martes, 19 de febrero de 2013

Por encima de la ley

Tal vez sea una persona extraña, a la que han educado para respetar las leyes y a la autoridad que las promulga. Quizás por ello he tenido tantos conflictos internos: estaba acostumbrada a pensar que quien ocupaba puestos superiores era porque había hecho los méritos necesarios para ello, hasta que hace años me di cuenta de que no, y que en este país vale más un buen enchufe que tres licenciaturas. Por supuesto, existe gente que, por circunstancias de la vida, no ha estudiado en la Universidad y, aun así, sus ganas de aprender y su curiosidad innata son encomiables; pero también es muy fácil toparse con la otra cara de la moneda, personas que lo han tenido todo, que solo han recibido regalos en la vida y jamás se han planteado dar, ni tan siquiera, los buenos días. Ninguno de ellos cuenta con el bagaje necesario para ejercer la superioridad sobre los demás, sea ésta del tipo que sea. Pero es que además su torpeza revela hasta tal punto sus debilidades que pierden el respeto de quienes les rodean. Lógicamente, semejante daño a su ego exige imponer a los de abajo un castigo a la altura del soberbio mentecato que pretende erigirse en rey cuando no llega ni a asiento de trono.
No sé a los demás, pero a mí, de pequeña, me tocaba la moral que aquel que establecía las normas del juego fuera el primero en saltárselas. Tanto empeño en marcar la pauta para, a las primeras de cambio y viendo que el viento no le era favorable, transformara las reglas en un pasacalles. Me parecía una falta de respeto a los compañeros y a la dinámica de grupo, aunque es verdad que yo para esto del respeto soy muy tiquismiquis y que, por ejemplo, opino que nadie tiene derecho a jugar con el tiempo de los demás ni a juzgar lo que es o no importante para el otro bajo su propio baremo. Pero, bueno, ésa es una historia diferente de la que, además, ya he hablado.
Será debido a mi concepción de la legalidad por lo que me chirría tanto aquella sobada frase de "quien hace la ley hace la trampa". ¿No está la ley precisamente para castigar la trampa? En este país se valora más al jugador de póquer que al que enseña las cartas; supongo que por eso tiene tanto éxito social el colectivo de los metemierdas, uno de los más aborrecidos por quien esto suscribe, sobre todo desde el momento en que durante un tiempo me vi obligada a tener que aguantarlos y, además, soportar las consecuencias de sus actos, mentiras y falta de escrúpulos.
Si leemos o vemos las noticias tal parece que la ley es uno de esos retos que te pone la vida. No para cumplirla, sino para saltártela. Y el principal problema es que quien más se la salta y quien menos sufre las consecuencias de hacerlo es aquel que, al margen de que la haya promulgado o no, predica por activa y por pasiva el obligado cumplimiento de la normativa vigente. Se dota a sí mismo de una autoridad moral, de guardián de la rectitud y el buen compartimiento para, en cuanto nos damos media vuelta, ser el primero en pasarse la legislación por el forro de lo que viene siendo la entrepierna. No es extraño que, viendo el panorama, se nos quede la misma cara que a Carmen de Mairena contemplando el certamen de Miss España, es decir, la de qué he hecho yo para merecer esto.
Imaginemos todos lo que se nos hubiera pasado por la cabeza cuando, con 14 años, nos dijeran que nuestro profesor favorito era un pederasta o un atracador de bancos de los de media en la cabeza y gatillo juguetón. Pa'habernos matao. Ahora mismo estamos siendo testigos poco privilegiados de una realidad paralela igual de alarmante: quien tendría que velar por nosotros y dirigirnos a través del recto camino es, o un delincuente confeso o, prácticamente, un presunto culpable. Desde el rey abajo, todos parece que tienen algo que ocultar y no dudo en que no solo lo parecen sino en que en verdad lo tienen. Y lo creo porque algunos ya no se molestan en disimular su desfachatez, sino que alardean de la trampa y del ninguneo de la ley, con peineta al respetable incluida.
Semejante situación no solo lleva a la confusión, sino a la dejadez y el abandono. Sentimos que no podemos confiar en nadie y que todos van a sacar el máximo provecho de nosotros. Y esa noción de la realidad se agrava con la idea de que quienes establecieron las reglas no dudan en saltárselas con el compadreo de los suyos mientras que, si nosotros nos acercamos al límite solo para ojear lo que hay en el abismo, recibiremos una condena inversamente proporcional al grado de la falta. ¿Quién la hace la paga? Quien la hace más gorda se lleva el dinero y luego, si eso, compensa los favores recibidos.
Siempre he dicho que la confianza cuesta mucho ganársela pero muy poco perderla. Y el problema principal de esta sociedad es que ha perdido tanto la confianza en las reglas y quienes las promulgan que ya no quiere seguir jugando. Algunos deberían pensar en las consecuencias de tal actitud: el abandono de la partida implica que no hay quien se lleve el premio gordo del Monopoly. Para que uno gane, otros muchos tienen que participar… y perder.
Si quienes nos gobiernan fueran hombres y mujeres de bien, reconocerían la trampa y cumplirían la ley. Pero su enrocamiento y apego a los privilegios está demostrando que solo les mueve la avaricia y que no les importa aprovecharse y utilizar a los demás con tal de salir indemnes y ganar el juego que ya no es juego, sino combate. A eso, en el colegio, se le llama acoso (bullying para los amigos). ¿Y en la vida? En la vida también.


No hay comentarios:

Publicar un comentario