viernes, 30 de noviembre de 2012

Amenazar. Parte 2

Hace unos días, la cadena de televisión Tele 5 demandaba al bloguero Pablo Herreros y le exigía una porrada de millones por, según decían los letrados, amenazar a las marcas para que no se anunciaran en sus espacios. Si alguien no ha estado al loro de la actualidad, todo viene porque Herreros llamó al boicot a los anunciantes que utilizaban como plataforma el programa La Noria, experto en pagar a delincuentes o allegados de los mismos para contar testimonios de tan dudoso interés como catadura moral.
El resultado del envite fue que varias marcas renunciaran a hacerse propaganda en La Noria obligando a la rápida y muy indiscreta retirada del programa. Se ve que Paolo Vasile, el mandamás de Tele 5, tiene muy mal perder y es de los de “me llamo Iñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir", porque, en cuanto Herreros miró para otro lado, lo puso ante las cuerdas, que en este caso vienen a ser los tribunales.
Lógicamente, quienes apoyamos a Pablo en su primera andanza, lo apoyamos también en la segunda (por cierto, menuda lata da la página ésa de las firmas cuya web no quiero nombrar; a mí no me tienen que convencer de nada, ya lo hago yo solita si procede, gracias). Como resultado del clamor popular, Vasile, que se las sabe todas y ha utilizado este duelo al sol como magnífico vehículo de propaganda, ha retirado la querella, con lo cual no hay buenos ni malos sino que todos somos los mejores.
No creo que la cadena amiga albergue propósito alguno de enmienda, sinceramente. Pero tampoco me explico qué interés, salvo el estrictamente morboso, puede tener para el gran público verle el careto al supremo ladrón Rodríguez Menéndez o escucharle decir a la madre de El Cuco lo que toda progenitora diría en su caso y en su casa: que su hijo, lejos de ser un asesino, es un angelito que ama a sus padres y a sus amigos más que a sí mismo. Y, sin embargo, parece que nos encanta ver a los malos contándonos sus desventuras en televisión porque, de no ser así, las cadenas no se gastarían ni un céntimo de euro en pasear semejantes caretos por tertulias y platós.
La culpa de encumbrar a esta panda de especímenes es, por lo tanto, nuestra. Y viene de lejos y de otras cadenas, porque, aunque guarde apenas remotos recuerdos de los acontecimientos, tengo entendido que el administrador de los difuntos Marqueses de Urquijo se hizo varios platós a costa del asesinato de sus jefes, la Dulce Neus también efectuó el correspondiente paseíllo tras ser condenada por el asesinato de su marido y aún colea aquel docudrama especial que Nieves Herrero se montó a costa de los crímenes de Alcasser. Y si la televisión no estaba por la labor, la revista Interviú salía al quite, rescatando prófugos de lugares tan insospechados para algunos como sospechosos para la mayoría.
Mucha de esta gentuza se nutrió del dinero público; ahora se nutren de las ganas de carnaza de la audiencia y de lo que pagan los anunciantes que no quieren perder comba entre asesinatos, torturas y violaciones. Si una firma desea dejar su huella endeble en el sentir popular haciéndose propaganda a través de semejantes espacios, allá ellos, pero entiendo que no sería precisamente una buena publicidad. Quizás más de un ejecutivo de marketing debería hacérselo mirar.
Pablo Herreros no solo ha llamado la atención sobre la ética y estética de los contenidos y la bajeza ética del continente, sino que ha hecho algo. Mucho más que esa panda de señores a quienes pagan por proteger el horario infantil, por ejemplo. Y deberíamos estarle todos agradecidos ante la valentía de decir en alto lo que los demás pensamos pero solo comentamos en la intimidad. Está claro que la reacción de Tele 5, insisto, fue un desmadre publicitario, un truco de buen prestidigitador en el que todos hemos caído para mayor fama y gloria de la cadena que tantas alegrías nos ha dado. Si no fuera así, siguiendo esa misma regla de tres, Francia nos hubiera llevado a la guerra por la insistencia de algunos colectivos en boicotear sus productos durante el conflicto de los camiones en la frontera. Hasta los catalanes tendrían todo el derecho a montarnos una gorda cuando nos dio, ya no me acuerdo muy bien a santo de qué, por llamar a la insumisión y dejar de consumir cava catalán. Supongo que, entre otras cosas, el Barça hizo algo muy malo, y claro, a algunos les salió espuma blanca por la boca.
En fin, enhorabuena a los premiados, que, visto lo visto, son bastantes y, a los demás, un poco de sensatez: si algún presunto delincuente se empeña en sacar tajada de sus crímenes a costa de nuestra ingenuidad, basta con apagar la tele. Ningún hombre de negro va a venir a tu casa a reprochártelo y, desde luego, tu conciencia y honor lo celebrarán. Que empiece la fiesta.


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Algo pequeñito

Hay hombres pequeños y grandes hombres. Igual que hay mujeres pequeñas y grandes mujeres. Obviamente, me refiero a la categoría de ambos géneros como seres humanos y no a sus tamaños físicos, que ahí cada cual se apañe con lo que la naturaleza o el quirófano le han dado.
Como ya he dicho en muchas ocasiones, creo que la calidad de una persona, entendida como su altura moral, su ética, su capacidad para empatizar, su saber estar y tantas y tantas virtudes que engrandecen a quien las posee, se demuestra en los peores momentos. Sobre todo en los peores momentos del de al lado. No vale con decir aquello de "estaré siempre contigo", "seremos amigos toda la vida", "sabes que puedes contar conmigo" etc si, cuando vienen mal dadas, no solo dejamos al doliente en el más absoluto desamparo, sino que nos dedicamos a pisotearle con saña aprovechando que no le queda otra que arrastrase. Todos hemos sufrido, en algún instante de nuestras vidas, huidas de supuestos amigos del alma quienes, en momentos tan tristes como comprometidos, aprovechaban para cortar de raíz cualquier tipo de relación con nosotros, no vaya a ser que se les pegara algo. Allá cada uno con su conciencia, aunque muy a menudo pienso que hay demasiada gente que carece de ella.
El otro día veíamos una imagen que, más que perplejidad, lo que causaba era escozor. En ella aparecía el imputado Urdangarín, su sospechosa señora, su suegra y su cuñada yendo a visitar a nuestro rey que cojeó, entre saludos a la galería y poses de familia reinante. Después de tantas desavenencias con la monarquía, a mí, lo que hagan esta panda en iglesias y hospitales, directamente me la sopla, pero entiendo que a muchos de mis compatriotas se les hayan quitado las ganas de jamarse el roscón de reyes como un Borbón.
Tras aquel curioso discurso navideño del año pasado, en el que Juan Carlos I parecía mandar a hacer puñetas al yerno díscolo; después de historias de destierros, desavenencias y reprobaciones con las que nos han querido convencer de que el pueblo les importa regular tirando a bastante, ahora lucen cual familia feliz, paseando al ladrón en volandas por parques y barriadas como si el muy ladino no nos hubiera sisado el pan a los españoles. En el fondo y en la superficie están lanzando el mensaje de "vamos a hacer creer que nos llevamos mal para que no vean que nos llevamos tan bien". Pues no, amiguetes, las cosas no se hacen así.
Aunque ellos no lo crean, la familia real no está por encima del bien y del mal. Tal vez un poco por encima de la Constitución, pero a lo mejor solo porque sus coronadas testas sobrepasan la legislación vigente, hecha a medida del español bajito, moreno y cabreado. Y su principal problema es ése, creerse eternos, perfectos, inviolables y absolutamente disculpables. Les basta con pedir perdón ante las cámaras para que media España abrace los principios monárquicos y la otra media se declare juancarlista.
Pues van a tener que predicar con el ejemplo y perdonarme a mí por lo que voy a decir, pero con semejante puesta en escena de la familia unida jamás será vencida, lo que nos están produciendo es una profunda sensación de asco. Tienen entre ustedes a un señor que, muy presuntamente, ha cometido un delito gordísimo contra la Hacienda pública, probablemente con la connivencia de su señora esposa, empeñada en disculpar y subir a los altares a su ángel caído. No nos olvidamos de que el yernísimo jugó con nuestro dinero, mintió, evadió y no se arrepintió. A mí me importa poco que se vayan a ver los unos a los otros cuando están enfermos o cuando les sale del cetro, pero sí me molesta que den la imagen de una familia altiva y soberbia que arropa al delincuente. Todos tenemos ovejas negras en nuestros clanes, pero no las exhibimos públicamente cuando son pilladas en flagrante delito.
Definitivamente, a esta panda le importamos lo que viene a ser una mierda. Incluso la reina, que últimamente había hecho suyo el papel de víctima y mujer engañada con la que tanto empatizábamos, ha aparecido ante la opinión pública como un ser egoísta, al que todo le importa un comino. Una bonita forma de tirar por la borda esa reputación de gran profesional que tantas lágrimas le debió de costar.
En una España vapuleada por la crisis y el desempleo, con una banca que reparte beneficios aun en medio de un rescate mientras a la gente le siguen privando de su derecho a una vivienda digna, a una sanidad y a una educación pública, este tipo de exhibiciones sobran. Cualquier persona a la que aprecias, que alardea de la compañía de alguien que te ha hecho, te hace y te hará daño a poco que te pongas a tiro, es una persona que no te corresponde ni merece tu afecto. Y aquí la monarquía, que exige el cariño del pueblo, se ha enrocado en el propósito de no dar nada a cambio, ni siquiera las gracias por mantener su tren de vida durante tantos años. En momentos de sufrimientos extremos como los que vivimos, cualquier pequeño gesto les haría grandes, pero ellos prefieren volverse cada vez más pequeños ante nuestros ojos. Tan pequeños que, a poco que continúen en sus trece, acabarán desapareciendo.


lunes, 26 de noviembre de 2012

Avalon

Confieso que, a veces, me pongo a escribir una entrada y no tengo ni repajolera idea de lo que me va a salir. Puedo contar con una base, un concepto más o menos desarrollado, pero luego mi cabeza divaga que da gusto y el resultado es impredecible. Si a ello le sumamos que suelo tardar unos 20 minutos en elaborar un post y escribo mientras hago otra cosa... bueno, es lógico que a veces me salgan textos más o menos decentes y otras auténticos bodrios. Sé que mis amigos me perdonarán (de hecho, solemos hablarlo) y, bueno, al resto de gente que se acerca por aquí no tengo el gusto de conocerla, así que ellos sabrán dónde se meten.
Yo tengo un blog y plasmo en él lo que me sale del moño, hasta el punto de que, en ocasiones, se me antoja que mis dedos vagan a su libre albedrío por las teclas, con mi cabeza en otros asuntos y mi cuerpo... bueno, mi cuerpo va a lo suyo. Pero ésta es una plataforma muy modesta y muy pequeña, así que mi radio de influencia se antoja tan mínimo como mi ambición cibernética. Cosa muy distinta sería que me dedicara a charlar de mis asuntos en televisión o en la radio (perdón, de vez en cuando también tengo mis momentos radiofónicos), porque entonces debería medir mucho más mis palabras y las consecuencias de las construcciones sintácticas que empleo para hilvanar ideas. Eso es lo que pienso yo pero, por lo visto y oído, no coincide con el proceder de algunas de las personas que, paradójicamente, se deben al público que las ha encumbrado.
En España tenemos un actor, bastante longevo por cierto, que floreció en los 60 y languideció en los 90. Me refiero a Arturo Fernández, ese hombre que con solo un rictus y gestos de caballero de postín (espaldas rectas, barbilla arriba, ¡aaarggg!) consiguió hacerse un nombre y una reputación de galán en las plataformas mediáticas de la época: televisión, cine y teatro. No es que fuera de los actores de raza, pero el físico parece que le acompañaba y hacía mucha gracia verle torear a las mozas de buen año, tanto bajo los focos como en la oscuridad de los rincones a los que la censura no accedía.
Ahora, ese señor, que ya va teniendo una edad, ha sido abducido por el monstruo de la derecha, muy probablemente con su consentimiento y asentimiento. Nada que objetar; cada uno puede tener la ideología que quiera y predicarla si así lo considera. El único inconveniente es que se ha escorado de tal modo que se ha convertido en mofa y befa de las redes sociales, objeto de burlas y de críticas tremendas. En solo una tarde ha conseguido lo que toda una vida ante las cámaras no le ha permitido: convertirse en el centro de atención (cuando dicha expresión equivale a hazmerreír público y notorio) de varias generaciones de españoles. Y todo por llamarnos feos.
Según don Arturo, aquellos que fuimos a la manifestación del pasado día 14 éramos los más feos del barrio, la desdicha de cada casa, la vergüenza de una madre. Me recuerda a aquel descacharrante artículo de El Mundo Today que, con motivo de una huelga del transporte público madrileño, se quejaba de que todos los feos salían a la superficie. Pues bien: yo soy una de ellos. Me paseé por la superficie cuando sufrimos aquella huelga de Metro y tuve la desfachatez de volver a plantar mi cuerpo serrano en la calle durante la manifestación del día 14. Soy fea, pero hasta los feos tenemos derecho a protestar. Incluso yo diría que a airearnos así, a lo loco, sin burka ni nada.
Arturo Fernández es un tipo atildado hasta el amaneramiento, repeinado, relamido y parco de gestos. Lógico que se sienta cómodo y seguro junto a otros como él, personas inexpresivas, con el ego altivo y la mirada torva, capaces de manifestar un radical desprecio ante cualquiera al que no crean digno de entrar en su club. En cambio, muchos de estos españoles feos no podemos gastarnos lo que no ganamos en ropa de marca, tratamientos intensivos de belleza, spas de lujo en Portugal y clases de protocolo. Bastante tenemos con lavarnos la cara con jabón de vez en cuando.
Sí, señor Fernández, somos feos. Muy feos. Tanto que nuestro gobierno intenta coartarnos el derecho a manifestarnos para no dar mala imagen en el exterior. Ya lo siento, ya, pero es que no nos sentimos cómodos protestando con traje, lencería fina y tacones de 14 cm. Preferimos los vaqueros que andan solos, las zapatillas y el jersey roñoso. Ahora que sabemos que a las manifas deberían ir top models y galanes de todo a cien, pierda el cuidado, que al menos lavaremos los pantalones con jabón Lagarto antes de gritarle cuatro piropos a Ana Botella cuando pasemos delante del Palacio de Cibeles.
Pero lo más duro de todo, lo que de verdad me ha partido el alma, es que Arturo Fernández diga que, además de feos por fuera, lo somos por dentro. Viniendo de semejante autoridad moral, de un hombre que, quiero imaginar, ha pasado su vida trabajando por el prójimo y practicando la solidaridad como si no hubiera un mañana, una no puede más que precipitarse en la amargura de la depresión profunda. Desde aquí, reclamo para Arturo Fernández el premio Nobel de la Paz, el Príncipe de Asturias a lo que sea, la Aguja de Oro de Telva y hasta el cromo del Tigretón. Este dechado de virtudes se lo merece todo y más. Lógico es que, con semejante nivel de inteligencia y bondad, mire a la plebe por encima del hombro desde el salón de su casa y se permita decir que somos unos completos adefesios. Qué intuición, qué sabiduría... qué gilipollez.
Cuando era pequeña me enrocaba con el mito de Avalon y la supuesta tumba del rey Arturo. Todos queremos saber de dónde venimos y, si ese origen encierra cierto componente mágico, ya tenemos el mito servido. Me imaginaba un Avalon mítico, habitado por personajes muy parecidos a los elfos de El Señor de los Anillos, bellos y distantes. Ahora veo a este rancio personaje de descalificación fácil, también llamado Arturo, y pienso cómo será su Avalon: probablemente lleno de grotescos carcamales y viejos verdes destilando desprecio y babeando odio. Y no me gusta. Prefiero volver a los pasadizos subterráneos que recorren el subsuelo de Madrid, de los que una fea como yo nunca debió salir. Mil perdones.


domingo, 25 de noviembre de 2012

Tonto el que no vote

Hoy domingo se celebran las elecciones catalanas. Solo unas cuantas pinceladas sobre el tema: al mismo tiempo que la identidad nacional, entendida como un conjunto de costumbres que definen a un pueblo a lo largo y ancho de su historia, me parece un tesoro que hay que preservar, los nacionalismos, desde el punto de vista económico, político e incluso racista, me resultan anacrónicos con la tendencia universal a la globalización. Por otro lado, la controversia del idioma y su utilización como arma arrojadiza se me antoja patético y paleto; si tanto defendemos nuestra lengua particular como única y verdadera, no entiendo qué hacemos vascos, catalanes o gallegos aprendiendo inglés, por ejemplo. ¿Que lo necesitamos para trabajar y progresar económicamente? Ah, claro, entonces sí que lo vemos bien, pero, mientras tanto, nos afanamos en reducir el universo cognitivo de nuestros hijos a la mínima expresión. Incongruente a la par que estúpido. Por último, en el caso catalán, sea cual se el resultado, debe y tiene que haber un referéndum. Hemos llegado a un punto, o una promesa, de no retorno. Y después, esa clase política que ha comerciado con los votos al precio del miedo y el descontento, que apechugue con las consecuencias de sus actos. Pero no quiero abandonar el tema a su suerte sin un último anexo: Artur Mas no me interesa nada, pero nada, como personaje político. De la misma manera que siento una especie de fascinación friki por Jordi Pujol, Mas no me despierta ni frío ni calor, salvo cuando lo imitan los chicos de Polonia, que entonces hasta me río. Sí, soy de aquellas personas extravagantes que escuchan hablar catalán en la intimidad sin haber nacido ni vivido en Cataluña. Y no es el único idioma.
Pero, al margen de lo que ocurra hoy, estas nuevas elecciones, seguro, vendrán a complicar aún más el panorama político español, donde ordena y manda con mayoría absoluta un partido al que, oh sorpresa, parece que nadie ha votado. Y, por lógica, debería de ser así. Porque si el Partido Popular, siendo una formación que se ha distinguido por predicar la bonanza económica de una determinada clase social, que jamás se ha destacado por sus acciones en favor del bien común y cuyos cabezas visibles han enarbolado siempre su escasa o nula tolerancia, su ínfima capacidad de diálogo y  su favoritismo hacia los poderes que los han aupado, está donde está, entiendo que es porque en este mi país hay más como ellos que como yo, por ejemplo. Es lógico creer que si un partido que gobierna para los ricos gana de calle unas elecciones es porque hay muchos ricos que les han votado. O ingenuos que piensan que, por concederles el derecho a gobernar, van a formar parte del club. Antes quítate esas zapatillas blancas raídas y gástate el subsidio de desempleo en unos Louboutin, por favor.
Es obvio que en estas manifestaciones multitudinarias en las que Cristina Cifuentes solo ve a cuatro descerebrados haciendo botellón hay mucha gente que votó a la derecha y que, probablemente, la volvería a votar. Lógicamente, tienen todo su derecho a manifestarse; el mismo que a hacer examen de conciencia sobre el llamado voto útil, ése que usamos para echar a quien no nos gusta y poner en el poder a quien nos va a dar aún más por culo. Sin embargo, estoy convencida de que, si ahora mismo, hubiera elecciones en la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid, volvería a ganar el PP. Sí, como el caso gallego al que tanto criticamos. No importa que Ana Botella e Ignacio González no sepan hacer la o con un canuto y estén claramente manejados por otros y otras; podrán equivocarse mil veces, destruir nuestra sanidad, nuestra educación y nuestra justicia que ellos y aquellos que nos venden en su nombre, volverían a ganar. Y, en gran parte, lo lograrían porque muchos madrileños se quedarían en sus casas pensando que la abstinencia es la mejor y más cómoda forma de protesta, cuando, en realidad, es la mejor y más cómoda forma de perpetuar en la poltrona al partido dominante. Hasta que eso no se nos meta en la cabeza, España va a seguir perdiendo capital económico, capital social y capital humano. Reconozcámoslo: gran parte de la culpa es nuestra, por no ejercer el derecho al voto al modo de una auténtica democracia participativa.
En el caso de las elecciones gallegas, el partido Escaños en blanco, que abogaba por la inutilidad del voto, sacó más rédito que el pedazo de formación controlada por el pedazo de estadista que es Mario Conde. Para que los "sistemáticos" entienda, promovían el rechazo al sistema dentro del sistema, pero hubo gente que salió de sus casas para votarles. Nada que objetar a esta forma de protesta. Los españoles nos relacionamos mediante la queja (atraemos a los demás dándoles pena o erigiéndonos en falsos líderes que aglutinan de boquilla las quejas de los demás), pero hasta ese ejercicio de protesta necesita un poco de acción por nuestra parte para lograr unos resultados medianamente visibles. Me pregunto si esto, además del inglés, no habría que enseñarlo en las escuelas...


sábado, 24 de noviembre de 2012

Todo pasa por algo

Hay al menos dos condiciones que llevan a una persona a decir aquello tan socorrido de "todo pasa por algo". La primera es que crea que, en realidad, la concatenación de experiencias negativas siempre acaba conduciéndonos a otra positiva que compensa el sufrimiento padecido. Otra vez la moral judeocristiana convertida en ética moderna para gustar y convencer a todos. La segunda, bastante más prosaica y también un poco más científica, tendría que ver con el principio de que toda acción produce una reacción. Muchas veces nos asombramos de que determinadas cosas sucedan cuando, en realidad, son la consecuencia última de toda una serie de actos que, inevitablemente, llevan al mismo fin. Es muy probable que nuestro subconsciente se de cuenta, pero nuestro consciente, ocupado normalmente en cosas mundanas, se empeña en abrazar la explicación más sencilla: "todo pasa por algo". Pues sí, probablemente por algo que yo, tú, él, nosotros, vosotros y ellos provocamos.
La primera de las opciones es demasiado fatalista a mi parecer. Como ya he dicho muchas veces, no creo que el sufrimiento lleve al paraíso sino todo lo contrario: es lo más parecido al infierno que podemos conocer y, volviendo a los principios cristianos, el infierno sería eterno, así que dígame usted qué futuro nos espera creyendo que el llanto y el dolor tienen premio. Solo el olvido del sufrimiento encierra recompensa y esa recompensa reside en el propio olvido. Perdón por las reiteraciones, pero no se me ocurre explicarlo de otro modo.
Reconozco que yo misma he dicho muchas veces eso de "todo pasa por algo", pero en el sentido de que de aquellos lodos vienen estos barros (¿o era al revés?). Obviamente, y volviendo a mi monotema, el haber votado a Aznar perpetuó y relanzó la burbuja inmobiliaria; el hacer lo mismo con Zapatero echó más leña al fuego, y el votar por el PP de nuevo trajo como consecuencia el inframundo en el que ahora nos hemos sumergido. Evidentemente, nuestros actos y los de ellos tuvieron una consecuencia. ¡Y vaya consecuencia! Pero, bueno, como, a mi entender, los defectos de la clase política moderna se remontan a los mismos orígenes de aquella nuestra Transición tan alabada, no voy a seguir por ahí.
El "todo pasa por algo" encierra un punto de resignación que no me gusta un pelo. Es como si nosotros, actores necesarios para que las cosas ocurran, no pudiéramos hacer nada para que éstas se precipiten. Y no es así. De hecho, somos los protagonistas de nuestra historia. El problema es que, a veces, no nos gustan las consecuencias de las acciones y somos demasiado cobardes para enmendar el mal que hemos causado. Preferimos dejar que la vida siga su curso y que una vuelta del destino arregle lo que nosotros no fuimos capaces de componer. Y, en ocasiones, eso sucede. Ahí entra mi segunda frase favorita: "lo que tiene que ser para ti, será para ti". Creo firmemente que si una casa, un coche, una persona, un trabajo o, incluso, un país, ha de ser para ti, lo será. Suceda lo que suceda. Pero también opino que, en el fondo, tu subconsciente está trabajando para que así sea porque sabes que, efectivamente, tu felicidad (momentánea o duradera) se encuentra precisamente escondida ahí. Se nos cruzarán muchas tentaciones por el camino, nos equivocaremos, daremos la espalda a lo que verdaderamente es nuestro complemento... pero, al final, lo alcanzaremos. El único inconveniente es esa estúpida insistencia en instalarnos en la cobardía y la mediocridad, pensando que algo es demasiado bueno para que nosotros lo disfrutemos y dejándolo ir a las primeras de cambio. Si algo muy bueno se acerca a ti, a lo mejor es porque una parte de ti lo merece y lo ha buscado. Y quizás, solo quizás, tendrías que preocuparte por desarrollar más esa parte y soltar el resto de lastre que te sobra y que te impide alcanzar lo que de verdad, aunque a lo mejor no seas capaz de reconocerlo ante la galería, deseas internamente.
El problema de este planteamiento, que es muy bonito escrito pero bastante complicado de llevar a la práctica en casa, es que lo que es para nosotros, es para nosotros, pero lo que no es, nunca lo será. Y también gracias al mismo principio: en el fondo de nuestro ser, allá donde las células más extravagantes se reúnen para debatir las últimas andanzas de los hermanos Matamoros, sabemos que aquello que nos empeñamos en perseguir no nos va a hacer feliz jamás. Y hasta que esta verdad sale por fin a la superficie, los intentos por sofocarla son muchos, cansinos, inútiles y deprimentes. De ahí que lo mejor, tal vez, sea hacer hincapié en la tercera máxima y "dejar que todo fluya". Pero incluso en el fluir de las cosas hay que entrar en el río y rescatar a la hoja que se ha quedado varada. Y siempre, de niños y de mayores, sabemos cuándo llega ese momento.


miércoles, 21 de noviembre de 2012

Las chicas de oro

De todos es sabido mi fascinación mal disimulada por las señoras del PP, fascinación que se acrecienta cuando dichas mujeres ocupan cargos públicos. En realidad, debo puntualizar que me parecen todas iguales hasta que empiezan a parecerme distintas, algo que suele coincidir con meteduras de pata de las muy gordas.
Entre las muchas peperas a las que yo seguiría con devoción cristiana si fuera capaz de sentirla, destacaría un grupito de alegres damiselas que, en el caso de que se fueran a vivir juntas a un pisito de protección oficial, inspirarían una sórdida comedia digna del mejor Álex de la Iglesia. Me refiero, obviamente, a Cospedal, Aguirre, Botella y Cifuentes. La primera me recuerda a una inflexible maestra de internado de posguerra, con una estricta vida pública en lujurioso contraste con una alocada vida privada. Probablemente esté equivocada y Dolores sea una santa de recto proceder y aún más envarada moral, pero la que esto suscribe también tiene derecho a crear sus propios personajes literarios desde el respeto que le infunde la autoridad. Por otro lado, de Botella ya he hablado largo y tendido y, sinceramente, la señora Aznar no da para más. Lo único destacable de esta mujer son sus errores y, con el tiempo, estoy convencida de que ni eso.
Otra cosa muy distinta son las otras dos protagonistas del show, Aguirre y Cifuentes. La primera se nos fue, seguramente para volver. Porque es muy cómodo montar el teatrito de varietés diciendo que te retiras y seguir siendo presidenta del PP madrileño, con lo que a la postre se va a cumplir aquella profecía de que Esperanza ha hecho mutis por el foro para que se equivoquen otros y después regresar, cual virgen inmaculada, erigiéndose en salvadora de la patria con cargo y sueldo. No es lista la lideresa ni nada. Si uno tiene la voluntad de retirarse de la política, se retira del todo, pasando a dormir una plácida jubilación a la sombra de cualquier gran empresa dispuesta a untarle las alforjas. Pero a Espe la seguimos teniendo en la chepa, cual Pepito Grillo, susurrándonos al oído (derecho, por supuesto) las barbaridades que muchos quieren oír. Palabras meritorias que, viniendo de la persona que puso en marcha el magnífico plan de vender Madrid al mejor postor, nos dejan ya no temblando, sino con ganas de echar a correr y no parar hasta llegar a Pernambuco.
Cristina Cifuentes es otra cosa. Da hasta gusto ver a la Delegada del Gobierno en la televisión, soltando tonterías que no vienen a cuento a sabiendas de que, efectivamente, lo que está diciendo no se lo creería ni un niño de teta. Y es que esta mujer, además de no saber contar los asistentes a las manifestaciones (pido desde este púlpito que alguien le organice lo antes posible una cita a ciegas con el entrañable conde Draco) y confundir un millón de personas con 25 colegas y una cabra, es capaz de saber con certeza el nombre, dirección, profesión y dónde estudian los hijos de un montón de madrileños de izquierdas pero, sin embargo, no consigue saber dónde se encuentra ahora mismo su esposo. Porque la señora Delegada está bien casada con un prófugo de la justicia que debe un montón de pasta a los españoles y que, sospechosamente, aparece en las fotos de las celebraciones familiares cuando nadie de su clan conoce su paradero. Es lo que Iker Jiménez llamaría un ectoplasma con la extravagante costumbre de manifestarse a través de la réflex. En serio, si yo fuera la mandamás de un montón de policías madrileños, antidisturbios incluidos, seguramente sabría perfectamente si mi marido se fue a por tabaco y si te he visto cruzo de acera, o se encuentra durmiendo la mona en un club de ésos de muchas luces. Pero Cifuentes, con todas sus luces y sus sombras, dice saberlo todo de nosotros pero nada del hombre con el que se casó, imagino que de blanco y por la iglesia. Anonadada me/nos tiene.
Cuentan los mentideros de la villa y corte que Cristina Cifuentes se postulará como próxima alcaldesa con el beneplácito de Esperanza Aguirre y el mosqueo de Ana Botella. Ella lo ha negado en público, o sea, que va a ser que sí. A mí la cosa me preocuparía si no me diera tanta risa pensar en que una mujer, antipática y altiva, a la que, por lo que parece, 2+2 le salen -22 y cuyo marido es un presunto delincuente, va a ser la próxima inquilina de nuestro señorial Ayuntamiento. Son capaces los suyos de postularla y, lo que es peor, nosotros de votarla. Creo que, de seguir promoviendo esta degradación institucional, lo mismo nos llevamos una sorpresa y vemos a Kiko Rivera de alcalde de la capital. A lo mejor tampoco sabe contar, pero al menos parece más simpático. Eso que nos llevamos.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Juego de Damas

Aunque mucho no nos hayamos dado ni cuenta, acaba de finalizar la XXII Cumbre Iberoamericana, ese foro donde los mandatarios de los países hispanohablantes se reúnen para hablar de sus cosas, que se supone (solo se supone), también son las nuestras.
Como los españoles andábamos enfrascados en paros, manifestaciones, desahucios y cargas policiales varias, apenas nos percatamos de que en Cádiz se reunía la flor y nata de nuestros gobernantes, debatiendo altos asuntos y participando en comilonas de elevado rango. El único que se ha salido del guión ha sido el presidente Correa, que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, les ha dicho a los bancos españoles que nada de quedarse con las propiedades de los emigrantes ecuatorianos en su país de origen. Vamos, que a la hora de desahuciar se desahucien ellos mismos sus señoras fincas. Imagino que a Botín y a sus amigos se les habrá atragantado el caviar del desayuno ante semejante salida de madre. Ahora el mapamundi ha cambiado y el tercer mundo americano ha pasado a ocupar el primer lugar del pódium. Los Ferrari nos hemos quedado atrás. Será cosa de la junta de la trócola...
En fin, que no me quiero salir del tema en la primera curva. Volviendo a la cumbre de todas las Américas, he de reconocer que, siempre que me topo en las noticias con un evento de estas características, inevitablemente me pongo a pensar en los festejos colaterales y, sobre todo, en esas reuniones tan bonitas de Primeras Damas en las que, mientras sus maridos arreglan el mundo entre café, copa y puro, ellas hacen lo propio sorbiendo té con dos dedos. Eso es lo que yo imagino, pero vaya usted a saber si las señoras no se ponen ciegas de tequila y empiezan a contar chistes verdes y a calibrar los miembros del Gobierno... Desde luego, me haría más ilusión esta segunda posibilidad.
Ser Primera Dama tiene que ser un coñazo. Vale, te conceden todos los caprichos materiales pero, a cambio, no vives tu vida, sino la de tu marido; debes llevar una existencia recta y formal aunque tengas alma de pendón y te ves obligada a abandonar tu profesión (si la tuvieras) para dedicarte con fingido entusiasmo a las migajas que va soltando el trabajo de tu señor esposo. Normalmente, lo que te toca en suerte son causas sociales de diversa índole, es decir, la defensa de los menesterosos, a no ser que te creas Evita Perón y, de repente, te vuelvas roja y sindicalista, en cuyo caso no estoy yo tan segura de que el matrimonio se prolongue demasiado en el tiempo.
Pero, sin duda, el horror más horroroso de este tinglado de pareja es tener que asistir a estos encuentros de Primeras Damas en las que, estoy convencida de ello, todas se miran entre sí para ver quién ha ganado unos kilos, quién se ha gastado más en joyas y abalorios y quién se ha hecho el estiramiento facial con mayor arte. No creo que estas señoras tan aseñoradas se reúnan para intentar buscar una salida a la crisis mientras sus maridos nos llevan, directa y rápidamente, a la mierda. Desde luego, me resulta complicado imaginar a la esposa del presidente Sirio, en bata y chanclas, criticando la limpieza étnica de su país con la reina de Jordania vestida de chándal. Lo intento, pero no puedo.
De todas formas, lo que más me llama la atención es cuánto le cuesta al Estado anfitrión organizar, no ya la cumbre de los esposos, sino las tardes ociosas de las desposadas. Es decir, cuánto tenemos que pagar nosotros por desplazar a una troupe que no tiene ningún cargo institucional ni, supongo, capacidad de decisión en los asuntos de un país. Hay empresas privadas que costean los viajes a todo trapo de los altos cargos y sus acompañantes, pero resulta que el Estado es una empresa pública con la obligación de rendir cuentas. No sé si resultará muy ético que los sufridores de a pie costeemos el spa y los brunch de las estupendas consortes. Y no me refiero solo a las cumbres y reuniones en la ídem de las que España ha sido anfitriona.
También me pregunto qué ocurre cuando el consorte es él. Cristina Kirchner, que nos odia profundamente (algún mal español no la trató con la debida reverencia, imagino; mil perdones) ha declinado la invitación, pero tampoco tiene pareja. Que se sepa públicamente, me refiero. Sin embargo, hay otros casos de estrictas gobernantas cuyos maridos cuentan con el mismo derecho a participar en este juego de Damas que Michelle Obama, por ejemplo. ¿Qué ocurre entonces? Me encantaría saber qué tiene preparado el protocolo para casos así y qué demonios hará Joachim Sauer, marido de Angela Merkel, mientras sus colegas se pintan las uñas y deciden, entre todas, donar un montón de consolas y botes de laca a Senegal.
Está claro que no lo sabré nunca.


sábado, 17 de noviembre de 2012

El sistema

La RAE, esa esplendorosa institución que acoge, entre otros, a Juan Luis Cebrián, define sistema como "un conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente enlazados entre sí". Una definición aséptica, ni buena ni mala, ni fría ni cálida. Sin embargo, el lenguaje no puede prever el uso que de él hará la vida, y en estos momentos, sistema se utiliza, en muchos casos, como sinónimo de cadena opresora.
No sé si será por el cine, por la literatura o porque nos sale de la tortilla, pero lo cierto es que tendemos a identificar sistema con Estado cuando este último se vuelve malévolo y ataca a las partes que lo componen. De ahí que surjan las expresiones antisistema, sistema opresor en lugar de Estado opresor, hay que destruir y/o parar al sistema etc.
Sin embargo, existe otra definición de sistema, publicitada también por la RAE, que lo equipara a "un conjunto de cosas que, relacionadas entre sí ordenadamente, contribuyen a determinado objeto". Teniendo en cuenta esta última aseveración e integrándome en el lenguaje popular, siempre he dicho que al sistema hemos de cambiarlo dentro del sistema, es decir, que al conjunto de reglas y principios que no nos gustan hay que enfrentarle mediante un conjunto de cosas ordenadas que persiguen un fin.
No creo que las barricadas, ni los golpes, ni los ataques violentos sirvan para cambiar la legislación salvo para hacerla más severa. La respuesta a las modificaciones que muchos perseguimos está en otro lado, pero vaya usted a saber dónde.
El otro día leía un artículo de Punset en el que afirmaba que la huelga general no sirve para nada. Estoy de acuerdo, aunque a medias. La huelga general ha demostrado su eficacia histórica y sirve para mucho, pero, por mucho que me duela decirlo, se está revelando inútil ante este gobierno que tenemos, empecinado en seguir echándonos sal en la herida haciendo oídos sordos a nuestros gritos. La huelga, que se correspondería con esa segunda definición de la palabra sistema, se está convirtiendo, por tanto, en un elemento de frustración para la clase trabajadora, una carga para los sindicatos y un arma arrojadiza para los medios, que la utilizan a conveniencia según su posición más o menos cercana a los poderes dominantes, lo cual no hace otra cosa que sembrar la desazón y la desconfianza entre los ciudadanos.
Está claro que hay que buscar nuevos cauces de protesta. El 15M tuvo unos resultados increíbles precisamente por su componente sorpresivo. Y aunque estoy convencida que en su origen fue algo preparado, meditado y buscado, es cierto que a muchos les pilló con el paso cambiado. No obstante, repetir toda la coreografía del movimiento, con acampadas, asambleas, etc, no creo que resulte efectiva, primero, por proximidad temporal (recordemos que el 15M bebe de las fuentes de la acampada de SINTEL de la que muchos ya se habían olvidado) y segundo, porque es algo esperado y, por tanto, ya se han previsto los mecanismos para reprimirla.
Algo parecido ha ocurrido con el movimiento Stop Desahucios, al que parece que nadie había visto venir. Es esa capacidad de sorprender, de pillar al gobierno en pelota picada, lo que hace que estos sistemas organizados (perdón por la reiteración) tengan éxito justo donde quieren tenerlo. O por lo menos triunfen mientras los científicos locos del Estado preparan el antídoto.
Estoy convencida de que hay mucha gente pergeñando ideas para combatir al sistema desde dentro de sí mismo. Y creo que alguna de ellas puede pararnos a todos el pulso (incluidos Rajoy su banda de golfos apandadores) sin recurrir a la violencia ni a la revolución, eso que tanto les gusta a algunos y que tan grandes costes humanos, sociales y políticos suponen para un país, que tarda muchísimos años en superar las devastadoras consecuencias de semejante levantamiento.
Me encantaría decir que tengo un saco rojo lleno de artimañas progresistas para recomponer España, pero no es así. No se me ha ocurrido ponerme a ello y, en realidad, soy una mindundi que, además, en su vida "normal" se ve obligada a dedicar muy poco tiempo a reflexionar sobre estas cosas. Bastante tengo ahora mismo con intentar averiguar quién es quién en el culebrón Petraeus. Confieso que me he perdido, así que si algún alma caritativa me pudiera elaborar un árbol genealógico de generales, amantes y otras unidades bien armadas, se lo agradecería muchísimo. Ahí lo dejo.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

No a la guerra

El título de esta entrada es el lema que la sociedad española esgrimió contra la participación de su país en la guerra de Irak. La decisión de plantar batalla, tomada unilateralmente por un presidente Aznar pasado de algo, sirvió para unir a todos los ciudadanos en un mismo clamor.
Sin embargo, resulta curioso que, aquel incidente cargado de criminalidad intencionada que aconteció allende nuestras fronteras nos uniera tanto, y esta otra batalla, que se está disputando día a día dentro de los límites de nuestro territorio, nos tenga, no ya a pie de guerra, sino a pie de sillón.
Porque lo que está ocurriendo en España es un conflicto bélico donde, además, una de las partes tiene todo el poder, todas las armas y todas las triquiñuelas, mientras el pueblo solo puede defenderse con lo que encuentra más a mano: el garrote y el cazo. Es como si unos emplearan tecnología de la NASA mientras otros solo pudieran repeler los ataques con tirachinas. La palabra injusticia se queda corta.
A veces pienso que tenemos un gobierno que nos odia profundamente. Por no ser ni tan católicos, ni tan apostólicos ni tan partidarios de la una, grande y libre. Por no creer en las tontadas de la mujer, mujer, ni en la separación por sexos, ni en que el matrimonio solo se da entre macho y hembra o en que el derecho de manifestación es un mal innecesario. Nos odia por no practicar el pensamiento único y por tener conciencia. Si no, no se entiende tanto ensañamiento, tantas mentiras, tanto bailarle el agua a los que cortan el bacalao y no sigo porque la palabra "tanto" se me gastaría de "tanto" usarla.
Los españoles estamos en guerra porque nos enfrentamos a una fuerza que quiere acabar con nuestro modo de vida y a la que nos podemos calibrar. Pretende arrebatarnos nuestros derechos, nuestras casas y nuestras familias, a ser posible con nocturnidad y alevosía. Insiste en que la culpa de lo que ocurre es nuestra, españoles ilusos que un día tuvimos un sueño y quisimos cumplirlo. Lanzan amenazas diciendo que una huelga general da mala imagen exterior y debilita aún más la posibilidad de acuerdos comerciales con el extranjero. Se ve que la corrupción, los desahuicios, el desempleo y todas esos bonitos regalos con los que nos obsequia la jefatura del Estado a cualquier hora, contribuyen día a día a que España suba enteros en las Bolsas internacionales. Perdonen que no me haya dado cuenta.
Hoy hago huelga. Por motivos que no vienen al caso, he tenido que salir un momento a la calle a la misma hora que salgo todos los días. Y como si no hubiera pasado nada. Salvo el quiosco, el resto del mundo conocido seguía tal y cual lo había dejado: los mismos bares abiertos, la misma gente tomando café... La guerra también va con ellos, pero el miedo va con todos. Miedo a perder empleos, a recibir coacciones, a que te quiten un dinero que te viene muy bien... Miedo, en fin, a ser víctimas colaterales de una guerra que, según la opinión de algunos, libran otros. Craso error: en cualquier momento bombardearán tu casa o tu centro de trabajo, aunque hayas sido la persona más piadosa y afecta al régimen que se recuerda en los anales de las FAES.
Cuando estudiaba Historia, me vanagloriaba de que, gracias a los acuerdos internacionales y a la nueva configuración mundial, a mí no me iba a tocar vivir otra guerra. No contaba con que, quizás, la partida no se jugaría con las armas que me mostraban las películas: que esto se parecería más a un sórdido drama de Ken Loach que a una batalla de Call of Duty.
Yo hace tiempo que he gritado No a la guerra. De hecho, llevo mucho tiempo haciéndolo. Esta tarde saldré a la calle a repetirlo. Sé que habrá más como yo. Tal vez no tengamos tecnología punta, pero somos un ejército cargado de ideas. Y, en las películas, los hombres de negro nunca ganan. Ojalá la realidad se parezca un poco a la ficción.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Homeless

La figura del homeless norteamericano, ese individuo (o individua, como diría Leire Pajín) que se pasea por las calles de las grandes ciudades desarreglado, muchas veces colocado, y farfullando vocablos ininteligibles mientras arrastra un carrito de la compra, nos resultaba muy pintoresca. Por lo menos a este lado del charco. Lo que no sabíamos entonces y hemos descubierto con el tiempo, es que cada cultura, cada nacionalidad o como los catalanes tengan el gusto de llamarla, posee un tipo de homeless conforme a la sociedad que lo ha parido.
En los últimos tiempos, los españoles estamos siendo testigos y víctimas de esa cosa tan infame llamada desahucio. Reconozco que, de pequeña, las palabras con h intercalada me acongojaban: no entendía para qué servía la letra en medio. Ahora, lo que no entiendo es la palabra en sí, aunque su significado lo haya pillado perfectamente. Le llaman aprender a golpes.
España se está llenando de homeless, con la particularidad de que a la mayoría no los vemos, pero los sentimos. Gentes que, de un día para otro, se quedan sin techo donde vivir y se ven obligadas a subsistir no sé muy bien cómo, pero sin levantar demasiado la voz. Es lo que ocurre cuando eres español y te educan para tener una pareja hasta que la muerte os separe, un trabajo para siempre y una casa donde nacer y morir. A poder ser la misma. Si alguno de los pilares se derrumba, nos sentimos como parias, personas non gratas.
La mayor catástrofe de un desahucio es que, en ocasiones, se ejecuta (menuda palabra ésta también) con resultado de muerte. Supongo que porque es muy difícil soportar e interiorizar esa sensación de fracaso que te entra cuando se derrumba uno de esos pilares sobre los que has construido tu situación familiar. El último suicido que hemos tenido la mala suerte de conocer, el de la mujer de Barakaldo, es de manual: una madre de familia que no había comentado a casi nadie su maltrecha situación. Otra vez la maldita vergüenza, supongo.
Yo creo que, cuando eres víctima de una injusticia, cuando alguien te la juega, hay que gritarlo. Y hay que denunciarlo también. Es nuestro deber advertir a los demás, no solo de que nos hemos topado con seres aviesos que caminan entre nosotros con la cabeza demasiado alta, sino de las consecuencias que pueden acarrear sus actos. Es más: cuentan los psicólogos que para empezar a resolver un problema hay que comenzar por verbalizarlo y contarlo. Reconocerlo, al fin y al cabo. Y, ahora mismo, los desahucios son uno de los problemas más graves de este país, la consecuencia última de una situación insostenible y, la mayoría de las veces, injusta.
Como ya he dicho en anteriores ocasiones, no creo que todos mis compatriotas ni yo misma hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades y tengamos en nuestras casas lustrosas cuevas de Ali Babá nutridas de riquezas esquilmadas en tiempos de bonanza. Eso lo poseerán otros. Igualmente opino que esta limpieza étnica que llevan a cabo las empresas se está cobrando la salud y el futuro de los mejores: los empresarios suelen quedarse siempre con el que no protesta, con el que no da problemas, con el que no pelea, con el mediocre y con el pelota. Siempre ha sido así. Por eso compruebo para mi tristeza y horror que la crisis se está cebando en los buenos. Y si tenemos en cuenta que la mala gente siempre, siempre se junta con mala gente, trabajamos a marchas forzadas para crear dos bandos en el que uno lleva irremediablemente las de perder. Las dos Españas en versión siglo XXI.
A todo esto, los dos grandes partidos (a uno de ellos de grande solo le quedan las letras) decidieron el otro día in extremis tomar medidas contra los desahucios. Es curioso, llevamos en caída libre desde 2008 y han descubierto que tienen un problema en noviembre de 2012. Más curioso aún: la vida les ha iluminado justo 24 horas antes de que el Tribunal de Justicia europeo denunciara que la ley española de desahucios es ilegal. ¿Las casualidades existen? A lo mejor, pero el canguelo, más. A PP y PSOE les entró el tabardillo y así, tomándose un café, decidieron que había cambiar una situación a todas luces injusta; las mismas ganas se les fueron un par de días después, cuando, preguntada por el tema, nuestra ínclita Soraya Sáenz de Santamaría respondió que abordarían el problema sin prisas, porque las prisas son malas consejeras. Señores, haremos algo, pero ya veremos cuándo. Díganme si no es para echarlos de la poltrona ya y, a ser posible, con malas formas.
Mientras estos señores que untaron a banqueros y permitieron el jolgorio de la construcción que nos ha dejado hundidos y apaleados se piensan qué pueden hacer para mitigar tanto drama social, a la gente la seguirán echando de sus casas y algunos continuarán tirándose al vacío, como consecuencia de un absurdo e inoportuno efecto llamada. Solo las plataformas ciudadanas correrán a pelearse y enfrentar a los antidisturbios a cara de perro. La mayoría, miraremos las noticias como vacas contemplando el paso del tren, mientras pensamos que ojalá esto fuera la crisis del 29 y los que se tiraran por los ventanales de las torres de cristal fueran los señores banqueros. Amén.


viernes, 9 de noviembre de 2012

La proporción áurea

En los vagones del Metro de Madrid hay colgados pedazos de obras de nuestra literatura. Imagino que, en este intento de culturizar a los ciudadanos, la Comunidad de todos los madrileños irá cambiando los textos expuestos, aunque con el asunto de los recortes, vaya usted a saber si no nos tocará repasar a Machado hasta el glorioso día de nuestra jubilación.
Siguiendo con mi costumbre de cotillear las paredes, ayer tuve la ocasión de leer unas líneas de Punset en la que el señor de los pelos revueltos nos recordaba qué era aquello de la proporción áurea, cosa en la que quien esto suscribe no había vuelto a pensar desde sus tiempos de Historia del Arte. Para quien se encuentre en mi mismo limbo, recordar que la proporción áurea está íntimamente relacionada con el número Fi, descubierto por el arquitecto Marco Vitruvio y que hacía referencia a la proporción ideal de los cuerpos. Tal principio ha sido el fundamento y la sustancia de ingentes obras artísticas e incluso fue homenajeado por Leonardo Da Vinci en aquella composición llamada El hombre de Vitruvio que todos tenemos en mente.
Según la sapiencia de Vitruvio pues, la perfección artística existe, pero no tengo yo tan claro que la perfección humana sea posible. Es más, algunas personas se empeñan tanto en ser imperfectas que vamos a tener que dictar leyes como la de Illinois (discúlpenme si me equivoco de estado de la unión, algunos me parecen demasiado iguales), que no admite la entrada de monstruos en su territorio. Con esta tonta asociación de ideas pretendo referirme al último episodio protagonizado por la alcaldesa doña Ana, a la que todos vemos ya, no como la Botella medio vacía, sino vacía entera.
Después de aquella fatídica noche de Halloween en la que murieron unas chicas adolescentes (situación tétrica donde las haya; si la pilla Stephen King nos casca Carrie 3 y se queda tan ancho), nuestra Ana se calzó el luto, pasó por el hospital a saludar y, con el mismo rictus de quien no se sabe muy bien si siente o padece, agarró el bañador y la crema corporal y fue a relajarse a un balneario de lujo de Portugal, mientras su vicealcalde se mesaba la calva entre sospechas de corruptelas y amistades empresariales de dudosa moral.
No digo yo que Botella no tenga derecho a relajarse. El mismo que me acoge a mí, a mi prima la del pueblo e incluso al rey de España (aunque sus métodos desestresantes sean poco ortodoxos comparados con los de sus súbditos). Pero también creo que un servidor público, que se supone que ostenta un cargo tan relevante para trabajar por la población y no para lucrarse, debe dar el callo y hasta el juanete si la situación lo requiere. No es de recibo que, habiendo sobrevenido una tragedia que ha conmocionado tanto y tan hondo a la opinión pública, el máximo responsable y quien debe de tomar decisiones se marche de vacaciones como si no hubiera ocurrido nada. El sentido del deber, señores y señoras, debe ir incluido en el sueldo.
Pero, bueno, tampoco es que estemos contemplando nada nuevo bajo el sol: de hecho, los políticos del PP son expertos en dedicarse a la autocomplacencia cuando tienen que estar complaciendo a los ciudadanos y, sin entrar en detalles dolosos, es normal ver a un ministro de Interior de cacería con sus amigotes mientras la fauna y flora de Galicia se va al garete tras la travesura de un barco petrolero. Y sí, pienso que ha habido ausencias mucho peores entre las filas conservadoras y bastante más criticables, pero todos esperábamos a que Ana Botella diera un traspiés. Bien, lo ha dado.
Hasta ahora, la alcaldesa no había cometido grandes errores porque tampoco había hecho grandes cosas. Ni pequeñas. Parecía que su gestión se basaba en que todo fluyera, aunque ahora hemos descubierto otra de sus cualidades manifiestamente mejorables: su pasmosa incapacidad para enfrentar problemas. Y un regidor público carente de reflejos y soluciones es como un banco que no devuelve los ahorros de sus clientes. Ah, perdón, que eso también lo tenemos...
No creo que Ana Botella deba dimitir tras su garbeo por la costa portuguesa. Lo que pienso es que jamás debió aceptar la alcaldía de Madrid. Una persona sin cultura política, sin bagaje profesional ni personal, sin carisma y sin proyecto no puede sentarse en lo más alto del Palacio de Cibeles. Doña Perfecta estaba cómoda contemplando las manifestaciones ciudadanas de la atalaya de su particular Vetusta hasta que notó que la pata de su trono cojeaba y no conseguía nivelarla ni con un ejemplar de la Constitución ni mucho menos con la Santa Biblia.
Lamentablemente, se ha dado cuenta de que la perfección es una entelequia, y lo peor es que los demás lo sabemos. Ni su gestión es perfecta, ni su equipo es perfecto, ni su partido es perfecto y, por supuesto, su señor esposo tampoco. Ahora solo queda demostrárselo.