martes, 10 de septiembre de 2013

A vueltas con las hormonas

Si hay una cosa que aborrezco profundamente, será de tan oírla, es esa acusación que suelen formular los hombres con respecto a los "arrebatos" femeninos: las hormonas son las culpables de cualquier enfado o atisbo de malhumor. No es que haya habido un desencadenante objetivo, es que nosotras, seres mediocres e infelices, sobrerreaccionamos ante determinados acontecimientos, víctimas y esclavas de nuestras amigas las hormonas.
Se ve que para gran parte de la población masculina, las mujeres vivimos un síndrome premenstrual perpetuo. Enhorabuena, porque han encontrado en la naturaleza humana la coartada perfecta para justificar comportamientos bastante censurables. No es que ellos hayan hecho algo por molestarnos o enojarnos, sino que cualquier estallido por nuestra parte obedece a un impulso incontrolable de rebelarnos contra nuestro propio ser que, mira tú por donde, causa daños colaterales a unos pobres inocentes que pasaban por allí y no han hecho otra cosa en esta vida más que respetarnos, querernos y adorarnos. ¡Venga ya!
El síndrome premenstrual es ya un padecimiento bastante chungo en sí mismo como para que encima se transforme en algo crónico solo por la verbigracia de quien se empeña en atribuir a las hormonas lo que fácilmente podría explicarse con la razón. Hay mujeres que sufren un tremendo malestar días antes de la regla que les lleva a cambiar sus humores. Lógico: si los hombres se sintieran hinchados, doloridos, insomnes y víctimas de insufribles jaquecas varios días al mes durante muchos años de su vida, a lo mejor no habría quién les tosiera. Si, encima, la testosterona alcanzara niveles apocalípticos, lo mismo ya se hubiera desencadenado la tercera Guerra Mundial y hasta la cuarta. Para su suerte, somos nosotras las que tenemos que sobrellevar una condena casi perpetua de malestares que nos acosan, en menor o mayor grado, cada mes. Y digo casi perpetua porque, cuando el síndrome premenstrual no está presente para explicar determinadas reacciones a las que no se les busca razón no vaya a ser que se encuentre petróleo, la premenopausia, la menopausia y la "postmenopausia" vienen en su ayuda, prologando hasta la eternidad los mitos acerca del malhumor femenino.
Pues resulta que, como todo ser humano, las mujeres también sentimos tristeza, miedo e ira cuando alguien nos agrede o nos causa algún tipo de daño. En ese caso, la ira, el llanto o la pena no se corresponden con una sobreactuación hormonal, sino con la lógica correlación causa-efecto: si tú me causas dolor, yo reacciono en consecuencia, bien con sufrimiento, bien con rabia. Es cierto que semejante actuación se puede ver exacerbada por un cóctel hormonal puntual, pero eso no quiere decir que no haya motivos suficientes para desencadenarla, sino que nuestro "eterno femenino" condiciona la puesta en escena, más o menos dramática, dependiendo de varios factores físicos. Es como si a alguien le pisan un pie con brío: probablemente gritará más si tiene un juanete que si no lo tiene, pero la experiencia, en cualquier caso, resultará dolorosa.
Me parece una excusa demasiado fácil y barata acudir a las hormonas para justificar la inercia y la no resolución de los problemas. Es un recurso tremendamente estúpido echar balones fueras y declarar a la otra persona reo de la naturaleza cuando, por encima de todo, lo es de sus propios sentimientos o del ataque programado contra ellos. Las emociones hieren mucho más que las hormonas. Creo que tanto los hombres como las mujeres somos seres lo suficientemente evolucionados como para recurrir a la reflexión antes que a la sobredimensión, y que todo conflicto y estallido merece, siempre, que le busquemos un por qué sin caer en lo fácil.
Lástima que en todo esto las mujeres solemos llevar las de perder solo por el hecho de serlo. Hoy mismo, un medio se quejaba de lo descuidada que parecía Ana Botella en los últimos tiempos. Vamos a ver, por muy mal que me caiga esta señora, he de decir que la conocemos desde hace más de 20 años y, a diferencia de lo que cantaba el tango, el paso de dos décadas se nota en cualquier rostro. Estoy segura de que si se hubiera operado reiteradamente, ahora la estaríamos acusando de ser víctima de la cirugía estética y achacaríamos a su enganche a la belleza y a lo superficial estupideces tan finas como ésa del café con leche que pronunció delante de los miembros del COI y que puso de tan mala milk a más de uno. Semejante ensañamiento con el peinado y las arrugas de la Botella no se tendría con un hombre más allá de la curiosidad; a ellos la edad les da lustre, al igual que la testosterona, que les insufla masculinidad y poder mientras que, a nosotros, esa amiga íntima llamada progesterona, nos convierte poco menos que en criaturas salvajes, injustas, arbitrarias y con preocupantes tendencias psicópatas.
Los primeros psiquiatras (hombres) decían que el síndrome premenstrual era un trastorno psíquico que convertía a las mujeres en histéricas. La ignorancia convertida en ciencia o, lo que es lo mismo, el palo ardiendo al que se agarran los que pretenden tapar sus inseguridades con las hormonas ajenas.




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