viernes, 25 de octubre de 2013

Lo público se defiende


Cada vez que visito un país intento que la gente me hable del funcionamiento de los servicios públicos, su sistema político o su devenir económico. Es un defecto que me viene de serie, qué se le va a hacer.  Imposible que yo me quede mirando al mar o contemplando una palmera cuando puedo sumergirme en el noticiero de turno o darle la plasta a algún lugareño al que acabo de conocer y que tardará bien poco en buscar una vía de escape.
Recientemente he tenido la suerte de ir a Isla Mauricio (si podéis, coged un avión y plantaros allí porque es un sitio precioso) y he descubierto un país con un sistema muy anclado. Las elecciones legislativas se suceden cada cinco años y, normalmente, la alternancia se produce entre los dos grandes partidos: los liberales, que ahora mismo ocupan el gobierno, y los socialistas. Lógicamente, ambos rodeados de pequeños grupos que ejercen de partidos políticos aunque sin posibilidades reales de hincarle el diente al gobierno. Además, la salud y la educación son gratis. Y ahí es donde viene lo mejor: imposible explicarle a un mauriciense que España, ese país tan evolucionado y simpático, ve peligrar su sanidad y educación públicas por culpa de la mala gestión y la avaricia de una clase encumbrada por sus deméritos. Simplemente, no lo entiende.
Lo que para ellos es sagrado se ha convertido, en este ya no tercer mundo sino cuarto donde nos han sumergido nuestros ineptos gobernantes, en modelo de cambio o arma arrojadiza (cuando no amenazante) o ambas cosas. Ayer mismo salíamos a la calle desgañitándonos para defender la educación pública, pero a estos ínclitos señores del PP, sencillamente, les da igual. No se les va a mover un pelo del flequillo aunque nos cortemos las venas en masa delante del ministerio de turno. Están vacunados contra las emociones ajenas, algo muy fácil cuando solo se persigue el bien propio y el resto ejercemos de cómodo sostenes de poltronas.
Tanto ensañamiento resulta preocupante porque ataca a la línea de flotación de un país, las bases sobre las que se han construido los Estados modernos, y aniquila de un plumazo derechos esenciales que nos ha costado generaciones alcanzar y que, muy probablemente, tardaremos décadas en recuperar si es que alguna vez lo logramos. El enemigo estaba ahí, atrincherado en su cueva velando sus tesoros mientras nosotros nos creíamos a salvo, con nuestras fiestas, nuestras becas y nuestra cositas.
Nos han timado por encima de nuestras posibilidades. Y ahora mismo nos están, ya no ninguneando, sino maltratando. Nos maltratan cuando nos desprecian, cuando nos echan la culpa de que la Marca España se parezca más a la marca blanca de un poblado chabolista que de un país avanzado, cuando nos recortan y nos ahogan porque, al parecer, les hemos provocado con nuestros excesos: esos deseos estúpidos de tener una casa donde vivir, un médico que cuide nuestra salud o una educación para nuestros hijos que les convierta en seres humanos y no en una mera mercancía migratoria. Deseos amparados en una Constitución que algunos insisten en pasarse por el arco del triunfo.
Ya he dicho en más de una ocasión que este sistema de las mareas ciudadanas no me convence en absoluto: la división nunca es buena y cuando distintos grupos luchan por separado en aras de un fin convergente se hacen un flaco favor a ellos mismos. Sin embargo, me resulta difícil no ilusionarme cuando veo a la gente en la calle, con ganas de pelea, defendiendo lo que es suyo, lo que es nuestro. Y resulta frustrante que luego nos traten a todos como niños traviesos víctimas de rabietas irracionales. No ha lugar.
Pero lo peor llega cuando al día siguiente observas el pírrico espacio de estos alardes sociales en los medios o echas un vistazo a los últimos sondeos de intención de voto y compruebas que el PP continúa invicto. Por la mínima, pero invicto. Nosotros, los de la Europa de la cultura, la historia, la cuna de las revoluciones sociales, sometidos y rematados por unos políticos infames. Que alguien me diga cómo le explico todo esto a un mauriciense.


miércoles, 23 de octubre de 2013

Miserias

¡Salgamos a la calle a ritmo de charanga! ¡Abandonémonos a los placeres mundanos! ¡Tiremos la casa por la ventana! Según he podido leer hoy en los periódicos, España ha salido oficialmente de la recesión que nos tenía entre acongojados y acojonados o las dos cosas a la vez.
Tal y como señalan las informaciones oficiales (que no las oficiosas) nuestra economía ha pegado un estirón del 0,1%. Ríete tú del primo de Zumosol. Para los que nos quedamos ojipláticos ante este alarde de crecimiento sin paragón, el dato, aunque paupérrimo, imaginamos que implica grandes avances y "bienestares" a tutiplén. Para los entendidos, no supone prácticamente nada, en el sentido de que vamos a seguir pasándolas canutas y yendo en procesión a la Oficina de Empleo (o como quiera que ahora se llame) durante unos añitos más. Me río yo del mito de las generaciones perdidas.
Y, sin embargo, en estos días que he estado fuera de cobertura disfrutando de los placeres de la vida, el megacrecimiento y progreso español me ha pasado prácticamente desapercibido. El motivo no ha sido otro que un acontecimiento de mucha mayor importancia o, al menos, yo lo entiendo así tras contemplar el espacio que le dedicaban los medios online. Me refiero, no podía ser de otra manera, a la vuelta de Belén Esteban a la televisión, que ha batido récord de audiencias en un momento en que las cadenas se baten en duelo. La mujer de físico indescriptible y falsa sonrisa de corta y pega ha regresado a su casa aniquilando cualquier intento por poner freno a su vómito de penas y desdichas sin fin. Rindámonos, queridos súbditos, a los encantos de la princesa.
El tirón de Belén Esteban sigue siendo un misterio para la que esto suscribe. En lo personal reconozco que su vida directamente me la bufa; en lo profesional, es un personaje que me cae rematadamente mal porque no consigo verle la gracia ni, mucho menos, entender el por qué de su protagonismo. Ahora, encima, se reinventa como ejemplo de una vida sana tras, según ella, recuperarse de sus adicciones en solo siete meses de tratamiento. Eso sí es un milagro y no nuestra repentina salida de la recesión. Que aprendan Montoro y De Guindos.
Me cuesta entender que una persona pueda dejar atrás una enfermedad como la de la Esteban en un período tan corto de tiempo y que, encima, nos lo venda como una posibilidad certera. A muchos nos gustaría creer en la curación cuasi espontánea, pero una adicción es algo la mayoría de las veces crónico que hay que tratar y vigilar hasta el infinito y más allá. No obstante, la señorita Belén Esteban no solo se permite impartir lecciones de psicología y rectitud de vida, sino que acompaña sus discursos en los que parece decir de todo y no dice nada para aconsejarnos a los humildes mortales sobre monos y demás fauna, estética e incluso nutrición. ¡Olé sus hilos de oro!
Belén Esteban es un personaje vacuo que no ofrece nada más de lo que vemos: mala educación, poca cultura y un pírrico saber estar. Pero esto no es lo más absurdo de todo; lo peor es que alguien de semejante talante y descompostura fascine a tantas personas que, supongo, la tendrán por ejemplar ejercicio de superación personal. Confío en que muchos la sigan por simple disgusto, en tanto en cuanto gran parte de la humanidad siente una fascinación inexplicable por aquello que le repele.
En todo caso, me preocupa que Esteban se convierta en alguien que dé lecciones de vida y que, por ejemplo, recurra a lugares comunes (comer cinco veces al día; prescindir de los hidratos) cuando explica su publicitado adelgazamiento exprés. Me recuerda a aquellas famosas que, tras hacer guardias en los quirófanos del planeta, aseguraban que su buena cara se debía a la dieta del alcachofa y a la felicidad que propicia el amor incondicional de sus fans que tanto les adoran. Ni Belén ni quienes vemos la televisión somos santos, pero al menos lo otros, los que estamos a este lado y tragamos lo que nos echen como muertos en vida, no convertimos nuestras miserias en reclamo ni en ejemplo de nada. Me produce un resquemor mal disimulado el que nos creamos los supuestos milagros de esta magnífica santa que en un tiempo récord dice haber convertido su vida en una clase magistral de recta conciencia y aún más recto camino.
Le deseo a Belén Esteban una larga vida personal (no tengo por qué dudar que en su casa sea una buena persona y excelente ser humano) y una corta existencia profesional que, a ser posible, no mengüe su economía. Por su bien y el nuestro. Y que los televidentes me perdonen el exabrupto.
Dejo un vídeo de Les Misérables porque me sale de la peineta. Hoy me siento revolucionaria, qué se le va a hacer.



martes, 15 de octubre de 2013

El hombre del saco


Nunca me ha caído mal el hombre del saco. Tal vez porque tiendo a empatizar con todo aquel que realiza trabajos que conllevan un esfuerzo físico (menos Papá Noel, quizás porque llega en Navidades y la menda es tan Grinch como grunge). Sin embargo, respeto el que generaciones de niños se hayan educado a la sombra de la amenaza del hombre malo que te raptará y te hará toda clase de perrerías si no comes las verduras o ves demasiada tele.
Hoy, el hombre del saco es el ministro Wert, ese ser humano que decide sobre la educación de nuestros más tiernos infantes e, incluso, de los que ya no lo son. Wert no es nada más que otro encargado de plasmar en ley el adoctrinamiento a las nuevas generaciones, siguiendo esa costumbre tan nuestra de que, cada vez que un partido político llega al poder, se dedica con acción y devoción a desmantelar todo lo que ha hecho el anterior en materia educativa. Así, bajo el imperio del “y yo más”, desde los años 80 nos hemos ido cargando, sin prisa pero sin pausa y, sobre todo, sin remordimientos, el nivel educativo de este país.
Y la culpa los tienen tanto los de un signo como los del otro, los de izquierdas y los de derechas, aunque en estos últimos sería mucho más comprensible semejante actitud: cuanta mayor educación y acceso a la cultura tengan nuestras huestes, mayor la posibilidad de que lleguen a pensar por sí mismos y se empeñen en llevar la contraria. La derecha, cuya característica principal es moverse como un solo hombre y no discutir los dictados del líder en la medida de lo posible, se retroalimenta de una base educativa que estudia pero no aprende, además de un lecho de colegios privados, acomodados en, más que formar, formalizar la ideología de las criaturas conservadoras.
A Wert se le achaca el hacer una ley para privilegiados y que, encima, resucita varias de las rémoras del franquismo. Nada que no se le suponga a un gobierno como el que nos adorna, incapaz de plegarse al derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y escasamente afecto a reconocer errores o promover la diversidad o la tolerancia. Recordemos que desde que Rajoy está en el poder contamos con un 13% más de ricos en un país que sangra por los cuatro costados. Así, sin mover el gesto, esta panda de privilegiados se está cargando a la clase media, de tal forma que mientras América se europeíza (digno de estudio ese fulgurante aumento de la clase media en países donde prácticamente no existía), España se bananiza, convirtiéndose en una nación de pesadilla.
Lógicamente, ante semejante panorama yermo de ideas y celebraciones, la educación solo es otro instrumento para aumentar los niveles de banalización y vulgaridad de una población que cada vez molesta más a unos pocos. La cultura siempre ha sido un arma de doble filo porque transmite conocimientos, planta dudas y germina preguntas. Y, eso, amigos, no es de recibo.
Con Montoro enfrentado al cine y Wert contra todos, este dúo dinámico del Coco y el hombre del saco se enrocan en razones que se volverán papel mojado en cuanto haya otra alternativa ideológica en el gobierno. Como elefantes en cacharrería, los siguientes vendrán, asolarán y reconstruirán, sin aprender nada de su propia historia porque aquí, como en las peleas de bar, hay que demostrar que uno es el mejor a golpes. Sobre todo a golpes. Y el problema no es quién es el más guapo o el más feo, el que educa en la supuesta libertad o en el burdo sometimiento sino que ninguno parece jamás preocupado en construir lo evidente: enseñar a los alumnos, no el catecismo de turno aplicado  a la historia, la filosofía o las matemáticas, sino a pensar. Algo tan simple pero a la vez tan complicado, porque implica que la persona enseñada se haga preguntas y llegue a conclusiones. En un mundo feliz, sería irrelevante que un estudiante se gastara los codos aprendiendo de memoria hechos que no entiende ni le importan con tal de alcanzar una beca inalcanzable: lo verdaderamente transcendental sería que se mismo individuo supiera dar respuesta a las preguntas que mantienen la precaria dignidad de otra profesión traumatizada como es el periodismo: quién, dónde, cómo, cuándo y por qué. Estimular la capacidad de análisis y el discernimiento es aupar la sabiduría, ergo cuanto más tontos más manejables.
Siempre pensé que si alguna vez alguien se hacía preguntas leyendo una entrada de este blog, me daba por servida. Vamos, que podía dormir tranquila y dedicarme a pensar en cosas tan transcendentales como a qué huelen las nubes o por qué a los hombres les gusta tanto tocarse los huevos viendo la tele. Pensamientos únicos, vive Dios.
Respecto a Wert, como le diría un oficial a un subordinado, solo añadiría una cosa: váyase usted a la porra.


domingo, 13 de octubre de 2013

El cadáver de mi enemigo

España es un curioso país de mareas. Y no me refiero a las marítimas. Estoy convencida de que, en cuanto los sociólogos tengan fondos para investigar, estudiarán y no pararán el fenómeno de las distintas mareas (verde, blanca etc), grupos profesionales que periódicamente salen a la calle en nuestro país, casi siempre de forma exclusivamente gremial e independiente, para reivindicar objetivos que redundan en un fin común. Es curioso contemplar el interés que ponemos en dedicarnos con exaltación y pasión no contenida a las partes olvidándonos del todo. Pero como de eso ya hablé en otra entrada, voy a cortarme un pelo, no vaya a ser que yo también me maree.
Una de las mareas, la blanca, la que representa a los profesionales de la Sanidad pública, está estos días de enhorabuena: esa criatura indescriptible, Juan José Güemes, otrora Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, se ha visto obligado a presentar su dimisión como consejero de Zinkia, la productora que está detrás del simpático personaje Pocoyó que tantas horas de diversión ha dado a nuestros tiernos infantes y a sus padres. Sí, los mismos que el 24 saldrán a la calle en forma de marea verde para protestar por el deterioro de la Educación Pública.
Pero, a lo que iba. El hombre del flequillo irredento, el tal Güemes, siempre me ha parecido un tonto útil (perdón por lo de útil). Primero se convirtió en brazo ejecutor de una Esperanza Aguirre que no se moja ni con un calabobos; entre medias ejerció de cachorro de la familia Fabra como esposo de la hija del gran supuesto corrupto, y ahora dimite del consejo de administración de Zinkia justo cuando la CNMV cuestiona la emisión de bonos por parte de la empresa. Nuevamente, el nombre de Güemes camina parejo del chanchullo, del supuesto delito y la controvertida malversación.
Al margen de que Güemes sea un individuo de cuidado, instrumento de la inteligencia artificial más corrupta de nuestro país, lo cierto es que la marea blanca de la Sanidad tiene que estar con un subidón envidiable, en tanto en cuanto vivimos en la penuria en la que vivimos debido a la pseudogestión de pájaros como éste. No hay mayor placer para el ser humano, dolido y vapuleado, que ver pasar por la puerta el cadáver de tu enemigo, más cuando éste cuenta aún con varias causas jurídicas pendientes.
En este blog me he dedicado con entusiasmo a intentar borrar la mala prensa que tienen emociones como el llanto, el rencor o la venganza. De hecho, no hay nada que me causa más repelús que esa obligación cristiana de poner la otra mejilla a cambio de recompensas abstractas (nunca concretas). Uno puede perdonar a quien quiere y ama, poner la otra mejilla, el riñón o el pie derecho, pero que nadie me venga con historias de redención ante personajes que, al margen del dolor y la desazón que ocasionan, no alimentan ninguna ligazón de tipo emocional con su víctima. O, si la disfrutaron alguna vez, se han encargado ellos solitos de destruirla.  Con alevosía y "diurnidad".
Tengo una amiga que dice que, hasta el momento presente, siempre ha visto pasar el cadáver de su enemigo, y me pide que tenga paciencia para esperar que mi ídem pase por la puerta de cuerpo presente. Obviamente, siempre en sentido figurado, porque este cadáver del enemigo no es más que el sufrimiento de aquellos que nos han hecho sufrir. Y, a poder ser, ejecutado donde más les duele.
Tal vez semejante deseo tenga poco de cristiano, pero sí mucho de humano. Ya he comentado más de una vez que no me parece correcto insistir en soterrar emociones que nos son propias y nos hacen lo que somos. De hecho, estoy convencida que reconocer el rencor, el miedo, los deseos de venganza y el dolor nos impulsa a evolucionar y a estar en paz con nosotros mismos, mucho más que mutar en humanoides programados para desear el bien ajeno y la paz en el mundo mientras el rencor centrifuga en el núcleo de nuestro hígado. No ha lugar.
Por ello entiendo que resulta gratificante ver que quien hizo pedacitos tu vida pague su culpas aunque sea gracias a la intervención de otros. Bastante más relevante que un café con leche en la Plaza Mayor de Madrid (Botella dixit) resulta comprobar que aquellos que se dedicaron a destrozar la reputación o la vida ajena se ven obligados ahora a morder el polvo de forma humillante. Y sé lo que me digo, porque me muevo en un mundo profesional donde ciertos personajillos son capaces de acometer los peores ataques para preservar su estatus, quizás porque en el fondo saben que sin él, sin un puesto o una ubicación que les viene grande, no son nada.
Debido a todo esto, es lógico que se nos ponga media sonrisa en la cara cuando aquellos que nos perjudicaron resultan hoy y a su vez perjudicados. A niveles estratosféricos me refiero a quienes se esmeraron y aún se esmeran en convertir nuestro estado de bienestar en un desierto de arena donde nunca volverá a brotar el agua; a nivel privado, a todos aquellos que, dejándose arrastrar por la comodidad o el beneficio propio, no dudaron en lapidarnos en la plaza del pueblo virtual en la que todos nos vemos obligados a exponernos de vez en cuando.
Por mi parte, reconozco que, con paciencia, algún cadáver he visto pasar, lo que me ha supuesto una gratificación que, aunque efímera, se parecía mucho a la justicia. Ahora mismo me quedan dos difuntos  a los que estoy deseando contemplar dando el paseíllo.  Si no es mucho pedir, sería una maravillosa vuelta del destino que fueran de la mano. Y no me siento mala persona por guardar el champán en esa nevera que todos, de un tamaño u otro, preservamos dentro. La escarcha desaparecerá cuando, por fin, se abra la puerta. A la espera estoy. Y convencida de que no soy la única.


martes, 8 de octubre de 2013

Mis impuestos

Unas cuantas entradas atrás me lamentaba de no hallar una forma de protesta alternativa a las manifestaciones, huelgas y demás que tuviera la capacidad de trastornar al poder y ponerles a nuestros gobernantes las carnes de gallina. El 15M estuvo bien, muy bien, pero una vez menguado el entusiasmo inicial, se ve obligado a contemplar cómo disminuye su capacidad de convocatoria a marchas forzadas. Las diferentes Mareas también tienen su aquél, pero ese envidiable empeño en tomar las calles carece de eficaz traducción en los medios, lo que las convierte en algo esperado y muy poco sorprendente. Lástima porque la causa/las causas, merecen toda nuestra atención, apoyo y empatía.
Estos días se presenta el llamado Partido X, que se autodenomina a sí mismo brazo político del 15M. Tras observar largo y tendido lo que había ocurrido con la revolución zapatista y otras como ella, hace tiempo vaticiné un futuro oscuro a este anhelado y admirado movimiento si no reunía el valor de mutar en formación política. También dije que necesitaba un líder, porque nadie mejor que una figura carismática y aglutinadora para aunar conciencias. Obviamente, el Partido X pretende rebelarse contra el sistema dentro del sistema -algo encomiable- pero sigue bebiendo de ese carácter asambleario de las primeras protestas que les lleva a moverse por grupos, no por personalidades. Supongo que esto sería lo ideal, pero no estoy convencida de que, ahora mismo, nos encontremos preparados para una revolución organizativa de tal calado. Es más: estoy de acuerdo con algunos que creen que el desembarco del Partido X puede dividir aún más a una izquierda que se empeña en dejar pasar su presumible momento de gloria: no podrían encontrar época mejor para intentar mostrar una agradecida unidad y sacar rédito de ella; en cambio, no dejan de aparecer grupúsculos que se muestran adalides de unas ideas que bien podrían expresarse en un conjunto mucho más amplio. Las victorias políticas no se cuentan por disensiones, pero esto es algo que no parece que hayamos aprendido. Ni a tiros.
Teorías aparte, creo que he hallado la fórmula de protesta más letal y rompedora. No es nueva ni original, pero haría un daño incalculable a quienes presumen de que ya nada ni nadie les puede hacer pupa. Este teorema de teoremas solo llega a una conclusión: la mejor rebeldía es que todos a una dejemos de pagar nuestros impuestos. Así, con un par.
Recordemos que, con el dinero que desembolsamos cada mes, se han untado bancos, se han financiado políticas absurdas, se han mantenido instituciones obsoletas y se han pagado los sueldos de políticos villanos y chanchulleros. A cambio, nos hemos visto obligados a repagar sobre lo pagado. Y es que, por mucho que nos duela pensarlo, en teoría, nuestros impuestos están llamados a cubrir las distintas partidas que ahora mismo el PP nos quiere obligar a costear a precio de oro: la sanidad, la educación, los servicios públicos de los Ayuntamientos (alcantarillados, recogidas de basuras, etc), las pensiones... Es decir, que debemos refinanciar aquello para lo que destinamos cada mes nuestros buenos dineros.
Me encantaría saber qué pasaría si, de repente, todos a una Fuenteovejuna nos negamos a pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles, el de Circulación o el de Basuras. No digo que peleemos a muerte o sufrimiento por aquello que nos retiran de nuestra nómina cada mes porque sería de difícil aplicación y consenso, sino que nos centremos en ciertas partidas que nutren las arcas de los Ayuntamientos y Comunidades Autónomas pero que no revierten en una mejor calidad de vida conforme a lo prometido. ¿Qué ocurriría? ¿El Estado nos demandaría a todos? ¿Sería capaz la justicia de asumir tamaña carga? ¿Iríamos a la cárcel? ¿Quebraría el erario público? Ahora mismo no concibo otra forma de causar más daño al Gobierno que en aquello que de verdad les duele: el dinero público y la avaricia privada.
Sé que quizás sea una quimera, algo utópico y poco práctico, pero recordemos que, históricamente, las mayores revoluciones se produjeron cuando el pueblo llano se cansó de pagar injustamente sin recibir nada a cambio. Hasta los cuentos para niños insisten en el clásico. Claro que la Historia no es nuestro fuerte: hoy mismo hemos sabido que el nivel educativo de un adulto español es, más que lamentable, denigrante. Imposible imitar lo que ni siquiera conocemos… ¿no?


lunes, 7 de octubre de 2013

Asunto Asunta


Dicen por ahí que a los españoles nos encanta el morbo. Sinceramente, no creo que más que a un inglés, por poner un ejemplo de un pueblo que se proclama fan de la prensa sensacionalista y los reality.  Nos gusta el morbo porque es una oportunidad de regodearnos en ciertos instintos primarios de los que no podemos alardear en público durante nuestra vida cotidiana, no vaya a ser que la gente “normal” nos asocie con filias muy poco correctas.
Pero también está el hecho de que uno lo pasa un poco mejor sabiendo que lo peor le ocurre al de al lado. Es algo así como darse cuenta de que, al final, no estamos tan mal como creemos y que hay otros más maltratados por la vida que uno mismo. Y si el acontecimiento del que se habla encierra alguno de los pecados capitales (¡ay, la lujuria!) mejor que mejor. Dónde va a parar.
Estos días hemos estado dándole vueltas al tema del asesinato de Asunta, esa niña de Santiago de Compostela cuyo cuerpo apareció tirado en una cuneta de la aldea de Teo. La mezcla entre narcóticos, adolescencia, madre con trastorno emocional, padre de comportamientos extraños, cuerdas, mentiras y cintas de vídeo es letal de por sí. Si a ello le añadimos que el suceso tuvo lugar en una ciudad pequeña (en Santiago todos se conocen salvo la población flotante formada por peregrinos y estudiantes que vienen y van), ya tenemos el morbo servido: en un lugar donde todos son prácticamente parientes lejanos, hasta el tonto del pueblo tiene su teoría basada en hechos verídicos y avistamientos de presuntos culpables en comisión de presuntos delitos.
Es lógico que los medios, por tanto, hayan basado gran parte de su tiempo y esfuerzo en cubrir un suceso tan goloso, con una salvedad muy peliaguda en estos casos: si el pueblo condena, lo de presunto sobra. No sé por qué, este tifón de comentarios y sospechas me recuerda a aquel sonado caso de Rocío Wanninkhof, donde la primero condenada y después absuelta, Dolores Vázquez, todavía sigue penando el estigma público de ser inocente en la práctica pero culpable en la calle. De poco sirve que haya otro condenado, de que la justicia haya reconocido su equivocación al encarcelarla y de que el asunto haya quedado cerrado: si la familia de la víctima tiene dudas y en la memoria popular ha arraigado el tema de sexo, celos y venganza, poco puede hacer Dolores para granjearse el cariño popular, salvo volar bien lejos y borrar huellas, con perdón.
En el caso de Asunta, desconozco cómo se resolverá el asunto, pero está claro que nosotros hemos encontrado nuestros culpables, nuestras razones y nuestros hechos verídicos con la inestimable colaboración de los medios, que nos han dirigido convenientemente hacia allá donde más morbo había y más rentabilidad se podía sacar del asunto. Da igual que para ello se basaran en mentiras manifiestas, como esa supuesta herencia recibida por la niña que, al no figurar en testamento alguno, se transformó, muy convenientemente por cierto, en donación en vida. Y cuando tampoco hubo rastro de esto último, llegó el tema de los narcóticos y la comida para que nos olvidáramos de que nos habían cascado trola tras trola (otra buena: que la madre de la niña también fue adoptada, lo que “implica” cierto desarraigo familiar y que por ello tal vez, solo tal vez, mató a sus padres, abuelos de la finada). Un no parar.
A todo esto, las televisiones han sacado una estupenda rentabilidad al tema como ya lo hicieron con el caso Bretón y varios antes que él. Para aquel que no estuviera obnubilado con el pechamen de Emma García, resultaba hasta emocionante contar los anuncios que se sucedían en los intermedios de los especiales que las distintas cadenas dedicaron y aún dedican al tema, una entrada de fondos que no se produjo, por ejemplo, con el tema de Bárcenas y sus chanchullos, en tanto en cuanto cierta publicidad también entiende de política. Semejante fin económico justifica, más en tiempos de crisis, la poca ética de las tretas empleadas para alcanzarlo. Da igual que la mayoría de las aseveraciones se basaran en rumores y en dudas muy poco “racionales”: todo vale si la bossa suona, como dice el proverbio catalán.
Nos gusta el morbo, pero también somos muy laxos a la hora de permitir las mentiras y las exageraciones que lo alimentan. Ésa es una de nuestras debilidades, la que que nos convierte en espectadores manipulables y en jueces sin toga, pero también, y aunque suene patético, la que nos desestresa y nos proporciona alivio en las desdichas cotidianas. Supongo que es el precio que debemos pagar (algunos de muy buen grado) por ser animales “inteligentes”.


sábado, 5 de octubre de 2013

A misa

La dama de la peineta, María Dolores de Cospedal, nos sorprendía ayer con una de las suyas. Y no me refiero a esos discursos inconexos que le sirven para irse por los cerros de Úbeda, sino a una especie de rendición al altísimo que, seguro, le tiene maravillado el ingenio. Y es que resulta que en la Comunidad de la que es presidenta (bienaventurados sean los manchegos, porque de ellos será el reino de los cielos), los funcionarios tendrán todas las facilidades para ir a misa diaria. Es decir, que por orden de la presidenta de la Comunidad de Castilla La Mancha, se hace saber que los funcionarios dispondrán de hora y media de oración.
No sé yo, pero a mí tanto tiempo de rezo y comunión me parece exagerado. De hecho, la última vez que pisé una iglesia para oír misa, allá por el pleistoceno, creo recordar que el trámite te lo ventilabas en un pispás. Vamos, que en media hora ibas servido. A lo mejor, con tanta generosidad, lo que Cospedal pretende es que los funcionarios hagan acto de contrición e inviertan su tiempo eclesiástico en confesarse de todos sus pecados, mayormente huelgas y asambleas sindicales contra los abusos, los recortes y los ajustes del gobierno de la señora presidenta, súper católica ella.
También es posible que este alarde de fe y caridad sea una forma de compensar que, un año más (y van...) a los funcionarios se les congelará el sueldo. Es la manera pepera de decirles: "ustedes se pasan su buena horita y pico en una iglesia y así no me andan por ahí gastando el dinero que no tienen en filetes rusos y alitas de pollo. Derrochones, que son ustedes unos derrochones". Los caminos de la mente de Cospedal son abruptos y torticeros, así que a saber qué le habrá pasado a esta gran mujer por la cabeza para llegar a la conclusión de que sus funcionarios necesitan hora y media para hablar con Dios o, en su defecto, con su representante en la tierra.
Provengo de una familia que siempre se ha definido católica por obligación y no por convicción. Por supuesto que mis padres han afirmado y afirman creer en Dios y en los ritos sacramentales, pero más bien porque nacieron en una época donde, o eras afín a la religión católica o ibas al paredón. Sin embargo, no les recuerdo en misa ningún día salvo aquellos en los que debían manifestarse ante Dios como el resto de la comunidad: domingo de Ramos, bodas, bautizos etc. Y es que, no hace mucho, hubo un tiempo en este país en el que la peña iba a la iglesia, no por devoción, sino porque la ausencia en determinadas fechas señaladas era síntoma de malignidad y concupiscencia con el diablo. O con los rojos, que venía a ser lo mismo. Obviamente, a pesar de tener como cabeza de serie un Papa tan marchoso como el amigo Paco (bonita viñeta le dedicaron los jesuítas anteayer regalándole un chaleco antibalas por lo que pudiera pasar), en España seguimos en las mismas, con un partido gobernante que sigue a pies juntillas las directrices de lo más carca, egoísta y casposo de esa rama del cristianismo llamada Iglesia Católica.
Con esta superlativa medida, Cospedal no solo se ha plegado al catolicismo más rancio y peligroso, sino que ha dado un paso adelante hacia su comunión con los hábitos franquistas, esos mismos que parecen gustar tanto a las Nuevas Generaciones del PP, algunos de cuyos miembros orgasmean ante los símbolos preconstitucionales. Supongo que habrán leído superficialmente textos acerca de la "revolución industrial" que emprendió nuestro país en los sesenta y piensan que la cultura de la mano dura, el 600 y la tele en blanco y negro nos salvará de la crisis. Esa crisis de la que, por si no se habían enterado, no consiguen salvarnos ellos, que son precisamente quienes nos gobierna.
Reflexiones aparte, se me ocurre que Cospedal, tan sentida y tan buena persona, debería tener la decencia de leer la Constitución, concretamente el apartado en el que dice que somos un país laico. Por supuesto, ello no le impide hacer ciertas concesiones a las creencias de los funcionarios... sean del signo que sean. Quiero decir que si se le concede hora y media a un católico para acudir a misa, habría que hacer lo mismo con un musulmán que pretenda estirar su esterilla en el despacho y rezar hacia la Meca, a un judío con ansias de visitar su sinagoga y hablar con su rabino, o a un rastafari que quiera entrar en trance para comunicarse con Haile Selassie. Aquí todos tenemos los mismos derechos, y nadie es más que el de al lado por sus creencias. Sobre todo por sus creencias.
Así que ánimo María Dolores, a fomentar la multiculturalidad y la armonía. Y ojalá Dios te inspire un poco para elaborar tus discursos, que falta te hace.