan patriota como cuando su selección se enfrenta a equipos de otros países. Nos tomamos el encuentro como si de una batalla legendaria se tratara, defendiendo nuestras posesiones e intentando machacar al contrario. Porque de lo que se trata no es solo de ganar, que también, sino de hacer perder al otro. Y si es con humillación, mejor que mejor.
El fútbol saca nuestros instintos primarios, la socialización más arcaica y la diversión más simplona que es, precisamente, lo que nos hace disfrutar. Entre un cóctel en un hotel de lujo y un partido de la Eurocopa en un bar de ésos donde las cabezas de las gambas llevan meses tiradas por los suelos, cualquier hombre con un par de pelotas, elegiría esto último. Porque el fútbol uno lo vive y, a lo mejor, al cóctel solo sobrevive.
Pero, como todo, este uso y disfrute del balompié tiene también su lado negativo, el de los hooligans de manual que emplean el deporte para descargar sus frustraciones en el contrario y el de aquellos otros a quienes la pérdida de un partido les supone un disgusto tremendo, que al día siguiente les descentra y les deja de un humor de perros para sufrimiento de quienes les tratan. Aquí la diversión se ve sustituida por el sufrimiento, algo que yo no entiendo del todo, porque si ya la vida nos pone en situaciones muy complicadas, no saber relativizar y pasarlo mal por el esfuerzo (o la falta de él) de otros es de locos.
Cualquier actividad de ocio está concebida para la relajación del individuo. Imagino que esto es así desde tiempos inmemoriales, aunque los antropólogos disientan conmigo y, por ejemplo, algo tan vistoso como los juegos de pelota de los indios, tendrían un gran componente religioso y político. No lo dudo, pero insisto en que la diversión ocupaba también un lugar primordial. Por tanto, no es de recibo convertir un espectáculo lúdico en un depresivo natural. El momento evasión pierde entonces todo su sentido, convirtiéndose casi en un instrumento de tortura. Lógicamente, malvivir el deporte no es lo habitual, y también depende de las características de cada individuo, pero no deja de asombrarme ver rostros cenicientos días después de que su equipo pierda algo importante o, peor aún, el contrario gane, que es, insisto, lo que de verdad nos fastidia.
La competición, ese rasgo tan masculino, es sana y entretenida, siempre y cuando no destroce a nadie y menos a uno mismo. Porque todos, incluso los que no vamos al fútbol los domingos, nos sentimos mucho mejor tras pegar cuatro gritos y otros tantos saltos. La euforia, el subidón son como la felicidad: magníficos precisamente por ser efímeros. Vivámoslos a tope. Ya lo dijo Baltasar Gracián, autor de El Criticón e inspirador de la modernidad  "lo bueno, si breve, dos veces bueno". Hagámosle caso, que para eso él ha pasado a la historia y nosotros solo pasamos de todo.
Dicho lo cual, mucho ánimo a la Roja, nuestra inconfundible selección, que solo por ser llamada así y tocar un poco las narices de los más conservadores (pobres almas de blues) ya cuenta con mi cariño natural. Aunque he de reconocer que yo, más que las banderas, prefiero las buenas praxis y, ante todo, admiro el mejor juego, independientemente del color de su pendón (uy lo que he dicho). Si es que no tengo remedio...

lunes, 4 de junio de 2012

El dúo dinámico

El programa de ayer de Salvados (La Sexta) fue, como diría el otro, pa'verlo. Antes que nada señalar que su presentador, Jordi Évole, está sembrado, pero el montador (no confundir con montajista) que se dedica a ensamblar los momentos previamente grabados es un crack. Sin su talento, Salvados, en ocasiones, parecería un docudrama de la 2.
Estamos hablando de uno de los pocos programas de nuestra televisión que merecen verdaderamente un vistazo y medio, de ésos espacios en los que el tiempo se pasa en un ay y siempre te quedas con ganas de más y/o reflexionar sobre lo contemplado. En el día de ayer la cosa iba sobre el desempleo, con una primera parte de Salvados bastante previsible y una segunda de traca. Resumiendo: el asunto se puso candente cuando Jordi empezó a analizar el panorama desolador al que se enfrentan los parados mayores de 50/55 años.
Este nada despreciable núcleo de población está abocado a vivir un infierno, primero con el PSOE y ahora con la maravillosa reforma laboral que el PP se ha sacado de la sisa. Llegaron al nuevo y enrevesado capítulo de la historia de España con una jubilación a los 67 años (dos más de la que partían) y acongojados ante la nueva forma de cotizar, según la cual lo importante es la cotización de los últimos 15 años de vida laboral antes de la jubilación. Intentado, por tanto, cumplir 67 medianamente sanos, razonablemente activos y con sus años cotizados, va la vida y, PP mediante, les casca una reforma laboral gracias a la cual, los mayores de 50 se convierten en un estorbo para las empresas, encantadas de deshacerse de los antiguos chupasangre y ofrecer generosos contratos basura -de sueldos ridículos- a los más jóvenes. Lógicamente, el número de parados de edad avanzada aumenta cada día, con un número nada desdeñable de mujeres y hombres, excelentes profesionales, enviados a sus casas sin ningún futuro laboral que les alumbre. A todo este desierto profesional se añade la insoportable carga de tener que sacar adelante a una familia cuyos retoños, en edad laboral, tampoco encuentran trabajo digno. Me equivoqué al definir como "desoladora" esta situación. Es lo siguiente.
Pues explicando el argumento de semejante película andaba Jordi Évole cuando se pasó por el Congreso para entrevistar a las portavoces de la comisión de empleo de los dos partidos mayoritarios, Concha Gutiérrez por el PSOE y Carmen Álvarez-Arenas por el PP, dos señoras muy aseñoradas. Lo que nos demostró este dúo cómico en su actuación ante las cámaras es que les importa un pepino (español, no alemán) la situación de los cinco millones largos de parados que hemos parido; lo que verdaderamente las tiene entretenidas es acusarse mutuamente de los dislates cometidos, como si fueran dos pijas muy pijas tomando el té y tirándose la merienda al pelucón tras haberse quitado mutuamente la chica de servir. Y lo peor es que, en ocasiones, daba la impresión de no saber de qué demonios les estaban hablando, con una de ellas (Carmen de España) leyendo un guión del que no se salía así le preguntaran por los meandros del Ebro y empeñada en tomar notas a pie de página que lo mismo eran dibujos de florecitas o casitas con nubes. O tal vez es que alguna mente aviesa la había obligado a escribir I love Versace mil veces.
Difícil causar una impresión tan penosa a todo el país como la que nos han regalado estas dos damas, empeñadas en no escuchar ni enterarse de la misa la media con lo que, digan lo que digan para enmendar la plana, al final siempre van a semejar tonterías. Es más, cuando Évole les sacó los colores con diferentes vídeos ad hoc en los que sus partidos prometían el oro y el moro, la mentada Carmen no tuvo ni la vergüenza torera de mirar la pantalla y emitir un discurso coherente. Visto lo cual, uno se pregunta cuál es el bagaje profesional y político de estas dos representantas de todos los españoles; qué méritos les han llevado a tales memas (con la venia, yo diría que era aún más absurda la del PP) a decidir sobre nuestro empleo. Ante semejante criterio, buena disposición, saber estar y capacidad de diálogo, solo nos queda encomendarnos a la virgen de Fátima (Baeza) para, al menos, pedir sin tener que robar.
No me extraña que, después de contemplar tal espectáculo dantesco, Twitter echara humo. Yo abogo desde ya por recabar firmas para que nuestro nuevo dúo dinámico #CarmenyConcha recorra la geografía española cual Morancos del Inem. De esta forma, mientras se cantan las cuarenta, los sufridos agricultores españoles podrían dar salida al excedente de tomates. Tremendo servicio social, ya digo.

domingo, 3 de junio de 2012

Liderazgo natural

Leía el otro día un interesante a la par que apasionante artículo sobre Esperanza Aguirre y lo bien que ha colocado a los suyos. Tal parece que la mandamás de ésta nuestra Comunidad es la tía/prima/hermana etc que todos quisiéramos tener en la familia, ésa que se preocupa de enchufarnos sin que hayamos sido meritorios de ello. Entre otros parientes de alta alcurnia, Espe se ha encargado muy, muy bien de repartir puestos de ringorrango a su hermana y uno de sus hijos, entre otros miembros de su clan. No puedo más que darles mi enhorabuena.
En este país de pandereta, a ninguno de los dos partidos mayoritarios les ha dolido prenda alguna a la hora de colocar y recolocar a familiares y amigos. Sobre todo en el caso de las Comunidades Autónomas, dignas merecedoras de la herencia caciquil que, durante siglos, rigió los destinos de España. Ni la modernidad, ni aquella mítica frase de "a este país no lo va a conocer ni la madre que lo parió" han conseguido eliminar o, por lo menos, mitigar, la extendida práctica del enchufismo. Es más, quien puede ejercerlo y no quiere porque su santa moral se lo impide, es tachado directamente de tonto. Así se las gastan nuestros principios más sagrados.
Lo curioso es que parece que llegado a un determinado escalafón de la vida pública se te permite todo, por muy penado por la ley que esté. Es como si tu posición te dotara de una pátina de invulnerabilidad exclusiva de unos pocos elegidos para la gloria. Y no es así. Porque muchos de los que ahora mismo ostentan cargos públicos (y que cada uno haga la reflexión que mejor le venga) no serían nunca líderes en caso de desempeñar otra profesión u ocupar distinta posición social. Es lo que yo llamo los falsos líderes, aquellos seguidos por obligación y nunca por devoción, a los que la vida o la suerte les han colocado en lugares que no les corresponderían por natura.
Un líder natural no necesita ningún afiche externo para serlo. Le basta casi con respirar. Es una persona única, con un juicio fuera de lo común, una presencia extraordinaria y una capacidad envidiable para moverse en todos los ambientes sin que jamás se encuentre fuera de lugar. Estos individuos admirables son capaces de separar el grano de la paja a primera vista, decir no cuando hay que hacerlo y asentir cuando se debe. De ahí que un líder natural tenga tantos seguidores como enemigos, porque trae acarreada una característica que disgusta: eclipsar a quienes están a su alrededor, algo que remueve las más grandes bajezas. Lógico, por tanto, que muy pocas veces veamos a una persona con semejantes cualidades desempeñar cargos o puestos de relevancia: ya se han ido encargando sus correligionarios de ponerles baches en el camino. Como si esto acabara con las virtudes que adornan al líder... Hay factores que son innatos y me apuesto que hasta Punset, el señor que lleva pan a las casas de las mozas de buen ver, estaría de acuerdo conmigo.
Creo que España tiene una carencia grave de líderes políticos naturales. Los que nos vigilan son autoimpuestos, figuras de paja cuyos hilos manejan fácilmente otros más listos e importantes que ellos. Y tal vez porque no la vemos o porque la literatura nos ha ido nutriendo el subconsciente de grandes y maravillosas figuras, echamos de menos esa presencia de gente especial que nos ilumine el camino. De acuerdo con que un líder natural no nos va a sacar de pobres, pero al menos podría darnos esperanza y, lo más importante, empatía. Porque Espe  ("la lideresa", me parto y me mondo) y los suyos, si de algo carecen es de empatía. Nos miran y no nos ven; nos oyen, pero no nos escuchan. A lo sumo siguen los consejos de sus "asesores del amor", para fingir cierto cariño de opereta hacia la plebe que les ha votado. Y hasta que no consigan sustituir con un aprendizaje práctico y teórico lo que la naturaleza no les ha dado, mucho me temo que su destino es perder discípulos. Entonces será cuando, a lo mejor, se cumpla aquello de que los políticos de más baja calaña están destinados a las más altas cotas de la miseria. Y nosotros que lo veamos.

viernes, 1 de junio de 2012

Corazón roto

Hay una persona cercana a mí que no lo está pasando bien por motivos sentimentales. Y aunque sé que muy probablemente jamás llegue a leer este post, siento la necesidad de "recrearme" en su historia, quizás una de las más viejas desde que el hombre es hombre y, como diría Gallardón, la mujer, mujer.
Todo ser humano tiene la capacidad de amar y, por suerte o por desgracia, tamaño don acarrea consigo la capacidad opuesta: la de sufrir. En mi opinión, el primer orgasmo simultáneo de una pareja no tiene lugar en el plano físico, sino en el mental, cuando entre dos personas nacen sentimientos mutuos y ambas lo admiten. Esto, que a priori parece muy sencillo, no lo es tanto, porque la ley de la probabilidad dice que es mucho más habitual encontrarse en situaciones con el paso cambiado, es decir, que el otro te quiere cuando tú no o al revés. Y ahí empieza el lío. O, para ser justos, el no lío.
Ronda por calles y plazas una frase muy cursi que insiste en aquello de que "amar es no tener que decir nunca lo siento". Y una mierda, con perdón. Amar es saber decir lo siento cuando eres consciente de que has ofendido al otro, y no callarte como un cochino jabalín para, acto seguido, tirarte al monte en busca de presas más frescas. Pero, al margen de semejante ñoñez, si tuviera que estar de acuerdo con alguna sentencia de calendario, empatizaría más con aquella que afirma que amar es el darle a alguien el poder de hacerte daño con la esperanza de que no lo utilice nunca. El problema es que, si el sentimiento no es compartido, lo empleará. Y más pronto que tarde.
El amor unidireccional es casi una aberración de la naturaleza a la que no nos han preparado para enfrentar. Sobre todo porque no se puede luchar contra él, y asumir esto último se convierte ya en una tragedia. Imposible cambiar los sentimientos de otra persona por mucho que nos empeñemos o deseemos.  Podemos darnos cabezazos en la pared e incluso inmolarnos en la plaza del pueblo que, aun así, la situación no se va a ver modificada. O sí, pero se hará por lástima, una de las razones más viles para sostener una relación en precario equilibrio.
Cuando alguien se siente abandonado, se echará la culpa, clamará venganza, intentará odiar... todo para acabar idealizando en silencio a la persona que le abandonó o, por lo menos, los momentos que vivieron al alimón. En su fuero interno querrá recrear la euforia que sentía cuando estaban juntos. No entiende que entrega su devoción a una quimera que, de hacerse realidad, no se parecería en nada al idílico escenario alumbrado por su imaginación. Da igual; aquel que no es correspondido monta su propio mundo perfecto, donde el amor es casi tangible e incapaz de comprender por qué el otro no ve lo mismo, una felicidad perpetua de dos almas que están destinadas a comer perdices hasta el fin de los días.
No me quiero poner cursi, pero cuando dos personas van a distinto paso, no hay nada que hacer. Todo lo más, esperar a que el otro recupere el resuello y se plantee que tal vez se ha equivocado. Algo que puede ocurrir o no. En cualquier caso, durante el tiempo de la espera, y como diría Yoda, la ira lleva al odio y el odio lleva al sufrimiento. Entonces, solo tal vez, cuando el que no ha querido quiera, el otro ya no quiera. A lo mejor me he hecho un lío, pero espero que el jeroglífico no sea tal.
Yo soy de esas que piensan que hay que luchar por lo que se desea. Con uñas y dientes, si es preciso. Porque no hay mayor fracaso que el abandonar antes de jugar. Pero es cierto que la lucha puede ser traumática, sobre todo cuando se trata de dominar la voluntad de otro que no quiere ser dominado. En ese caso, la partida no se resolverá en condiciones de igualdad, con uno dejándose llevar y el contrario pensando que el primero ha asentido porque le ama. Y no, no es así.
El tiempo lo cura todo, sí, pero con matices. Porque debemos tener claro que hay personas que se quedan en nuestro corazón aunque hayan salido de nuestras vidas. Y debemos aprender a vivir con ello. Dice otro dicho que el que te quiere te busca, y yo apostillo que no es de recibo permanecer sentado esperando. Hay muchas experiencias que vivir ahí fuera mientras el príncipe o princesa de cuento recapacita. Gente que quiere saber de ti, que no supedita vuestros encuentros a una estúpida agenda en la que tienes poca cabida y que no solo te sonríe por fuera, sino por dentro. Es nuestro deber apretar los dientes, tirar hacia delante y, sobre todo, no echarnos la culpa del supuesto fracaso, porque, quizás, el fallo no ha sido nuestro, sino del otro.
El desamor es así: ingrato, hosco y feo. Mirarle a la cara es descubrir que el Dr. Frankestein que lo propició tal vez esté a la altura del monstruo. Y nuestra vida no merece más horrores que nuestros propios errores.