miércoles, 26 de junio de 2013

Quiero volver a Kansas

Dorothy, la protagonista de El Mago de Oz, vivía mil aventuras soñando siempre con volver a Kansas. Tenía por tanto un propósito, un objetivo ineludible que la motivaba a resolver los entuertos más enrevesados sin perder nunca la esperanza. Vamos, que si yo fuera un coach de ésos que te estrujan la mente hasta dejarla como un higo chumbo, lo mismo decoraba mi despacho con un póster tamaño real de la madre de Liza Minelli, mirando al frente y "apapachando" a Totó cual si fuera la virgen de Lourdes. No hay nada como los lugares comunes para convencer al personal de que eres uno de los suyos.
Kansas vendría a ser una metáfora del paraíso, entendiendo por ello, no tanto el lugar de procedencia de cada cual, sino aquel espacio en el que nos sentimos felices y seguros, a salvo de todo mal e inmunes a los problemas y las decepciones. Kansas podría ser una casa, una ciudad o una persona, ya que su definición de amplio espectro hace más referencia al sentimiento que nos produce el algo que al algo en sí.
Por razones muy diversas (algunas de lo más insólitas) suelo ausentarme de Madrid con bastante frecuencia. Y muchas veces, nada más volver, siento el deseo de regresar a Kansas, que no es precisamente el lugar en el que vivo sino otra cosa, al que tampoco podría localizar en un solo punto neurálgico, sino en una sensación determinada que me producen ciertas sitios y también ciertas personas, aunque estas últimas cada vez menos.
Hoy mismo, leía una carta al director en el que un madrileño o madrileña (no recuerdo bien) se quejaba de lo mal que se vive en esta ciudad, donde nos hacen pagar tasas de basura -que suben con impunidad- mientras las calles se encuentran cada vez más intransitables, las cacas de perro se reproducen por doquier y suben las tarifas de las zonas de aparcamiento a capricho invocando no sé qué impuestos para cuidar el medioambiente. Sí, ése mismo que la señora Ana Botella se pasa por el cardado.
Pero Madrid no solo es una ciudad cara y descompuesta, que huele mal y empieza a saber peor, sino que también es una capital entregada a la corrupción, víctima de un desgobierno que alcanzó el poder mediante sobornos y traiciones y que lo ha ejercido siguiendo la misma tónica: creyendo que las voluntades se pueden comprar y que todos debemos rendir pleitesía a unos reyezuelos que fingen hacer con nuestro dinero lo que luego deshacen a nuestras espaldas.
Hoy mismo, todos descubríamos anonadados que, a unos pocos kilómetros de la Puerta del Sol, el Gobierno de ésta nuestra Comunidad, regida por el muy sospechoso Ignacio González, se va a construir un aeropuerto para que los clientes VIP de esa cosa llamada Eurovegas puedan aterrizar cerca de los casinos de sus amores. Desconozco si AENA, el organismo que rige nuestros aeropuertos, está de acuerdo con la ubicación o lo que opina de la futura gestión, pero no me cabe duda de que, si se queja, conseguirán hacerle cambiar de parecer a golpe de maletín. Nos hemos rendido a los sueños tramposos del Ali Babá de turno y ahí seguimos, como el tonto de pueblo viendo por primera vez una peli porno. Lástima que en esta peli a nosotros también nos la van a meter por donde menos lo esperemos. Eso, si antes Adelson y los suyos no se largan con sus promesas e inversiones a otra parte después de que González & friends se hayan hipotecado hasta las cejas en el esfuerzo de convertir el centro de España en el antro del pecado. Por menos de eso, Sodoma y Gomorra se cayeron del cartel de Eurovisión.
Mientras la degradación se palpa, se siente, Ana Botella, con su jardín limpio y la basura recogida, está feliz como una perdiz porque el Comité Olímpico parece que esta vez sí, va a darnos los juegos que tanto ansía el PP. Somos de lo bueno, lo mejor. Lástima que la ciudadanía no esté por la labor y, encima, lo manifieste. Porque sí, señores, parece que a los madrileños en particular, y a los españoles en general, no les acaba de convencer eso de gastarse la indemnización del despido en dejar niquelado el estadio de La Peineta. Rancios, que somos unos rancios. Y, por mucho que Botella y las alegres comadres del PP intentaron disimular durante la visita de quien tanto manda y decide, se ve que el Comité Olímpico notó como un tufillo a descontento en cuanto puso sus pies en los madriles. No le llames desidia cuando quieres decir caca de perro.
Madrid se está convirtiendo en un extraño mundo de Oz, regido por unas brujas de pacotilla y a las órdenes de un mago que promete ser un genio y no sirve ni para hacer hervir el agua. El camino de baldosas amarillas está llenos de baches, obras sin terminar y flyers pisoteados. Y quienes nos pueden ayudar son, en realidad, un atajo de cortos, cobardes e insensibles.
Quiero volver a Kansas.


martes, 25 de junio de 2013

Nos miran

Desconozco por qué nos llevamos las manos a la cabeza cuando un tal Snowden nos cuenta que el gobierno de Estados Unidos espía hasta los posos que dejamos en el café. No logro descubrir cómo es que la comunidad internacional se ha hecho la gran sorprendida ante una realidad que es la que es y la que lleva siendo desde, al menos, la guerra fría.
Hace tiempo comenté en este blog el empeño de los norteamericanos en vigilar todo lo que se menea. Es lógico si pensamos que se trata de un país cuyo ordeno y mando se ha cimentado sobre el terror a lo desconocido y en la percepción casi nula de lo que sucede más allá de sus fronteras. Lo que en la práctica se traduce en una incultura geográfica sin parangón tiene sus efectos colaterales en ese pseudorégimen del terror que hace que muchos norteamericanos vivan atormentados ante la perspectiva incierta de sufrir una invasión extraterrestre, un despliegue de mariachis tocando el guitarrón o un desembarco masivo de habitantes de Matalascañas con ganas de ver Disneyworld. Del mundo árabe no hablamos porque son palabras mayores y pavores arcaicos.
Con este panorama, es lógico que el Tío Sam crea que la mejor manera de tener a sus sobrinos controlados es vigilando lo que hacen, espiando sus llamadas, entrando en sus ordenadores, hackeando sus móviles y hurgando en las bragas de sus novias si procede. En realidad, ese absurdo cuestionario sobre terrorismo y más al que debes contestar si quieres viajar a USA solo es una tapadera: al comprar el billete, e incluso antes, ya lo saben todo sobre ti. No es paranoia, sino la vida misma.
Ni Snowden ni Wikileaks nos han descubierto la cuadratura del círculo contándonos lo que todos imaginábamos. Pero la polémica suscitada me ha recordado la entrevista del año pasado en la que Assange ponía a caer de un burro a Facebook. Es vox populi entre quienes me conocen mi profundo rechazo hacia esta red social en tanto en cuanto me parece una exposición innecesaria de la vida del ser humano. Al parecer, Assange parece estar de acuerdo, pues en su día dijo, y cito textualmente, "Facebook es algo abominable y extremadamente peligroso. Es gente poniendo literalmente millones de horas de trabajo gratuito al servicio de la CIA. Metiendo a todos sus amigos y parientes en una base de datos centralizada para que sea accesible para las agencias estadounidenses. No estoy diciendo que Facebook es la CIA, estoy diciendo que es prácticamente la CIA porque le da acceso al material. Muy, pero que muy peligroso". Ni que lo hubiera dicho una servidora.
Internet se ha convertido en un gran museo en el que todo el mundo puede colgar el cuadro que quiera y cuando quiera, sin controlar quién lo ve ni cuándo lo ve y, sobre todo, qué reacción experimenta al verlo. Con las redes sociales, además, no solo mostramos una obra sino que toda nuestra vida se convierte en un cuadro público en el que, sin medir muy bien las consecuencias, exponemos a nuestros hijos, nuestros amigos, nuestras parejas, nuestros compañeros de trabajo, nuestras ansias, nuestras decepciones, nuestros deseos, nuestros puntos fuertes y también los débiles. Absolutamente todo. En ese sentido, no quiero ni imaginar la mina de oro que puede ser Facebook para el Gran Hermano que todo lo controla: gracias al invento de Mark Zuckerberg, sabe perfectamente quiénes son aquellos con los que nos relacionamos, cuál es nuestro currículum vital y profesional, qué es lo que nos hace felices y qué nos pone tristes. Ninguna novela de espionaje podría dibujar una plataforma más idónea para el control del ciudadano medio.
Sería muy inocente (o muy necio) pensar en Internet como algo privado, una especie de reunión entre amigos a los que solo acuden los conocidos y donde, de vez en cuando, se cuela algún curioso para ponerse tibio a canapés. No calculamos que, detrás de las ventanas o atisbando por la mirilla, puede haber miles de desconocidos tomando notas. Por eso, no dejo de sorprenderme ante la inquietud que causa en la gente el que Estados Unidos pretenda controlarlo absolutamente todo, cuando, en realidad, lo que hacemos diariamente es ponerle nuestros datos más privados en bandeja. ¿Acaso pensamos que Obama es una hermanita de la caridad? ¿Un revolucionario de izquierdas? El espionaje, como el control a través del miedo, es algo que se le supone a cualquier administración norteamericana, sea de la ideología que sea.
Como me dijo una amiga hace ya tiempo: "si no quieres que la gente lo sepa, no lo cuentes". Si se lo cuentas a una sola persona, es bastante probable que ésta se lo diga a una tercera y empiece a rodar la bola de nieve. Si lo cuelgas en Facebook o lo comentas en Twitter, estás permitiendo que todo el mundo tenga acceso a la información. No digo yo que todos vayamos a predicar con el secreto a partir de ahora, pero si normalmente tendemos a medir lo que decimos cara a cara o a quién lo decimos, no entiendo por qué no lo hacemos a la hora de exponerlo (y exponernos) en las redes sociales, más aún teniendo en cuenta que lo publicado permanece inalterable al paso del tiempo.
Supongo que es tarde para pretender que poderes a los que no controlamos hurguen en nuestra basura, pero sí creo que todavía podemos decidir qué basura tiramos, si la separamos en bolsas y en qué contenedor las arrojamos. ¿Que alguien (cualquiera) quiere seguir rebuscando? Al menos, que se manche las manos.




lunes, 24 de junio de 2013

Joga bonito

Si tenemos en cuenta las protestas multitudinarias en las calles de Brasil durante la pasada semana (mitigadas en estos últimos días gracias, sobre todo, al talante negociador del Gobierno) diríase que a los brasileños ya no les gusta aquello que tantas alegrías les dio durante el siglo pasado. En caso contrario, no se explica que jugándose un torneo de fútbol menor, pero internacional, como la Copa de Confederaciones, los nacionales no hayan salido en masa, no ya a apoyar a su selección, sino a tomar calles y plazas dándole patadas a un balón a ritmo de samba. Como en un anuncio de Nike.
Desafortunadamente, la vida se parece poco a los anuncios, sobre todo a los de coches, que no hay por dónde cogerlos, ni por los frenos ni por la junta de la trócola. Del mismo modo, Brasil no solo es ese paraíso de mulatas de culos extraterrestres, gente sonriendo a perpetuidad y una evolución económica y social imparable. La realidad del país resulta mucho más abrupta de lo que nos han querido pintar, y sigue una explicación muy lógica.
Los brasileños han contemplado extasiados como, desde la época de Lula, su país recibía inversiones y subvenciones a troche y moche. Se unían dos factores convergentes, eso a lo que Leire Pajín llamaría "conjunción astral": un líder carismático, con ideología de izquierdas pero afán de diálogo con la derecha, unos deseos innatos de generar riqueza (en un principio se supone que para repartirla y compartirla) y un potencial económico desmesurado, inimaginable para quienes vivimos en una Europa doliente y desgastada. A ello se unía el que la nación salió prácticamente indemne de las crisis económicas que salpicaron el continente, desde el Efecto Tequila en México, hasta el corralito en Argentina, pasando por las hipotecas basura en Estados Unidos. El no estar en condiciones de efectuar grandes inversiones en el extranjero ni crear desproporcionadas burbujas en el propio le sirvió para concentrarse en su propia evolución siendo testigos privilegiados de la involución de los vecinos, algo de lo que no tardaron en sacar provecho.
Brasil, sin embargo, tenía un gran reto que abordar: la disminución de las diferencias sociales que han dibujado una gran masa empobrecida y una clase alta, mínima pero enormemente avariciosa, dueña de esa riqueza ostentosa y prepotente que solo puede entender quien haya pasado un tiempo en América Latina. Lula pretendió abordar el problema y reducir las diferencias entre unos y otros, como lo prometieron quienes mandaron antes que él y la presidenta que vino después. Hoy comprobamos que el desafío no solo no se ha solventado con dignidad, sino que no parece que haya habido mucho afán de enmienda.
El brasileño no es un pueblo muy de salir a la calle. Salvo para celebrar el Carnaval y los triunfos deportivos, es raro ver grandes masas por las avenidas llamando a la acción y la protesta. Sin embargo, esto no quiere decir que los individuos no tengan opiniones y no manifiesten su descontento. Al igual que pasa en Argentina (aunque aquí las manifestaciones sean muy habituales) resulta relativamente sencillo palpar el enfado, la incomodidad e incluso la ira latente en cualquier calle de cualquier ciudad brasileña. Y, como sucede en el boca oreja, el estallido es cuestión de tiempo: el que uno se lo cuente al otro, el otro se ponga de acuerdo con un tercero y las redes sociales echen una manita a todos.
Lo que está ocurriendo en Brasil es digno de estudio en tanto en cuanto está poniendo patas arriba el pilar sobre el que muchos creían que se asentaban la cultura y la vida social del país. Pero no nos engañemos: no es que los brasileños no quieran que se celebre un Mundial ni que su selección no gane trofeos a espuertas; lo que los brasileños desean es que se les permita ver fútbol, que no les cobren precios abusivos por las entradas, que no reviertan las subvenciones en beneficio de los mismos mientras a la ciudadanía se le recortan servicios y se le suben precios, que la gente pueda disfrutar con sus ídolos, que no solo las clases más favorecidas consigan ir a los estadios y que el gobierno tenga la decencia de invertir gran parte de lo que llena sus arcas en educación y sanidad. Nada ilegítimo, desde luego.
Brasil es el país de Pelé, del genio, de la improvisación, de la alegría, del asombro y de la sorpresa. Pero también es el país de Sócrates, aquel jugador enorme en todos los sentidos (medía 1,93) que decía que la cerveza era el mejor psicólogo, que el régimen ideal es el socialismo perfecto "donde todos los hombres tengan los mismos derechos y los mismos deberes" o que no importaba ganar o perder, siempre que fuera en democracia.
Por supuesto que el pueblo brasileño quiere fútbol, pero también quiere pan. Y ahora la pelota está en el campo del gobierno, al que no se le exige que joge bonito sino, simple y llanamente, que juegue limpio.


miércoles, 19 de junio de 2013

Números primos

Esta mañana he estado preguntando por la solución al enigma de la Infanta, las fincas y los notarios, no vaya a ser que el mundo entero haya resuelto la ecuación y yo todavía siga dándoles vueltas a la paradoja de Fermat versión desconcierto de Hacienda. Nadie me ha sabido explicar el por qué el Ministerio que más nos vigila achacó a la Infanta la supuestamente falsa venta de 13 fincas en recónditos parajes de la geografía española por un valor total de 1,4 millones de euros. Más aún cuando en cada venta intervino un registrador y un notario distintos.
Si ya es difícil que a Hacienda se le escape un euro de la declaración de la renta de cualquier español que esté debajo de la corona (conozco a quien ha recibido una carta conminándole al abono de una cantidad incluso inferior), resulta traumático pensar que al organismo que regula nuestros impuestos se le haya hecho la pica un lío atribuyendo ventas por millones de euros a quien dice no saber nada del asunto. No me extraña que los técnicos de Hacienda, los mismos que se curran el pan manejando nuestras actividades monetarias, estén que no dan crédito ante esta explosión de errores (¿o debería decir horrores?) que salpica a las cabezas pensantes de nuestro simpático Ministerio.
Aunque la mayoría de los españoles no tengamos ni idea de sobre qué va el asunto, sí nos resulta extraño que 13 notarios se hayan equivocado. Recordemos que esta figura es una de las de más lustre del clasismo español, por lo que sembrar la duda sobre sus capacidades sería algo así como descubrir que Brad Pitt se ha liado con Carmen de Mairena. Un sinvivir. Más aún cuando en el embrollo están metidos registradores de la propiedad, funcionarios que cobran una pasta gansa por estampar su firma en un vil documento. El que la Infanta aparezca implicada en semejante sainete no hace más que aumentar las sospechas de que la corona española es un nido de cuervos que nos han estado sangrando los ojos durante muchos años.
Porque no sé los demás, pero a mí, la única explicación plausible que se me ocurre, coherente con lo que hemos vivido hasta la fecha, es que unas ventas legítimas hayan sido utilizadas de rondón para justificar por escrito el gasto impropio de una millonada de euros. No sé si el desembolso corresponde a actividades poco honradas de la Infanta, su consorte, su prima de Villaconejos o el mismísimo monarca, pero esta justificación de "nos hemos confundido al poner los datos del DNI" solo puede ser atribuible a la confusión con alguna otra identificación de la real familia, la única que tiene documentos de dos dígitos.
No es de extrañar que, según una encuesta de hoy mismo, un considerable número de españoles opine de sus compatriotas que son muy poco de fiar e incluso unos corruptos de manual. Reconozco que yo soy desconfiada de serie y no me ayuda el que, en ocasiones, haya depositado mi fe en personas que luego me la metieron doblada. No es que no viera venir el envite, pero una cosa es verlo y otra querer reconocerlo. Así hemos vivido todos durante mucho tiempo: sabíamos que el de enfrente trincaba mientras trepaba y mirábamos para otro lado esperando secretamente que alguien llegara y nos ofreciera un escalón para subir más alto. El tiempo ha pasado, nadie ha venido y estamos infinitamente cabreados porque comprobamos que éramos los tontos del pueblo, los muy imbéciles que jamás hicieron trampas en la declaración de la Renta, cobraron sobresueldos o utilizaron una ONG como tapadera de su enriquecimiento ilícito.
Sinceramente, no creo que llegue a entender jamás del todo lo que ha ocurrido con las fincas de la Infanta, principalmente porque hay quien no quiere que lo comprendamos, empezando por el Ministro de Hacienda, un Cristóbal Montoro que en estos momentos estará deseando darle al orujo como si no hubiera un mañana. Menudo papel le ha tocado desempeñar en este culebrón. Imagino al juez Castro cubriendo las paredes de su despacho con las fotos de fotomatón de los implicados en el caso Urdangarín y aledaños, fincas incluidas. Va a tener que pedir un adosado para poder colocar tanta jeta.
A todo esto, mientras algunos se reparten las fincas y se tapan unos a otros para que no veamos la porquería que esconden tras la alfombra (turca), el FMI, siempre tan responsable y progresista, recomienda al gobierno español que baje los salarios y de un paso más hacia el despido libre. Pa'habernos matao. Con lo que le gusta a Rajoy y los suyos apretarnos las tuercas, dentro de poco en este país solo quedarán los jefes. Y ya sabemos los competentes que son cuando no tienen obreros a quiénes echarles las culpas de los desaguisados.
Menos mal que siempre estará Hacienda, la Infanta y sus insignes colegas para comprar, vender y estimular el consumo, más propio que ajeno. Ellos a hacer números y a nosotros, a lo que mejor se nos da: ejercer de primos.



martes, 18 de junio de 2013

Pasión turca

Sé muy poco sobre Turquía. Al margen de detalles de su historia, su influencia en las naciones limítrofes y sus rivalidades deportivas con los vecinos, la verdad es que mi conocimiento del país no pasaría ningún casting para un concurso de ésos de saber mucho y ganar poco. Mi desconocimiento me lleva a reconocer incluso que jamás leí el libro La pasión turca, de Antonio Gala, ni vi la película, que tantas alegrías dio a una determinada generación de mujeres españolas. Se ve que no era la mía.
Pero estos días es imposible desconectarse de la cosa turca, como lo es ignorar la cosa siria o la cosa estadounidense entendiendo por ello la manía de la administración norteamericana de hurgar en nuestras bolsas de basura. Los turcos, con permiso de los brasileños, que están ahí ahí, han heredado el título de indignados que con tanto orgullo paseamos los españoles hace dos años. Ellos también acampan, también protestan pero, a diferencia de los simpatizantes y practicantes del 15M, son mucho más castigados por ello.
Si hubiera que poner ahora mismo un ejemplo de mala gestión de una crisis social, todos miraríamos a Turquía y la situaríamos, sin dudarlo, a la cabeza del top ten de desastres. En ese sentido, el gobierno brasileño ha hilado mucho más fino a la hora de reaccionar a las protestas de la población con un "todo el mundo está en su derecho de manifestarse"(toma nota, Cifuentes). Otra cosa es que les guste oír gritos en contra, que seguro que no.
Recordemos que, en un principio, las protestas turcas nacieron para evitar la construcción de un centro comercial en el parque Gezi, algo que debe poner a la población de los nervios, y que nadie me pregunte por qué. En realidad, imagino que lo del Mercadona otomano fue una excusa para canalizar el hartazgo de una población ante su gobierno, al que muchos tachan de autoritario y dictatorial. Tampoco es que Erdogan, Primer Ministro de la nación y líder de un partido que se escuda en el pomposo nombre de Justicia y Desarrollo, haya puesto mucho de su parte para demostrarnos lo contrario. Su empeño en desalojar una y otra vez y de muy malos modo la plaza Taskim (núcleo de la indignación turca) y sus ansias por lanzar gases lacrimógenos incluso en sitios cerrados no dejan entrever una mínima voluntad de entendimiento.
Cuando cualquiera de nosotros sabe que no tiene razón pero no quiere dar su brazo a torcer, solo ataca. Y cuando uno no tiene soluciones y es tan inseguro como para creer que una derrota a tiempo no es  una victoria sino una pérdida infinita, se muestra absolutamente contrario a cualquier forma de diálogo. Para Erdogan, la negociación es un fracaso en tanto en cuanto los otros siempre serán los malos que le quieren poner en evidencia y hacerle caer, por lo que solo merecen pagar por ello. En esto me recuerda mucho a Aznar (el Cid "emperador", según las Nuevas Generaciones de su partido), otro ser incapacitado para la negociación, como demostró en sus tiempos grises de La Moncloa.
En mi opinión, Erdogan sabe que no le asiste la razón, y que con su comportamiento está justificando las protestas que intenta combatir de la peor forma posible. Pero Turquía no es precisamente un páramo de tranquilidad, sino una nación en continua efervescencia dormida, con corrientes europeístas, islamistas etc, moviéndose no tan sigilosamente en las cloacas de la administración y el parlamento. No creo que sea fácil conciliar ciertas posiciones en un país cuya sola situación en el mapa indica la predisposición a padecer cruentas guerras ideológicas.
Pero si todo esto es tan evidente, resulta ingenuo pensar que Erdogan combate la violencia con la violencia movido solo por su ingenuidad y nula capacidad política. El gobierno turco no es únicamente Erdogan y el autoritarismo manifiesto no solo lo practica uno, al igual que la indignación no bebe de una única fuente. Lo que resulta impensable es que no se busque una solución política (entendiendo por política su primigenio sentido de gestión de la cosa pública) y que se llegue a un punto en el que el estallido resulte incontrolable. Ahora mismo, esta situación es una mera hipótesis, pero va siendo hora de que la comunidad internacional piense a quién beneficia la violencia en Turquía y, más concretamente, quién puede sacar rédito social, político y económico de lo que está ocurriendo. Yo ya me estoy haciendo una idea y, sinceramente, no ha tenido que venir Edward Snowden a deslumbrarme con la cuadratura del círculo.
Por cierto, lo que ha empezado a ocurrir en Brasil, con la gente tomando las calles como forma de protesta, hace buena mi teoría de que esta burbuja en la que han vivido durante los últimos años y la forma insensata de gestionar las inversiones y préstamos exteriores va a acabar por pasarles factura. Es posible que el país esté dejando escapar su oportunidad de oro para convertirse en el gran capitán del buque latinoamericano y en su prosperidad haya mucho más de espejismo que de realidad, con una corrupción latente, una obscena acumulación de riqueza por parte de pocos y un empobrecimiento trágico por parte de los mismos. Las promesas del sindicalista Lula convertidas en pesadilla. Salvando el ornamento, los materiales y las texturas, ya tenemos un inmenso espejo en el que mirarnos. Apasionante.


lunes, 17 de junio de 2013

Sobreviviré... o no

En mi anterior post hablaba de la supervivencia y del camelo que suponen algunos shows televisivos que intentan hacer pasar por héroes a quienes no son más que tipos listos en busca de gloria.  No voy a ser yo quien diga que no están en su derecho: todo el mundo puede y debe buscar la mejor forma de ganarse la vida aunque sea un fake. Ahí están si no los alegres chicos y chicas del pressing catch, deporte en la cumbre donde los haya y en el que la ficción no se parece a la realidad ni por casualidad.
Pero sí hay historias extrañas y extravagantes, de ésas que conmueven al respetable hasta el punto de inmortalizar héroes sobre bases, por decirlo así, paradójicas. Uno de los ejemplos más populares es el de Christopher McCandless, el protagonista del libro Into the Wild (Hacia rutas salvajes), de Jon Krakauer, llevado al cine con relativo éxito por Sean Penn en la película del mismo título.
A estas alturas de la historia, desconozco si McCandless fue un héroe de los 90 o un lunático, pero me preocupa que algunos lo vean como un ejemplo a seguir. Partiendo de la base de que la mayoría de nosotros no somos ejemplo de nada, un tipo que, según se barrunta, tras desencantarse del sistema se va a vivir la aventura en soledad, en los más agrestes parajes, hasta el punto de dejarse morir por mala planificación o una casi pérfida interpretación de la socialización, me parece, por encima de todo, cuestionable. Ya sé que el libro lo plantea como una especie de superhéroe de izquierdas y la película sigue una senda muy similar, llena de poesía y poblada de personajes matizados sino directamente imaginados. Reconozco que, cuando uno se sumerge en la historia, le entran unas ganas terribles de mandarlo todo a la porra y lanzarse a campo abierto a vivir en comunión con la naturaleza. Lo que ocurre es que a la naturaleza, en ocasiones, no le apetece vivir en comunión con nosotros y se empeña en llevar la contraria a todos aquellos que, haciendo gala de un sentido de la inmortalidad muy adolescente, se baten en duelo con la vida.
La historia de Christopher McCandless es conmovedora, sobre todo porque presumimos que se trata de un hombre con una inteligencia nada despreciable (era licenciado en Historia y Antropología) y que tomó una decisión muy meditada, aunque yo hubiera seguido su planteamiento inicial (tomar rumbo a México, a climas más cálidos) en lugar de sumergirme en un clima y paraje inhóspito al que es muy difícil controlar. Si contemplamos su trayectoria vital desde diferentes perspectivas, este personaje, que en el cine encarnó Emile Hirsch, puede ser desde un ingenuo hasta un ser sobrenatural, pasando por todos los matices que llega a tener el comportamiento y la inteligencia humana.
De hecho, aunque Christopher sea el ídolo de numerosos adolescentes norteamericanos (y no solo ellos) llama la atención ese bonito fin que le quiso dar su biógrafo Krakauer, insistiendo en que el deceso del héroe no se debió a su cuestionable habilidad para sobrevivir y las numerosas tonterías que perpetró los días previos a su muerte, sino a la ingestión de unas plantas venenosas. Tiempo después de que la autopsia demostrara lo contrario, y aunque quedó comprobado que el finado pesaba 30 kilos por su incapacidad para procurarse alimento, Krakauer volvió a insistir en que las causantes de la muerte no habían sido plantas venenosas, pero sí un tipo de hongo muy peculiar. A estas alturas, los resultados de la autopsia de Christopher McCandless siguen siendo la mosca cojonera en este empeño de llevarlo a los altares.
Historias como la de Christopher hay bastantes (por ejemplo la del surfista Jay Moriarty y su triste final), pero, insisto, lo más preocupante no es su grado de fabulación sino el afán de imitación al que pueden dar lugar. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Lee Cutler, uno de los desaparecidos más célebres de los Estados Unidos. El chaval (18 años), un tipo agradable, simpático y amigo de sus amigos, se evaporó una mañana de 2007 camino del trabajo. Se había llevado dinero y su coche. Días más tardes se encontró el vehículo y parte de sus pertenencias en las orillas de un río, en una zona boscosa. Entre lo hallado, una mochila, mantas... y un ejemplar de Into the Wild, la novela de Jon Krakeur. Aunque su madre haya negado cualquier conexión entre ambos, lo cierto es que Lee era popular entre sus amigos por sus continuos viajes a parajes naturales, su interés en la observación de animales y su carácter idealista. Fue una desaparición tan extraña como meditada (dejó una nota a su madre que puede llevar a diferentes interpretaciones) que aún hoy sigue trayendo de cabeza a la familia, las autoridades y los amigos, quienes se debaten entre un posible suicidio o un "McCandless", una evasión de la realidad para comulgar con la naturaleza y esperar que ella no te excomulgue a ti. De momento, no hay rastro de Lee.
Todos interpretamos a la gente conforme a su actitud hacia nosotros. Por eso clasificamos a las personas cercanas como buenas o malas, no porque no sean ambas cosas, sino porque las percibimos conforme al comportamiento que más nos afecta y emitimos el juicio pertinente. Si las viéramos desde otra perspectiva, tal vez los buenos nos serían tan buenos ni los malos tan malos. Recuerdo que un profesor que tuve me dijo que uno no puede nunca entender la historia si solo observa un aspecto o una perspectiva de la misma; resulta fundamental verla desde todos los prismas posibles, aunque no nos gusten ni nos parezcan aceptables. Es posible que se llegue a la misma conclusión, pero también es deseable dejar que la vida te sorprenda y, quizás, te conduzca a realidades que no habías contemplado y lugares insospechados. O hacia rutas salvajes.
Dejo una de las canciones más hermosas de la película. Una auténtica joya de la mano del maestro Eddie Vedder que nunca me cansaré de escuchar: Guaranteed.


miércoles, 12 de junio de 2013

Sobreviviré

El año pasado realicé un cursillo acelerado de supervivencia en los montes de Escocia. No estuve sola: me acompañó un profesor (el MacGyver de turno) y otros dos alumnos con dispar interés, una Barbie irlandesa y un hombretón danés. Ya sé que eso de "érase una vez una española, una irlandesa y un danés" suena a chiste malo, pero tampoco es para hacer risa de la multiculturalidad en condiciones precarias.
He de reconocer que aprendí algo. Por ejemplo, que hay determinadas plantas que, si las consumes en bruto, te pueden producir un ataque fulminante al corazón. También que las ortigas así, en crudo, recolectadas con las manos y llevadas a la boca, no están tan malas. Lo digo porque las recogí y me las comí y todavía estoy aquí, tecleando el ordenador con los dedos en lugar de con muñones. Lógicamente, el profesor nos enseñó a improvisar un reloj de sol, encender fuego y cocinarnos nuestra pesca, momento en el que la irlandesa se dio de baja ante la imposibilidad vital de sacar las tripas a un salmón. Imagino que le iba más el sushi que el maki. O algo.
He de reconocer que me lo pasé estupendamente trotando por los montes escoceses e imaginando lo que podría hacer en caso de tener un día malo, tirando a horroroso, y andar perdida por parajes agrestes a la par que bucólicos. Aun así, reconozco que la experiencia fue un poco de aquella manera en tanto en cuanto tuvimos a un equipo de la BBC grabando todos y cada uno de nuestros pasos. Y eso, amigos, le quita gran parte de emoción al invento. Entre el cámara que refleja todos tus gestos, el técnico de sonido y el señor con cascos que te va haciendo preguntas a medida que cubres etapas, la verdad es que te da la impresión de estar más en un reality que en un curso acelerado de supervivencia. Además, para mi vergüenza y deshonor, he de reconocer que el presentador de la BBC, entre interrogación y duda ("España mal, ¿no?"), me ayudó a prender el fuego, porque, si me deja sola, lo mismo no llegamos a completar el minutado y una aparece como la sureña torpe que no es capaz de sacar partido de la hojarasca húmeda en caso de flagrante necesidad. Una pequeña trampa en aras del espectáculo.
Puedo prometer y prometo que no sabía que iba a ser grabada hasta llegar al lugar de autos, momento en que me entró la congoja y pensé en lo bien acompañados que están los supervivientes de manual que ocupan las horas de ciertos canales televisivos. Porque una cosa es ser un incauto perdido en la nada y otra muy distinta ser un incauto perdido en la nada con un cámara y un técnico de sonido al lado, ambos cargados con sendos teléfonos móviles o, en el peor de los casos, vía satélite.
Cuando veo ese programa-tongo de El último superviviente, me pongo entre mala y peor, porque una cosa es tener que arreglártelas en un ambiente hostil y otra fingir que lo haces. De hecho, ni la compañía, ni las tomas del cámara, ni la propia actuación del superviviente en cuestión demuestra que el tipo corre mayor peligro que no sea el de perder las llaves del hotel y tener que rebajarse a pedir una copia en recepción sin que se entere el turista de al lado. En este sentido, las escenas más mentecatas que he tenido la desdicha de completar han sido protagonizadas por un matrimonio de kamikazes que recorren el mundo tomándonos por idiotas y a ellos por lelos.
Desconozco el nombre del show porque solo lo he visto una vez, pero sé que sus estrellas son un matrimonio de "héroes", él un curtido marine y ella una periodista que va de rubia y torpe, aunque su físico musculado indica que ya ha vivido muchas milis. En el episodio que yo tuve el mal gusto de contemplar se les ocurre dar un paseo en barca, con tan mala suerte de que les falla el motor en medio de la nada. Eso sí, con el cámara, el técnico de sonido e imagino que el maquillador y el peluquero en el bote de al lado sin perder ripio. Como es de prever (basta con ver un episodio de CSI Miami para averiguar lo que sucederá a continuación), en la barca encuentran lo mínimo para sobrevivir: una lona, agua etc. También, como es lógico, a uno de los dos le entra un siroco, lo que obliga al otro a improvisar un cursillo de supervivencia para niños de primaria en la que al menos aprendí algo: la cantidad de agua de mar que se puede mezclar con agua potable para no palmarla mientras esperas que venga a rescatarte un tipo con camiseta ajustada de tirantes y barba de tres días. Reconozco que dejé el episodio a la mitad, porque el final era previsible: la parejita feliz sobrevive a la experiencia aprendiendo un mogollón y con unas ganas locas de largarse a las selvas de Bormeo o a los glaciares de Groenlandia para pasárselo teta mientras se les encasquilla la escopeta o les falla la junta de la trócola del quitanieves. Un no parar de vivir emociones a montones.
Me fastidia que esto de la supervivencia se tome como un cachondeo. De ahí los finales infelices de los que hablaré en la próxima entrada (por una vez que lo he planeado, que nadie me quite la ilusión). Pero esto de sobrevivir, más que un espectáculo, es un esfuerzo ímprobo, de carácter y de fe, en la mayoría de los casos vivido en solitario. Sobrevivir de cara a la galería es dar espectáculo, que no es poco, pero muy distinto a la cruda realidad. Por ello, que a nadie le extrañe que en ocasiones sienta más respeto por Antxon Gudari, el último superviviente vasco caracterizado en Vaya semanita ("me he bañado en la ría de Bilbao; he comido pintxos gratis en Donostia; he conseguido no perderme en las rotondas de Victoria") que por alguno de sus alter egos televisivos que van de estupendos y no hay neurona que les aguante el tipo.
Por cierto, aprovecho para soltar un vídeo de Duncan Chisholm, un músico al que conocí en la orilla de un lago escocés. Cuando empezamos a hablar resultó que amaba tanto mi tierra como yo la suya. Además de su música, he de agradecerle que me haya dado a conocer el mejor whisky que he probado en mi vida. ¡A tu salud!




martes, 11 de junio de 2013

Madrid me mata

Hoy mismo, Cristina Cifuentes, delegada del gobierno en Madrid y presumible candidata a la alcaldía de la capital, ha vuelto a declarar que ella no va a ser la futura alcaldesa a no ser que la obliguen a presentarse. Espero, por su bien, que esa señora que ve nazis y terroristas donde nosotros solo vemos paisanos con gorra y señoras con paraguas, no se refiera a chantajes de los chungos, como que le escondan el Telva o le nieguen el tinte, no vayamos a montarla sin ni siquiera haber sacado las piezas.
Viendo la negativa de Cifuentes, y tal como se han sucedido los acontecimientos y declaraciones en las filas de los populares, tendría que acontecer una hecatombe para que esta señora no se presentara a la alcaldía de Madrid. Además, hay que admitir que la delegada entra en el perfil de personajes que la alta política factura con destino al km. O: desde el gran aficionado al género chico que era Álvarez del Manzano hasta la señora de Aznar, pasado por el faraón Gallardón, la orla de la alcaldía no desentonaría en el Museo Ripley Esto es increíble. Lástima que quienes les hemos sufrido sabemos que es posible, viable y completamente factible.
En los mentideros de la villa y corte se comenta que a Rajoy Ana Botella, esa señora que ve peras y manzanas donde nosotros vemos higos y brevas, no le gusta ni un pelo. Quizás sea por su consorte, un individuo de tan mal perder como cuestionable volver, pero también es posible que sea por ella misma, por su escasa entidad política, su nula disposición a resolver conflictos, sus discursos disparatados y su colección de asesores, a cada cual menos capacitado para el puesto que ocupa. Ante el propósito de que Ana Botella no repita en las listas (recordemos que nadie la ha elegido), el PP, siguiendo con la tónica iniciada por el PSOE, no está dispuesto a regalarle Madrid a ningún animal político ni, mucho menos, a un gestor competente, no vaya a ser que lo haga bien y se postule para presidente del gobierno de ésta su España. En contrapartida, las quinielas se decantan por un plantel femenino de primer orden, entendiendo por orden aquel por el que velaba el ama de llaves de la película Rebeca. Entre las nominadas para entrar en la casa, además de Botella y Cifuentes, están Esperanza Aguirre, inasequible al desaliento y al desencanto, y Ana Mato, la reina del confeti, la inocente chica Disney que no sabía que los malos le costeaban su fulgurante ascenso a las más altas cotas de la nada.
Sinceramente, no sé qué sarta de pecados hemos cometido los habitantes de Madrid para que la vida nos regale semejantes alcaldes. Mientras otras capitales presumen de tener dirigentes con cultura, con idiomas y con un apoyo popular de los que da gloria verlos, nosotros parimos criaturas a las que, si hay suerte, pocos meses después de su toma de posesión perseguirá un señor disfrazado de rinoceronte o catedral gótica para recordarle lo mucho que debe y lo poco que hace. Sus minutos de gloria se reducirán a esas festivas algaradas y a las meteduras de pata cuando una autoridad de las de mucho tronío se acerque por Madrid para saludar a sus gobernantes y comprobar de primera carcajada si los chistes que le contaban sobre tales personajes se corresponden con la realidad o son mera coincidencia.
Sea lo que sea lo que hemos hecho, no nos merecemos semejante cruel destino. Es incomprensible que siempre, siempre, los grandes partidos intenten colarnos a lo peor de cada casa, a aquella mosca cojonera que se quieren quitar de en medio cargo mediante. La capital de España está hecha una pena, y apostaría algo a que no somos los ciudadanos las que la hacemos difícil, sino sus gobernantes, que la convierten en imposible, mustia y hasta desagradable.
Quizás, cuando alguien algún día nos muestre cierto respeto como sociedad y como ciudadanos, empecemos a recuperar esa dignidad que se nos perdió entre las obras del Metro y las de Madrid Río, allá donde Gallardón buscaba el tesoro al final del arco iris. Mientras, continuaremos obligados a ver cómo se negocia a la baja el vecino Eurovegas y cómo las formaciones políticas se baten en duelo para llevarse todas las comisiones de las Olimpiadas que no llegan. Parafraseando a aquella película de Juan Antonio Muñoz, ¡ja se maaten!


lunes, 10 de junio de 2013

Ni frío ni calor

El otro día, durante una charla con una colega, coincidíamos en al menos una cosa: no sé si será por la edad, porque la vida da muchas vueltas o porque la Ramona es la más gorda de las mozas de mi pueblo, pero el caso es que cada vez soportamos menos a las personas tibias. Por lo que a mí respecta, antes iba sobrellevando como podía la indecisión, la falta de compromiso, la alergia a posicionarse, a tomar medidas que a uno le convierten en impopular; ahora mismo, prefiero mil veces a alguien que tenga muy claro dónde colocarse, aunque sean enfrente, que a otro que siga ahí, cual florero en medio de la calle, intentando contentar a los de la izquierda y a los de la derecha, a los de arriba y a los de abajo sin terminar nunca de decidirse.
Está claro que la tibieza es un chollo sobrevenido. Y lo es porque, en su empeño de no ver, el tibio no se percata de sus defectos. A fuerza de negarse a analizar la realidad y oyendo solo lo que le conviene oír, la persona incapaz de decantarse hace ímprobos esfuerzos por ser feliz tal como es y está, en esa calle de en medio del que es dificilísimo sacarle. De tanto empeño que ha puesto en acallar las voces de su conciencia que le están diciendo que tal vez lo suyo no es muy normal, se ha instalado en un cómodo espacio donde no alberga ningún sentimiento de culpa por su comportamiento; es más, considera que ahí donde se encuentra, permanece firmemente anclado en las arenas movedizas en las que ha enterrado sus pilares. El tibio, a fuerza de auparse en la comodidad y no hacer movimientos bruscos, ha conseguido desechar todo aquello que le molesta, que le dice que en realidad lo suyo no es lo adecuado y que, a poco que le mire a los ojos, pondrá en peligro su autoestima y le obligará a afrontar los problemas que no quiere ni rozar.
Un tibio evitará posicionarse para no ser acusado ni perseguido por razón de sus afectos o su ideología. Ello no quiere decir que no sienta ni padezca, sino que opta por no hacer sus pensamientos demasiado públicos para no tener que gestionar emociones ni dar explicaciones que, tal vez, le pondrían en un lugar en el que nunca ha estado ni se le espera. Piensa que el posicionarse o tomar partido pagaría un precio muy alto, quizás el desapego del grupo, el desaire de alguien que le importa ( a lo mejor no en el aspecto de los sentimientos, sino en el práctico de "me importas porque quiero algo de ti o porque tengo miedo de lo que puedas hacerme si me aparto de tu lado") o, incluso, algún desplante laboral. Al tibio le gusta la ética tibia, las historias tibias y las charlas despreocupadas, que en ningún momento le apunten directamente: ya tiene bastante él con su día a día como para aguantar las tontadas ajenas. De los dedos acusadores ni hablamos. El tibio no va a reconocer sus errores porque eso le obligaría a mirarse a sí mismo y descubrir que, en el fondo, hay muchas cosas en su interior que no le gustan.
Un individuo tibio interpretará la realidad a su propia conveniencia. No se molestará en ponerse en el lugar de otros porque no quiere ver lo que otros ven. Eso sí, te dirá siempre lo que quieras oír, te alegrará lo oreja con discursos entregados y bellas palabras a los que, probablemente, jamás acompañará con hechos y, mucho menos, puñetazos sobre la mesa. Le costará llamar a las cosas por su nombre, poner calificativos a sus sentimientos o emociones porque, tal vez, se comprometería demasiado y vaya usted a saber si eso le obligaría a dar un paso al frente. Para él, a continuación siempre se abriría un abismo.
Una persona tibia gustará de entrada porque nunca intentará imponerse; hará denodados esfuerzos por llevar una convivencia pacífica que evite los conflictos. No lo hará, desde luego, ni por amor ni por respeto a su prójimo sino solo y únicamente por él mismo, porque en el fondo los demás no le importan tanto como un incauto podría creer. La estrella de su universo es él, un astro de color gris marengo, siembre buscando la protección del lado oscuro de la luna.
En realidad, y esto debo admitirlo aunque me cueste, mi concepto de la tibieza tiene mucho que ver con la del cristianismo, que la critica, al menos, tanto como yo. Es lógico: durante los primeros albores de la cristiandad, comulgar con su credo era una revolución y se necesitaban muchas agallas para posicionarse. Obviamente, la Biblia hacía un llamamiento a hombres y mujeres valientes capaces de ir de la mano de la fe sin temor a lo que los demás pudieran hacer o decir. Y también coincido con el cristianismo en que la tibieza es pan para hoy y hambre para mañana. El tibio vive instaurado en una calma chicha, absorto en su propio mundo tranquilo, en el que no sabe porque no quiere saber, reviviendo el bucle de una rutina infinita. Hasta que un día se de cuenta de que le falta algo, que ha dejado demasiadas cosas por el camino. Y es entonces cuando deba enfrentarse, no solo a sí mismo, sino todo aquello que desechó y a lo que no supo ni cuidar ni respetar.
La tibieza no es ningún chollo sino todo lo contrario: una trampa, una enorme farsa en la que, más tarde o más temprano, serás descubierto. Y cuando te veas obligado a quitarte la máscara, quizás descubras que es tarde para cambiar lo que hay debajo. Lo peor: te darás cuenta de que los demás siempre han visto lo que tú nunca has querido ver.


sábado, 8 de junio de 2013

Swug

Nunca había oído este término hasta ayer, supongo que porque de los tiempos de Colegio Mayor y jolgorios universitarios ya solo me quedan los ecos (y alguna que otra resaca) o porque se trata un término demasiado norteamericano como para no ser solamente una etiqueta de las que pasan de moda en cuanto se impone la siguiente.
El mundo anglosajón es experto en compartimentar a hombres y mujeres según su sexualidad, su físico, su grupo social etc, etc. La habilidad de la que hacen gala para parir vocablos que, al rato, todo el universo adapta en pins y camisetas, es digna de estudio. Swug no es más que uno de esos palabros, aunque en esta ocasión nos refiramos a una cosa de chicas y el debate parezca circunscribirse únicamente al ámbito femenino.
Las siglas (Senior Washed Up Girl) hacen referencia a esas universitarias de la Ivy League que, en los últimos años de carrera, han decidido pasar de los tíos, hacer botellón con sus amigas e ir a comprar el donuts del desayuno sin pintar y casi sin peinar. Las chicas de las Fraternidades, a las que las películas han retratado como una panda de marisabidillas candidatas seguras a mil operaciones de cirugía estética, sacan el rodillo del cajón y dicen hasta aquí hemos llegado.
Hace algunos años (no tanto) en ciertas Facultades consideradas masculinas todavía se pensaba que muchas de las jóvenes que se matriculaban lo hacían para encontrar marido. Obviamente, aunque solo fuera por términos de porcentajes, la mayoría se emparejaron con machos alfa de su clase. Hablo, por supuesto, de carreras como Aeronáutica, Caminos o Telecomunicaciones, llenas de testosterona aplicada al conocimiento científico. Afortunadamente, hoy la cosa está más equilibrada y aquellas recomendaciones tan poco feminista de "hazte enfermera porque así podrás casarte con un médico" (un dicho que las abuelas también aplicaban a las azafatas de altos vuelos), han caído en desgracia. Tal vez porque ni el médico, ni el arquitecto, ni el ingeniero de Caminos tienen asegurado el pan para mantener a la familia.
Volviendo a las Swug, no creo que se trate de un conato femenino de rebeldía, sino de un actitud lógica. En los últimos años de universidad, tras beberse hasta el agua de los floreros, tener sexo con quien le apetezca y saberse de memoria el decálogo de las mejores fiestas, las chicas tienen que plantearse que van a salir a la jungla laboral y que sus compañeros varones están como ellas, a verlas venir. Ahora, la prioridad no es retozar por el campus y meterse mano en el cine al aire libre: ahora toca pelear, apurar las calificaciones del expediente y plantear estrategias. Lo peor del término es que algunas y algunos lo han querido equiparar con solteronas que no consiguen pareja y que, aburridas de la vida, deciden tirar su atractivo por la borda. No creo que sea así: ha llegado el momento de entrar en las trincheras, revolverse en el barro y prepararse para la batalla. Después ya vendrán los galones, los laureles y el uniforme "de bonito".
A esto hay que añadirle que las mujeres, en momentos de crisis, somos muy gregarias y tendemos a creer que solo otras mujeres nos pueden entender. Esto no siempre acaba siendo así, pero es cierto que resultará mucho más probable que una mujer se ponga en tu lugar que que lo haga un hombre. Es lógico que, en determinados momentos de su vida, una chica prefiera la compañía femenina y los rollos esporádicos con hombres cuando las ganas aprietan al hecho de salir a buscar una pareja estable. Me parece una actitud respetable y comprensible.
Por otro lado, reconozco mi profunda admiración por cualquier individuo que sea capaz de romper la disciplina de grupo siguiendo sus propios criterios fundamentados. Adoro a los espíritus libres, ese tipo de personas que, superponiéndose al posible rechazo, deciden actuar por cuenta propia, cual llaneros solitarios, y no obligados por unas circunstancias de ida y vuelta, sino por un convencimiento profundo. Amo a quienes, cuando el grupo ataca a algo o a alguien que les duele, se enfrentan al sentir general con la cabeza bien alta y las ideas muy claras. Sin mis héroes en zapatillas, a los que entrego mi admiración y mi respeto.
Que haya chicas en las cuadriculadas universidades norteamericanas que se líen el expediente a la cabeza y decidan tirar por la calle del medio, me parece normal y deseable. Por Dios, que no son damas decimonónicas ni Penélopes encerradas preparando oposiciones mientras su Ulises está de Erasmus en la playa de Copacabana... Ponerles un término es como colocar puertas al campo en tanto en cuanto se trata de una etapa vital en la que deben afilar armas. El problema es que mientras sigan triunfando lo metrosexuales, retrosexuales, nerds, geeks, frikies etc, etc las swug seguirán rozando peligrosamente la caricatura de solterona en bata y rulos, convertidas en un nuevo añadido pintoresco para calificar a los individuos que salen en los programas de la tele. Otro más.


miércoles, 5 de junio de 2013

Doble rasero

Me he quedado un poquito conmocionada con ese grito en el cielo que han pegado todos a una los israelíes, tras ver a algunas de sus soldados mujeres posando en ropa interior como si se tratara de opositar a conejitas Playboy en lugar de a rudas guerreras que lo dan todo por Yahveh y la patria. Bueno, bien pensado, lo de darlo todo quizás tenga para ellas otros matices que linden más con el reggaeton que con la oración prescrita.
Lo que a mí me recuerda una absurda travesura de Colegio Mayor o una de las muchas tontadas que se hacían en la mili cuando la había, a los ciudadanos de Israel le parece una falta de respeto de proporciones bíblicas. Supongo que la ofensa está más en el ojo del que mira que del que es mirado, en esta ocasión unas chicas que quisieron probar a lucirse ante cámaras ajenas, una costumbre muy de moda hoy en día. No voy a ser yo quien diga que deben taparse cual monjas benedictinas, más aún teniendo en cuenta que las mozas rondan los 18 años y están en el momento ideal para despertar suspiros y levantar armas. Ya no digo poner firmes a sus compañeros, porque seguro que más de uno andará todavía con el mástil enhiesto, listo para ser revisado.
Sin embargo, hay en todo este asunto un trasfondo penoso que afecta al pueblo israelí aunque no solo a él: mientras ven algo pecaminoso y censurable en el desnudo de las servidoras del pueblo, no tienen nada que objetar al asesinato masivo de palestinos. Es decir, que mientras critican una acción que no hace daño a nadie sino que probablemente provoque más alegrías que decepciones, ven como algo normal y hasta necesario la caza al hombre, más aún cuando el resultado es de masacre.
Hace tiempo, en el años 2000 concretamente, el mundo entero asistió consternado al horroroso espectáculo del acoso a un niño palestino, Mohamed Al-Dura. El chaval se refugiaba en una acera de los bombardeos israelíes. Al lado, su padre, angustiado y aterrado, intentaba proteger a Mohamed con su cuerpo, inútil labor, porque el niño acabó muriendo. 13 años después, el gobierno israelí, tal vez un poco abochornado ante tanta crítica internacional, en lugar de quedarse con el perdón que un día pidió a la familia del menor, insiste en que la criatura está viva y coleando y que todo fue una trama urdida para desprestigiar a Israel, en la que ejerció de coprotagonista necesario el cámara francés que pasaba por ahí y grabó las imágenes.
O sea que, si nos hemos enterado bien, el gobierno Israel saca pecho y acusa, ya no a los palestinos, que son el demonio en la tierra prometida, sino a la televisión francesa, de lo malo lo peor, empeñados en ponerles trampas y hacerles pasar por vulgares asesinos de inocentes. No me extrañaría que el presidente sirio esté ahora mismo tomando notas para justificar sus desvaríos. A todo esto, el padre de Mohamed se ha puesto farruco y ha dicho que él no tiene problema alguno en exhumar los restos de su hijo si así lo solicita una comisión de investigación internacional. Pero, claro, el gobierno israelí no está nada dispuesto a pasar por el aro, no vaya a ser que se descubran cosas que, a lo mejor, le hacen un poco de pupa. No en la moral de las tropas, que con las fotos de sus compañeras seguro se han venido arriba, sino en la reputación de Israel como nación moderna que solo se defiende cuando la atacan y cuyas incursiones en Gaza son unos meros paseos turísticos para probar la deliciosa baklava y el té moro. Los palestinos, que van provocando.
Nunca dejará de sorprenderme lo tolerantes que somos los humanos con la violencia y lo mucho que nos molesta el sexo, sobre todo si es ajeno y no podemos catarlo. Estamos dispuestos a dejar que nuestros hijos vean La jungla de cristal hasta sabérsela de memoria, pero nos escuece que contemplen una teta o a una pareja en plena jarana. A lo mejor creemos imposible que, tras recrearse en una de tiros, nuestros churumbeles salgan a la calle disparando a dar, pero encontramos perfectamente probable que, al salir al ascensor, le metan mano a la vecina del quinto e intenten hacerle un bombo allí, en el mismo rellano. ¿Mente sucia? Nooo. Todo lo más, café con leche.
El caso de Estados Unidos es paradigmático: por un lado defienden el libre uso de armas, pero no soportan que el vecino de al lado se pasee desnudo por su propia casa, no vaya a ser que algún cotilla se acerque a mirar y le de un siroco. Aunque no son los únicos: ahí tenemos a la Iglesia, origen y desencadenante de muchas guerras de conquista para imponer su doctrina y que en pleno siglo XXI continúa inasequible al desaliento, prohibiendo la actividad sexual que ellos mismos no hayan consentido. Eso sí, los religiosos debajo de sus hábitos pueden hacer lo que les venga en gana que para eso se cubren unos a otros. Con mucho gusto.
Soporto "malamente" la doble vara de medir empleada en público y/o en privado. Por lo que a mí respecta, me parece estupendo que, a pesar de todas las normas judías ortodoxas, las soldados israelíes se marquen un calendario al estilo de las azafatas de Rayanair, enseñando culo y luciendo busto. Solo ellas son dueñas de su cuerpo. El problema viene cuando su gobierno, no solo se cree amo y señor del físico de la tropa, sino de las vidas y la reputación de sus vecinos a quienes tiene en gala perdonar la vida cuando le sale de la peineta. A eso sí que no hay derecho. Insisto.


martes, 4 de junio de 2013

Alégrame el día

Seré rara, pero a medida que pasan los años, más agradezco las muestras de amabilidad de la gente, lo que algunos vendrían a llamar etiqueta social. Un buenos días por la mañana, una sonrisa.... son detalles que aprecio y que conforman mi paraíso de buenas maneras, tan diferentes de los exabruptos y las salidas de tono a las que estamos acostumbrados.
Hace tiempo mantuve un rifirrafe con algunos compañeros de un trabajo en el que estuve porque, a pesar de que yo les daba los buenos días cada mañana, ellos rara vez me contestaban. Me parecía una forma absurda y perniciosa de empezar la jornada. Hoy, a toro pasado, creo que a lo mejor el problema de percepción era mío y que, en realidad, no les caía nada bien y por eso tendían a ignorarme. De hecho, en cuanto me fui tardaron cero coma en olvidarme, y estoy convencida de ahora mismo ninguno de ellos me conserva en el cajón de sus recuerdos allí, a mano izquierda, donde preservamos a las personas que un día apreciamos o significaron algo. A los hechos y a su indiferencia me remito. Pero como tampoco es mi propósito en esta vida caerle bien a todo el mundo ni creo que ello conduzca a ninguna parte más que al absurdo, pues que ellos sigan asesinando recuerdos que yo, afortunadamente y por la cuenta que me trae o las experiencias que puedo llegar a vivir, intento no olvidarme de nada.
Volviendo al tratado de buenas maneras, insisto en que aprecio muchísimo la cortesía de la gente y, de hecho, mi percepción de otros países está sumamente condicionada por la manera en que creo que me tratan. Recuerdo que, por ejemplo, durante un viaje a Edimburgo, la gente se acercaba a mí espontáneamente para averiguar si necesitaba algo y ofrecerme su ayuda en un momento en que creí haberme confundido de calle. El no tener que pedir nada para recibir mucho hizo que me enamorara hasta las trancas del lugar y de su gente, pasión que me dura hasta hoy y que espero que continúe. Los paisajes son bonitos, pero las personas son las que dan vida a la tierra.
Todo esto viene a colación por una noticia que leí esta mañana en la prensa seria. Narraba la historia de un vuelo de Iberia de Madrid a A Coruña, en el que el comandante se puso a cantar, descendió lo bastante para que los viajeros pudieran admirar la muralla de Lugo desde las alturas y les amenizó el trayecto con anécdotas de lo más variopintas, incluyendo una clase magistral sobre los Reyes Católicos. A todo esto, la tripulación, encantada, no paraba de sonreír y contarles a los pasajeros lo agradable y buena persona que era el comandante y la suerte que tenían de haber viajado con él.
Sin embargo, lo raro de esta noticia es que, precisamente, sea lo suficientemente extraña para considerarla noticia. Algo que tampoco debería ser tan bizarro se convierte en extravagante hasta el punto de que más de un lector habrá pensado que el hombre iba demasiado puesto de algo y que hay que afinar más los controles de pastillitas en la seguridad aérea. Y por mucho que la noticia acabara diciendo que el comandante, al aterrizar, se ganara el aplauso de los viajeros y que varios comentarios de gente que había volado anteriormente con él elogiaran su persona, la mosca detrás de la oreja es pertinente. Quizás no estamos acostumbrados a que nos traten bien.
Recuerdo que en un viaje trasatlántico me ocurrió algo similar y el piloto se empeñó en describirnos los lugares por los que íbamos pensando, anécdotas incluidas. Al final agradecí la distracción, pero reconozco que en un principio me pregunté a qué venía tanta euforia y si ese señor que mandaba sobre el avión se creía en realidad un taxista capaz de arreglar al mundo y teorizar sobre todo y todos. La falta de costumbre o lo habituada que estaba al trato distante y cortés únicamente por obligación me llevaba a dudar y a pensar que los extraterrestres eran otros.
En realidad, creo firmemente que el saludo no se le niega a nadie, que siempre hay que dar las gracias a quien hace algo por nosotros y que no nos cuesta nada tratar a los demás de forma generosa, cumplir lo prometido y mantener vivas las relaciones, el trato y el respeto. No por aquello de "compórtate con los demás como quieras que ellos se comporten contigo" sino porque las bases de la convivencia y la sociabilidad se asientas sobre la interacción con el prójimo, una interacción que a lo mejor no espera nada a cambio más allá de una sonrisa y un guiño cómplice. Con eso basta.
A mí me encantaría volar con ese comandante y que me fuera contando mil y una aventuras, solo por el placer de intentar establecer cierta cercanía con el pasaje. Por lo demás, cada mañana, cuando llego a trabajar y digo "Buenos días", mis compañeros me devuelven el saludo. Si ellos supieran lo que significa para mí, lo mismo me daban un abrazo.


lunes, 3 de junio de 2013

El más mejor

Es alucinante, acojonante y flipante comprobar cómo nuestros chicas y chicos del PP ven solo la realidad que quieren ver. Parecen estar inmersos en esa etapa de enamoramiento supino en la que solo descubres bondades donde el otro tiene agujeros negros (con perdón). Eso, o que algún ente superior les tiene bien agarrados por sus partes más sensibles.
Estos días, esa señora llamada María Dolores de Cospedal, tan dada a protagonizar las fantasías del sexo opuesto (el mundo se sorprendería si se enterara del porcentaje de hombres cabales que viven ensoñaciones con la dolorosa del PP), nos ha alegrado el día con unas tajantes palabras, que, más o menos, se resumen en siete: Rajoy nos ha salvado de la crisis. Por lo tanto, tenemos que estar agradecidos de tener un señor presidente como él y no un mindundi de izquierdas que, a diferencia de ellos, los más bellos, que prometen hasta que la meten, ni promete ni la mete.
Semejante aseveración, viniendo de una mujer cuyos discursos son disonantes tirando a descerebrados, levanta sospechas aun antes de que la sociedad se haga eco de ella. Para empezar, porque da por hecho una supuesta realidad que no se ha producido, aunque a lo mejor sí y en diferido: la crisis ha acabado. Será en la casa de la señora Cospedal, porque en la mía seguimos tirando. Como en la de la mayoría, imagino. Por tanto, tal y como está formulada la frase, la noticia no residiría en que Rajoy es Dios y Cospedal su profeta, sino en que la crisis ya es cosa del pasado y a la de tres podremos los españoles vivir por encima de nuestras posibilidades y hacerle una peineta a Angela Merkel acompañada de una sonora pedorreta en todo el cardado.
Si seguimos a la presidenta de Castilla La Mancha con paso firme y nalgas prietas, ahora mismo deberíamos andar todos descorchando las botellas de champán que guardaba el abuelo por si los rojos acababan ganando la guerra. Sin embargo, no veo yo ninguna diferencia entre este lunes y el pasado, salvo si acaso el fichaje de Neymar por el Barça o esas palabritas de Rajoy en las que dice que se va a cagar la perra cuando comprobemos las estadísticas del paro en mayo. Unas cifras que siempre han descendido en el mes de las flores de manera coyuntural: aumenta el turismo y se intenta dejar el país niquelado para que los de fuera vean solo lo que queremos mostrarles y vuelvan a su país con la sensación de que aquí pan, y después toros.
Me da a mí que ni hemos salido del hoyo ni la cuerda que nos tiende Rajoy es sólida. Lógico, porque hasta su gobierno parece hecho de contrachapado, con una Ana Mato que recibe regalos a cascoporro y no pregunta ni de dónde vienen ni para qué son. Una política honrada, de raza, de ésas que pone el cazo y no investiga si las prebendas las envía la mafia rusa o Jack el Destripador. Ella está ahí para recibir, mirar hacia otro lado, hacerse ministra y vivir el resto de su vida de la pensión que le proporcionan cuatro años de desaciertos y despropósitos al frente de un ministerio que amenaza con el desmantelamiento. Así son quienes han recibido el encargo de sacarnos de la crisis, que hoy no tenemos pero a lo mejor mañana sí.
Y, sin embargo, después de mucho reflexionar y antes de que se me ponga el pelo blanco, he descubierto que yo también tengo algo que agradecerle a Mariano Rajoy. No tanto como Cospedal, que ya puede besarle los pies de tan arriba como la ha aupado, pero un poquito sí. Me refiero a que, hoy por hoy, el presidente se ha convertido en un grano en el culo de nuestro simpático ex, José María Aznar, a quien no le viene nada mal que alguien, por variar, le lleve la contraria y encima coquetee con sus enemigos íntimos, como ese Felipe González que se pasa mensajitos a escondidas con Mariano. Ojito, que lo mismo han creado un grupo en Line y el día menos pensado recibimos imágenes de gatitos contando las resoluciones del Consejo de Ministros.
En fin, que Rajoy no está por la labor de que Aznar reverdezca viejos laureles y me da a mí que eso de hacer una secuela de su insigne presidencia no va a ser pan comido. De hecho, hoy me preguntaba quién ha desvelado los detalles acerca de toda esa ingente cantidad de dinero que la trama Gürtel, meca de la corrupción pata negra, invirtió en la boda de Ana Aznar, mientras sus padres, al más puro estilo Ana Mato, estaban obnubilados buscando formas en las nubes sin enterarse de la misa la mitad. O a quién se le ha ocurrido destapar esas clases de golf que el ayuntamiento de Madrid pagó a la familia Aznar a cargo del erario público. Estas peleas entre primos y cuñados son la salsa de toda dinastía y al PP todavía le quedan muchos trastos que tirarse a la cabeza. Nosotros que los veamos.
Entre tanto, yo no sé los demás, pero espero con alborozo la siguiente salida de pata de banco de Cospedal, una tira cómica en sí misma. Y si Esperanza Aguirre le hace los coros, mejor que mejor. Siempre nos quedará sitio para el humor, aunque sea azul oscuro tirando a negro.