domingo, 8 de diciembre de 2013

Profecías

Hace poco recibí un email en el que se me hacía un somero resumen de las conclusiones a las que había llegado un congreso de magos y adivinación que se celebró en Barcelona el mes pasado. Enhorabuena a todos los presentes y, más aún, a los ausentes.
En dichas conclusiones se comentaba que los expertos invitados habían hecho elucubraciones sobre personajes o acontecimientos más o menos relevantes para la humanidad. Yo diría que menos, pero aquí cada uno con su cadaunada. Entre los acertijos resueltos estaban el de la independencia de Cataluña (sí a lo grande) la de Escocia (sí también; parece que se pasaron por la entrepierna los últimos sondeos), la evolución de Messi (dicen que al pobre le han echado un mal de ojo), la del Rey (va a seguir renqueando todo el año entrante) o la de Belén Esteban (seguirá a lo suyo, o sea mal). Pues muy bien.
Me parece fantástico que los adivinos Cataluña vaticinen la independencia de la Comunidad Autónoma sin tener en cuenta intervenciones empresariales. No es lo mismo verlo desde fuera que desde dentro. El asunto escocés ya me parece más raro, sobre todo teniendo en cuenta que los escoceses, a menos de un año vista, no parecen por la labor de irse por los cerros de Úbeda (o de las Highlands). La última vez que estuve allí, en muchas de las viviendas convivían pacíficamente y sin traumas la Union Jack con la bandera escocesa. Algo, por otra parte, bastante extravagante desde el punto de vista del español separatista: difícil imaginar la bandera rojigualda ondeando al viento junto a la senyera en una casa particular que no tenga absolutamente relación alguna con un organismo oficial. Pero, bueno, la videncia es la videncia y no vamos a quitar méritos al que ansía respuestas.
Lo de Messi, Belén Esteban etc. ya es otra película. Sobre todo en el caso de esta última, que no creo yo que haya hecho propósito de enmienda, más que nada porque la panda de buitres que la rodean no se lo permitirían. La rubia sigue ahí, impertérrita en su venganza por desamor y no seré yo quien le diga que tiene que perdonar y adorar a quien le fastidió la vida. A algunos, el rencor y la desilusión les duran años mientras otros hacen de ello su profesión. Mejor aceptarlo y gritarlo que interiorizarlo permitiendo que te devore o, lo que es peor, poner la otra mejilla para que te la dejen hecha unos zorros.
En resumen, que a mí esto de las profecías me suena como muy antiguo. Es fácil pronosticar que una persona que ha venido sufriendo una mala salud de hierro, caso de Su Majestad, seguirá estable en su inestabilidad a no ser que obre un milagro (Hacienda puede arreglarle los dineros y los delitos, pero no la tensión). Del mismo modo, también es muy sencillo concluir que Messi ya no tiene 20 años, que ha corrido mucho y que, algún día, su forma ya no será la de antaño y su físico se resentirá. No hace falta reivindicar los poderes de Nostradamus para imaginarse ciertos escenarios.
Como ya dije en otra entrada, hay pocas cosas más fáciles que pronosticar lo que le va a ocurrir a alguien al que conoces bien, ya sea personal o mediáticamente. Otra cosa es no querer verlo. Hace unos días comentaba con una amiga el caso de una tercera persona que siempre se había rodeado de impresentables y que, justo ahora, precisamente veía la luz y se daba cuenta de las joyas que tenía al lado. No necesitó ninguna bola de cristal; solo observar las cosas en perspectiva, tomar cierta distancia y dejar de intentar creer lo que quería creer y centrarse únicamente en el ser y el estar. Así de evidente.
También reconozco que es más fácil intuir la trayectoria o destino de los demás que la propia, sobre todo cuando no nos involucra. De hecho, yo misma, que carezco de poderes (si los tuviera, Carrie sería una mera principiante al lado de mi mala leche), confieso que puedo alcanzar un porcentaje de un 99% de aciertos cuando me atrevo a barruntar acerca de la evolución de determinadas personas con las que tengo o he tenido cierta proximidad. Incluso contemplando las posibles variables, porque sabría por cuáles se decantaría en el caso de que surgieran. No es magia; es lógica.
La adivinación es la intuición rodeada de elementos de cuento. O de fábula. Simplemente se trata de mirar (no solo sirve ver) y aceptar lo entendido. Cuando sabes algo lo sabes, aunque ni siquiera puedas explicarlo de una manera medianamente racional. Pero, en el fondo, una parte de tu mente ha evaluado las circunstancias, los protagonistas y los argumentos y ha llegado a una conclusión bastante certera. Además, la vida, que es muy puñetera, suele encargarse de darte la razón, sobre todo cuando se trata de la caída en picado de determinados personajes. Y aquí viene lo curioso, porque solemos adelantarnos a las desgracias ajenas, pero somos incapaces de adivinar lo bueno. Sabemos cuándo alguien va a caer, pero nos resulta más complicado verle volar.
Por eso precisamente quiero adivinos que pronostiquen dicha, videntes que vean felicidad, tarotistas que revelen maravillas. Porque para aventurar males, ya estoy yo y, además, completamente gratis. 100% de éxitos. Disponible las 24 horas. ¿Hay acaso una oferta mejor?


sábado, 7 de diciembre de 2013

Caza al hombre

El excelso Ministor de Hacienda, don Cristobal Montoro, ha explicado las purgas que se vienen realizando en los últimos tiempos en el organismo tributario con una peregrina justificación: "estaba lleno de socialistas". Sinceramente, de todas las excusas posibles, ésta, aún siendo bastante creíble, resulta la más patética.
Hace muchos años, cuando nos empezaron a sangrar con los impuestos, el Gobierno de turno se inventó un slogan la mar de molón: "Hacienda somos todos". Ergo, si somos todos, nos toca apoquinar y mantener el país a flote a ti, a mí y al vecino del quinto. Durante décadas nos lo creímos; nos fastidiaba pero entendíamos que, como país moderno, miembro privilegiado del primer mundo, nos tocaba dar para obtener a cambio el privilegio de unos servicios públicos decentes y hasta, en ciertos casos, estupendos.
Pero llegó la crisis y, de repente, comprendimos que nuestros impuestos no han ido (o al menos no en su totalidad) a mantener y retener los servicios públicos que hoy se encuentran a la venta, sino a fomentar la riqueza y los vicios privados de unos desalmados. Hacienda somos todos, pero menos.
Luego, un juez de las islas Baleares, empeñado en sacarle los colores al marido de la infanta más lela de la historia de España, empezó a pedirle cuentas al organismo sobre el presunto delincuente y la esposa que no se enteraba de nada salvo a la hora de poner el cazo. Fue entonces cuando se armó el Belén, con la Agencia Tributaria "escupiendo" documentos inculpatorios para, en lo que ya tardo en escribir un post, entregar justo el contrario atribuyendo al primero a un posible error humano. La intervención del hombre se podría entender si la tremenda equivocación (siempre para salvar las reales posaderas de doña Cristina) se hubiera producido en uno o dos informes, pero, que yo sepa, ya llevamos tantos como para encuadernar un folletín más o menos lustroso. Tantos como para que un hombre formal como Montoro dejara de echar la culpa a los funcionarios de lo suyo y empezara a cargarle el muerto a Dios.
Pero lejos de reclamar la intervención divina, en una especie de vuelta de tuerca filosoviética, el ministro que todo lo controla apeló al descontrol y a la infestación de su Ministerio por parte de los rojos. Si suena a purga es porque, a lo mejor, lo es.
No sé si todos los dimitidos u obligados a dimitir son socialistas, pero lo cierto es que intuimos que resultaban incómodos a la hora de mantener el status quo del privilegio y la mandanga. Obviamente, todo partido, cuando llega al poder, tiene la tentación de colocar a los suyos donde estaban los de ellos; lo que ocurre es que, en ocasiones, se hace con una desvergüenza que asusta, como es el caso que hoy me ocupa o la renovación de ciertos órganos judiciales con el beneplácito de la Constitución.
En una Agencia Tributaria que, repito, somos todos, y cuya actividad está guiada día a día por funcionarios que, al margen de su ideario político, han accedido a su puesto por oposición, resulta bochornoso este baile de números y personas de las que viene haciendo gala. Imagino que Montoro, cortando cabezas cual reina del País de las Maravillas, ha intentado poner freno a este festival de filtraciones que nos han demostrado que Hacienda somos realmente cuatro remeros mal contados cuya misión en esta vida es descuernarse para mantener a los jefes.
Flaco favor se está haciendo a sí mismo Montoro con semejante movimiento de tropas en momento tan delicado, justo cuando sale a relucir la contabilidad B del PP, los pagos en negro y esos gastos desviados de la muy serena doña Cristina. Pero es que, además, pone en evidencia una purga ideológica que lo convierte en un ser mezquino, cuando no despreciable.
Imagino que todos tenemos a nuestro alrededor gentes con diferentes tendencias políticas. En mi caso y, que yo sepa, nadie de mi familia es de izquierdas, incluso un tío mío ejerció durante muchos años de alcalde del PP y siempre lo consideré un excelente persona. Jamás se me ha ocurrido renegar de los míos porque piensen distinto; si reniego, será por otras cosas. Del mismo modo, no son tantos los amigos que comparten mi forma de pensar: digamos que el espectro se mueve entre la derecha moderada y la izquierda sindical, sin mayores extremismos por arriba ni por abajo. Respeto y reconozco sus ideas igual que ellos saben perfectamente cuáles son las mías.
Sin embargo, está claro que la estupidez de las dos Españas de tan triste recuerdo está muy presente todavía en el hacer de algunos. Nos acusan de verlo todo en rojo o en azul, cuando lo cierto es que el duelo nos viene impuesto por aquellos que rechazan a quien piensa diferente. Y lo peor es que no lo hacen tanto por convicción ideológica como por sentido práctico: el mantener, promover y, a ser posible, aumentar, sus prebendas y las de aquellos que les sostienen. La perversión de la ideología aplicada a la simple codicia.
Hacienda ya no somos nosotros: son ellos. Y los demás, en algún momento u otro, tendremos la mala suerte de pasar por allí.


viernes, 6 de diciembre de 2013

Quiero ser como Cheney

Una de las costumbres más detestables de nuestros políticos (no todos, pero sí bastantes) es aprovechar su trayectoria de servicio público para hacer negocio. Esto se convierte en aberración cuando, obedeciendo a los cantos de sirena del peor neoliberalismo, convierten lo público en privado para, una vez abandonada en la cuneta su carrera política, sacar los consiguientes dividendos de nuevos cargos nacidos al calor de las miserias humanas.
En la Comunidad de Madrid tenemos varios y gloriosos ejemplos de esta endiosada forma de darle la vuelta al término de servicio público para convertirlo en placer privado. El problema no es que nosotros veamos que dicho proceso está mal, muy mal, sino que los propios interesados lo contemplen como un bien necesario y un paso obligado hacia la gloria individual y el caos común.
Al margen de estos cachorros de los partidos, preparados para chupar del bote desde su más tierna formación, hay que reflexionar sobre sus ejemplos a seguir, aquellos laureados ex presidentes que han hecho carrera a costa de pasear su palmito por las poltronas de empresas y corporaciones empeñadas en construir riqueza fomentando la pobreza extrema. Entre estos grandes próceres destaca, cómo no, José María Aznar, omnipresente en las consejerías de grandes emporios al servicio de magnates de dudosa reputación y cuestionables objetivos.
En las últimas semanas nos hemos enterado de que Aznar estaba metido hasta el cuello en ese lodazal del tráfico de armas en el que le introdujo su mejor e imputado amigo Miguel Blesa. No creo que este último tuviera que ponerle una Glock al cuello para que nuestro ínclito Jose Mari se decidiera a probar suerte en tan turbio asunto, que mueve a diario miles de millones de dólares. Un hombre que no tiene el mínimo reparo en llevar a su país a una guerra estúpida para mayor provecho de él y sus colegas, no creo que albergara muchos reparos en hacer negocios a costa del bienestar físico y moral de otros.
Ya he dicho alguna vez que, en mi opinión, y observando al personaje desde lejos, José María Aznar tuvo que ser un niño y adolescente sumido en mil complejos. Y también he comentado que hay pocas cosas más peligrosas que darle poder a un acomplejado, ya que, o bien buscará la venganza, o bien la demostración continua de que él es el "más mejor", aunque para ello tenga que mercadear con el sufrimiento ajeno.
También albergo la muy posiblemente infeliz idea de que nuestro ex presidente, ese político de bajura que cada día amenaza con volver a darnos la tabarra por el bien de España, siempre ha deseado ser Dick Cheney. Sí, aquel singular individuo que medró a la sombra de los Bush y que, durante muchos años, fue presidente ejecutivo de Halliburton, la empresa que, oficialmente (no vamos a entrar en detalles oficiosos) se dedica a prestar servicios a yacimientos petroleros. Los entresijos de esta compañía son, quizás, los más intrigantes de la economía mundial, mucho más desde que nos enteramos del deshonroso papel y aprovechamiento máximo que tuvo y obtuvo en los conflictos de Kuwait, los Balcanes e Irak. Sobre todo Irak.
Halliburton fue la principal beneficiaria de los contratos otorgados para reconstruir Irak, el país que su ex presidente, el señor Cheney, se encargó de destruir previamente. Si en España nos escandalizamos con casos como el de Sonia Castedo, la alcaldesa de Alicante, empeñada en otorgar contratos de obras públicas a uno de sus más íntimos amigos a cambio de un chorreo de obsequios, no sé cómo se nos quedaría de perjudicada la almendra al transpolar semejantes chanchullos pueblerinos a la política internacional. Si nuestra opinión sobre Sonia Castedo es tirando a penosa, no quiero imaginar lo que pensaríamos si supiéramos toda la verdad sobre Dick Cheney y sus tejemanejes en la muy alta y envarada política.
Probablemente, el tal Cheney fue el tipo más poderoso de finales de la década de los 90. Además del más detestado por parte de la opinión pública pensante, digno heredero de John Edgar Hoover, un elemento igual de taimado pero bastante más torpe. No dudo en que muchas almas poco cándidas que le conocieron envidiaron su utilización de las personas y las cosas en beneficio propio, su habilidad para tejer redes de influencias y su vigor político para tomar decisiones impopulares y cargarlas sobre espaldas más cándidas.
Cheney, tan ladino él, atesora un gran mérito que a otros les falta: saber retirarse a su cueva del tesoro (aunque en este caso se parecería más a la de Batman, con todos los controles sobre Gotham City) cuando la tormenta comenzaba a aparecer sobre el horizonte. Vale, la salud tampoco le acompañó, pero no hay que privar al hombre de las virtudes que le han acompañado. Y es en esto en lo que sus alumnos meritorios se equivocan, porque cuando uno ha sabido retirarse en el momento más adecuado, no puede volver a arrastrase por las plazas como un torero ajado que reivindica las orejas y rabos de otro: debe ser listo y aprender a juzgar desde la barrera, mover los hilos sin que se note y disfrutar de sus tesoros sin que lo parezca.
Ahí es donde la soberbia y la insolencia de Azar le pierden, para delirio íntimo y estupor ajeno. Uno no puede conformarse con ser un imitador de Cheney: tiene que ser mejor. El problema es que, hasta para ser malo, hay que tener clase.