miércoles, 20 de marzo de 2013

Pasar por el aro

Estos días nos visitan los atléticos miembros del COI (Comité Olímpico Internacional, conocido entre los medios con el simpático nombre de CIO). Entre pata de Jabugo y despiporre en tablaos flamencos, imagino que les quedará un ratito para echar un vistazo al Madrid que nuestras autoridades quieran enseñarles y evaluar si servimos para ser sede olímpica. Y la verdad es que así, a grandes rasgos, muchas ganas de fiesta y cachondeo no creo que hayan encontrado.
Aparte de que el tiempo no les ha acompañado (llueve sobre mojado), la capital de España es, ahora mismo, una ciudad tristona. La situación del país no le hace ningún favor, pero es que, sinceramente, el jolgorio olímpico nos pilla a muchos con ganas de ná y menos. A lo mejor es que mi visión anda un pelín sesgada y debería hacer acto de contrición viendo ese bodrio llamado Splash! o Mira quien salta, donde famosos se tiran a la piscina con bañadores del SEPU, para lograr encender en mi corazón la llama olímpica y entrar directamente en la fase de exaltación de la amistad pero, la verdad, no me sale.
A mí, esto de las Olimpiadas me suena a tongo de colorines, a la fantasía definitiva del ministro Gallardón, aquel sueño erótico que le hace eyacular en cuanto ve aros entrelazados y cosas redondas. Los más afines dicen que pondría a España en el mapa de nuevo (se ve que ahora está ahí, al ladito de Júpiter a mano derecha) y que traería la prosperidad a la capital y un montón de trabajo a los españoles, que falta nos hace. Personalmente, esto de la bonanza postjuegos olímpicos, que algunos se empeñan en vender como el salario de por vida de la ONCE, me parece pan para hoy y hambre para mañana. Y si no, que se lo digan a los amigos griegos, quienes celebraron por todo lo alto Atenas 2004 y hoy están vendiendo el país a cachitos.
Los Juegos Olímpicos son, sobre todo, un gran negocio. Una empresa gigantesca de la que no nos vamos a lucrar los mindundis, sino todos aquellos afines al partido que le toque gobernar en la hora feliz, y quieran y puedan sacar tajada del invento. Por muchas subvenciones que nos suelten los señores del deporte (y ya sabemos todos lo bien que gestionamos las subvenciones en España), el mayor aporte a la financiación de unas Olimpiadas modernas proviene de compañías privadas que no donan los cuartos a cambio de nada, sino que nos hipotecan de por vida. A los particulares y a las administraciones. Dicho así, este negocio de oro, plata y bronce no tiene mucho que ver con el sueño olímpico, pero preocupa la facilidad con que algunos olvidan que dicho sueño suele tornar en pesadilla antes de Navidad.
El último ejemplo de Londres debería darnos que pensar: las Olimpiadas fueron un fracaso turístico enorme (las expectativas estaban allá por la estratosfera) y los gastos sobrepasaron en mucho a los ingresos. Trasládese ese panorama a España, un país ahogado por las deudas y, por lo que parece, más que dispuesto a contraer muchas más. Imagino que el PP tiene un montón de acreedores llamando a la puerta reclamando el negocio prometido; habrá que darle salida a tanto compromiso. Y no es que no queramos que nuestras ciudades se llenen de deportistas de día pasándoselo teta en la Villa Olímpica de noche: es que a nosotros no nos apetece un mojón pagar algo que servirá para poca cosa más que para tener a un montón de desempleados y estudiantes muy ocupados ejerciendo de voluntarios olímpicos durante un mes.
Quizás sea demasiado dura en mis apreciaciones, pero es que no puedo ser optimista porque me conozco el percal. Es parecido a lo que ocurre en el gran timo de Eurovegas, con el sur de Madrid cegado por las oportunidades laborales que muchos no vemos, en tanto en cuanto sus ideólogos están dispuesto a pasarse el Estatuto de los Trabajadores por el forro. Es cierto que en España somos de carácter abierto y generoso, pero dejar campar a sus anchas a una empresa que está siendo cuestionada en numerosos  países tras, supuestamente, cometer delitos de diversa índole y, encima, haciéndole reverencias, es de insensatos, ignorantes y cómplices. Me gustaría ver oportunidades de prosperidad saliendo a borbotones de las máquinas tragaperras, pero no lo consigo y, sobre todo, no me lo creo. Como decía mi abuela, nadie da duros a cuatro pesetas. Lo mismo estamos tan contentos porque creemos que hemos ganado algo y, al llegar a casa, nos damos cuenta de que, mientras lo celebrábamos, nos han saqueado hasta las anginas.
Ayer, alguien recordaba que el comisario Montalbano, el genial y admiradísimo personaje pergeñado por el no menos admirado Andrea Camilleri, decía que había que modificar el artículo 1 de la Constitución italiana y poner aquello de "Italia es una República basada en la venta de droga, el retraso sistemático y el parloteo vano". Sí, ya sé, España es diferente. Sí, somos una monarquía. De momento…


lunes, 18 de marzo de 2013

Lo imposible

La imparcialidad es un asunto peliagudo. A ciertas profesiones se les supone (los jueces o los árbitros, sin ir más lejos) pero ello no quiere decir que, de alguna manera u otra, la imparcialidad nos venga de serie. Todos somos parciales porque la vida nos ha hecho así, porque sentimos filias y fobias, porque hay cosas que nos gustan y cosas que no, porque admiramos formas de vivir mientras denostamos otras.
La imparcialidad puede ser un deber, pero también una quimera para muchos en tanto en cuanto va contra nuestro propio ser. Incluso la persona que ejecuta su profesión con un inusitado nivel de imparcialidad, se vuelve parcial tan pronto como no siente la obligación de mostrarse ecuánime. Por ello, acusar a alguien de parcial, en ocasiones, no tiene ningún sentido.
Ayer leía una columna en Público, el diario de Internet, firmada por el politólogo Pablo Iglesias y titulada, Politólogos: ¿putas o militantes? Reconozco que, cuando estudiaba ciencias políticas, nadie me transmitió la urgencia de ser imparcial, por lo tanto, no creo que, tras haberme licenciado, tenga que valorar a todas las tendencias por igual. Es más, en cuanto aprendes cómo funciona de verdad el sistema es lógico que tu racionalidad con conocimientos adquiridos te lleve a inclinarte más hacia un bando o hacia otro. Eso no quiere decir que luego ames desaforadamente lo que crees tuyo y no veas los defectos de cada uno: yo misma, siendo politóloga, me considero una persona de izquierdas y, sin embargo, he criticado y criticaré muchas de las acciones, decisiones y aberraciones que perpetran aquellos que, supuestamente y en un mundo ideal, deberían defender mi ideología. Una cosa son las ideas y otra muy distinta la forma de llevarlas a la práctica.
En la columna de marras, Pablo Iglesias, un tipo con un discurso muy completo y que tiene un nombre ya de por sí agradecido, criticaba a un colega por lo que yo intuía "venderse a la derecha". Más o menos. E insinuaba que el politólogo se desprestigia en tanto en cuanto se pone al servicio de un determinado bando. Todo esto lo contaba desde una plataforma de izquierdas, lo cual viene a ser un contrasentido: te critico a ti, por ser de derechas, desde una web que implica todo lo contrario. Mal empezamos.
Esta historia de si los politólogos somos putas o militantes me parece insólita en el sentido de que, como ya digo, no se trata de una disciplina a la que se le exija imparcialidad ni jurar ante el rey y la Biblia. Por lo tanto, creo que el debate no tiene mucho sentido en sí mismo. Otra cosa es que se lo pretenda relacionar con algo similar a lo que pasó estos días en Baleares, cuando se filtró el listado de mandamientos o comportamientos que el PP de la isla exigía a sus tertulianos y "opinadores" de cabecera, aquella gente que tiene como misión hablar de los populares en los medios y, además, hacerlo bien. La compra-venta de periodistas y "opinadores" es algo que no debería extrañar a nadie: de hecho, la mayoría de las tertulias sociopolíticas televisivas se alimentan precisamente de las evidentes desviaciones ideológicas de sus participantes.
¿Que quienes veamos a periodistas entregados a las mieles del poder pensemos que lo suyo es de vergüenza? Efectivamente. Más aún si presumes de imparcialidad a gritos (recordemos que el periodista, tal y como se enseña en la facultad, debería narrar los hechos con objetividad) mientras, a la par, permites que una tendencia política (cualquiera) te unte por hacerle reverencias. Estas revelaciones no consiguen más que hundir a la prensa en un lodo del que tardará en salir, en tanto en cuanto cada día nos convencemos más de que hay muchos intereses creados detrás de las noticias y que la opinión pública está condenada a ver una realidad creada, inventada o matizada, distinta de la realidad "imparcial".
Siempre he pensado que en las escuelas se debería estimular la curiosidad (algo que parece que pierdes en cuanto alcanzas los albores de la preadolescencia) y el criterio propio. Claro que entonces, a lo mejor, habría que impartir algo más de filosofía, una asignatura que no parece del gusto del gobierno actual. Quizás porque ayuda a pensar cuando lo que pretenden es lo opuesto: que no pensemos y que creamos a pies juntillas que quienes piensan lo hacen por motu propio y no por sobre ajeno.
Antes de que se me vayan las ideas a la acera de la izquierda, el otro día leía que sesudos analistas internacionales, presumiblemente pertenecientes a organismos autónomos, señalaban que el periódico español más imparcial hoy en día era El Mundo, muy por encima de El País. No comentaré nada, aunque podría...


domingo, 17 de marzo de 2013

Typhoid Mary

Hay un caso en la historia médica de los Estados Unidos que siempre me ha dado que pensar. Sobre todo porque presenta un dilema ético de difícil solución. Se trata del caso de la mujer que pasó a los anales sanitarios con el nombre de Typhoid Mary.
Mary Mallon era una inmigrante irlandesa que, a principios del siglo XX, trabajaba como cocinera en varias casas de familias acomodadas de Nueva York y aledaños. En esa misma época, comenzó una epidemia de fiebre tifoidea en la ciudad de Ithaca, muy próxima a Nueva York que, en muy poco tiempo, se extendió a otras comunidades. Lógicamente, durante aquellos años, donde las condiciones sanitarias e higiénicas eran muy precarias, las autoridades sanitarias tenían miles de candidatos sospechosos de transmitir el virus, desde el agua hasta la propia basura que generaban los habitantes, pasando por cualquier factor con el que más de una persona entrara en estrecho contacto.
En una investigación que hubiera llenado de orgullo al mismísimo Dr. House, los médicos estudiaron el domicilio de una familia acomodada en la que todos sus miembros habían caído enfermos en muy poco tiempo. No les costó mucho llegar a la conclusión de que el foco estaba en la cocina y que el problema comenzó justo cuando contrataron a la nueva cocinera, Mary Mallon. Tras escarbar en el pasado de esta última, comprobaron que había habido fiebre tifoidea allá donde ella había trabajado. Todos sus empleadores habían enfermado menos Mallon, cuyo aspecto era el de una persona completamente sana.
No voy a entrar en detalles, pero los autoridades sanitarias llegaron a la conclusión de que Mary era portadora de la fiebre tifoidea aunque nunca hubiera desarrollado la enfermedad. Y que, además, se trataba de una bomba de relojería capaz de despertar una epidemia allá donde fuera. Así que tomaron una decisión rápida: la secuestraron. Con la alevosía propia de los hombres de negro, se la llevaron un día del trabajo y la encerraron en una isla donde solían alojar a los enfermos de tuberculosis. Allí estuvo tres años, sin sentirse enferma, sin poder ver a nadie y sin saber por qué.
Los periódicos de la época y la opinión pública no cejaron en su crítica hacia las autoridades sanitarias. En nombre del supuesto bien común, se había privado de sus más elementales derechos a una ciudadana normal y corriente, encarcelándola sin supuestamente haber cometido ningún delito ni ser consciente de ello. Algo muy distinto a ciertos contagios de SIDA de los que todos hemos oído hablar, "perpetrados" siempre con ánimo de venganza. Mary no sabía que, trabajando diligentemente, estaba contribuyendo a extender una enfermedad que, solo en Ithaca, llegó a afectar a más de 6.000 personas, la mitad de la población. ¿Hasta qué punto se la puede considerar culpable?
Fue tanta la presión que los médicos se vieron obligados a liberar a Mary bajo la promesa de que se sometería a controles periódicos y que jamás volvería a trabajar de cocinera, una exigencia insólita para una persona que no sabía hacer otra cosa. Como era de esperar, Mary faltó a una de esas revisiones y desapareció. Fue localizada tiempo después, cuando la fiebre tifoidea se extendió entre el personal y los pacientes de un hospital. Curiosamente, todo había comenzado tan pronto como la dirección contrató a una nueva cocinera: Mary Mallon.
Mary volvió a ser encerrada en la isla y allí estuvo veintitantos años, prácticamente hasta su muerte por un ataque (nada que ver con la fiebre tifoidea). No se le permitió trabajar en nada ni relacionarse con otra gente que no fuera el personal que la atendía en la residencia. Terrible.
¿Es lícito sacrificar una vida para, supuestamente, salvar varias? ¿Por qué, en esos veintitantos años, los médicos no investigaron y trataron a Mary para que, con la medicación pertinente, hubiera podido hacer una vida normal? ¿Es ético emplear el "muerto el perro se acabó la rabia"? ¿Es justo encarcelar a alguien a perpetuidad sin que haya tenido, no ya el ánimo de cometer un delito sino la consciencia de haberlo hecho? Obviamente, estamos hablando de una época donde no existían, ni mucho menos, los medios que tenemos ahora, donde la fiebre tifoidea se contagiaba con una extraordinaria rapidez pero se curaba en muchos casos, como demuestra el hecho de que, de los 6.000 enfermos de Ithaca, murieran unos 80 y el resto sanara tras lo que parecía una gripe fuerte.
El caso de Typhoid Mary es uno de los más controvertidos de la sanidad y, también, uno de los más vergonzosos para las autoridades de Estados Unidos. Desde que lo descubrí le he dado muchas vueltas porque está íntimamente relacionado con lo que vimos en los primeros tiempos del SIDA. ¿De verdad es justo y necesario estigmatizar a alguien de esta manera? Tener una persona que es portadora pero no desarrolla la enfermedad debería ser un chollo para los investigadores y no una contrariedad.... ¿por qué ninguno de aquellos que siguieron el caso de Mary desde el principio vio las ventajas y no los inconvenientes?
Hay culpables que, en ocasiones, son tan inocentes como las víctimas. Mary Mallon es uno de esos extraños casos que, pudiendo ser canalizada para lograr hacer el bien, fue culpabilizada y privada de tener una vida normal. Creo que todos deberíamos extraer una lección de esta historia. Ahí lo dejo.


sábado, 16 de marzo de 2013

Todas las canciones hablan de mí

Ya no me suele ocurrir con tanta frecuencia, pero cuando empecé este blog observé un fenómeno curioso: había personas cercanas que no solo se identificaban con cosas que yo contaba sino que incluso pensaban que hablaba directamente de ellas. Un fenómeno curioso, en tanto en cuanto la mayoría de nosotros vivimos experiencias similares, aunque las conclusiones extraídas de ellas pueden diferir enormemente de un individuo a otro. En ese sentido, es normal que todos notemos cierta afinidad con lo que le ocurre a otro, al menos con los detalles. Lo que no deja de fascinarme es cómo hay quien se cree protagonista de todo, lo que vendría a ser el niño en el bautizo, el novio en la boda y el muerto en el entierro.
Normalmente, y se me puede escapar algo, cuando me he referido a terceras personas, lo he dicho. Me basaba en historias o vivencias de otros que, por lo tanto, no eran las mías. Incluso, en muy contadas ocasiones, he incluido nombres. La mayoría de las veces hablo de conclusiones muy personales producto de la observación o de la propia experiencia. Si quiero incluir a un tercero lo hago y, la verdad, es que no me corto. Pero, aun asumiendo que muchas veces me pierdo en generalidades, me sigue sorprendiendo el que haya quien piense, ya no solo que una canción habla de él, un libro refleja su historia y una película es su biografía con imágenes y sonidos, sino que esté convencido de que cualquier charla versa sobre él y que hasta la mínima cosa que se te ocurra contar sea, en realidad, un retrato de sus vivencias. Me refiero a esos curiosos seres que, en cuanto expones cualquier peregrina teoría, te interrumpen para decir que eso ya lo han pasado ellos, que eso se les aplicaría perfectamente o que justo es lo que les está ocurriendo en ese momento. No doy crédito. Tampoco es que lo merezcan.
En lo que a mí respecta, ando muy lejos de creer que haya gente que piense en mí porque no tenga otra actividad más interesante a la que entregarse. De hecho, cuando he pasado por momentos bajos, le decía a quien tuviera más cerca que, por favor, pensara en mí. Cuando lo hacía era porque estaba convencida que no se trataba de algo a lo que dedicara ni tan siquiera unos minutos de su vida. Y si se le ocurría acatar mi petición que, al menos, lo demostrara. Siguiendo esta ecuación de idea y demostración, estoy convencida de que tampoco hay tanta gente que me lleve en sus pensamientos, pero a mí me basta con los que tengo y sé.
No necesito, por tanto, convencerme de que soy el centro de las reflexiones ni de las conversaciones de otros, sean para bien o para mal. De hecho, a mi autoestima se la bufa el que alguien que me importa lo que viene siendo un carajo, me critique o me olvide. Para mí es fundamental que las personas a las que aprecio y quiero tengan una idea presentable de la que esto suscribe. Los demás, espero que encuentren mejores cosas en las que emplear el cerebro.
El otro día mantenía una conversación con otro en la que le comentaba que la mejor manera de demostrar que alguien no te importa es no nombrarle. Tal vez no sea verdad, porque es fácil quitar un nombre de tu boca pero muy complicado sacarlo de tu pensamiento y suele ocurrir que, cuanto más te empeñas en no darle vueltas en la cabeza, menos lo consigues. Pero, al fin y al cabo, este ejercicio de intentar no referirte a determinados individuos te ayuda a no hablar siempre de lo mismo ni verbalizar temas similares. Yo misma he pedido en ocasiones a gente que no me mencionara a tal o cual persona: me parecía que, lo contrario, sería darle una relevancia innecesaria a alguien que ha hecho méritos para no merecerla. Solía ser una medida drástica, destinada a borrar, en la medida de lo posible, a quien me tenía hasta el mismísimo moño (por no decir otra palabra). No lo he pedido muchas veces, pero cuando lo he hecho, ha sido por muy buenas razones.
En numerosas ocasiones he dicho que desconfío de la gente que va de simpática, de tener un millón de amigos, de pasárselo siempre estupendamente y de poseer unos criterios tan certeros como inviolables. La experiencia me ha demostrado que tengo razón. Es ese tipo de gente que no solo cree que todas las canciones deberían hablar de ella, sino que se considera el centro neurálgico de todas las tramas y objeto predilecto tanto de los odios como de los amores de los demás. Y cuando alguien les demuestra que no es así, que son personas normales y corrientes, se revuelven y no lo aceptan. Tener autoestima está muy bien; hacer creer que la tienes en grado superlativo cuando te encuentras tan a merced de las decisiones ajenas se convierte en una demostración gratuita de soberbia que acaba revelando la verdad: que no eres tan simpático, ni tienes tantos amigos; que necesitas estímulos extras para pasártelo bien y que tus criterios son una pose absolutamente rígida que no admite discusiones. Una joya, vamos.
Hace poco, me encontré con una persona que me conocía. Yo a ella creía que no, pero parece ser que sí porque tenía pruebas. Según me contó, hace bastante años le dije algo que influyó mucho en un aspecto de su vida. No se me hubiera pasado por la cabeza que yo, en modo alguno, hubiera dejado tal impronta en alguien a quien no recordaba, hasta el punto de no olvidarme tras haber transcurrido más de una década. Sin embargo, cuando he querido ejercer de guía o aconsejar a un conocido que en mi opinión lo necesitaba bastante, no siempre he acertado, me ha hecho el mismo caso que al pan revenido y estoy convencida de que, a estas alturas, ni me recuerda ni debo esperarlo. ¿Qué hay que hacer para fijarte en la memoria de otros? Si lo supiera no sería Chus, sino Nelson Mandela.
Las canciones de desamor hablan de ti, de mí, nosotros y ellos ya que son universales. Y, lógicamente, tampoco siempre, porque la música tiene la magia de influir en nuestros estados de ánimo y, al revés, los estados de ánimo influyen en lo que escuchamos. Generalizar y, por ejemplo, pensar que dos personas que se reúnen para comentar sus cosas lo hacen en realidad para ponernos a caer de un burro, es de idiotas. Quizás sea verdad, pero a nadie puede influirle tanto los temas que traten otros sin estar nosotros presentes, porque sería una obsesión y una locura. La mayoría pasamos por la vida de los demás como secundarios; pretender ser siempre el protagonista podría acabar como en Eva al desnudo, otra película con la que seguramente habrá quien se sienta identificado/a.
Este blog habla de lo que habla, principalmente de mí, porque es lo que yo pienso. Si alguien se identifica con ello, no puedo venirme más arriba, pero si habla de ti, te lo diré. Prometido.



jueves, 14 de marzo de 2013

El precio del poder

Todos tenemos un pasado. No se trata solo de una frase hecha, si no de una verdad que, por muy relamida que parezca, a muchos les cuesta asumir. Recuerdo que, en cierta ocasión, una amiga se quejaba de que, con casi 30 años, solo se encontraba a hombres "con pasado". Normal. Hay que asumir que todos tenemos relaciones y que los ex son parte de nuestra existencia. Claro que ella se quejaba con razón, porque la ex del chico que le gustaba había vuelto a entrar en escena, con llamadas, cañas, aperitivos y no sabía si postres. En un caso así reconozco que yo me retiraría sin hacer ruido, porque creo que todos somos lo suficientemente conscientes de nuestros sentimientos, tenemos la capacidad de tomar decisiones y podemos entender qué o quién nos conviene, nos gusta o queremos. También, por supuesto, podemos equivocarnos. Al final mi amiga se quedó con el chico, no tanto por méritos propios como por decisión de él que, tras sopesarlo durante varios meses, fue consciente de que no estaba dispuesto a revivir una historia que, si fracasó en su día, muy probablemente volvería a hacerlo en el futuro.
Uno es siempre más dueño de su pasado que de su futuro. Mucho más si, con suerte, ha sabido hacer las reflexiones necesarias para poder crecer. El problema es que, a algunos, el pasado no les ha servido para crecer, si no para medrar. Cuando ves ciertos currículums (no solo profesionales, también de vida) te das cuenta de que, al margen de las conclusiones y moralejas que cada cual haya sacado de sus propias historias, las personas se han empeñado mucho en alimentar su ambición. Tal vez demasiado.
Ayer, esos señores con faldas reunidos en el Vaticano eligieron jefe. Los católicos tienen nuevo Papa, que atiende ya por el nombre de Francisco I, Papa Paco para los colegas. Las primeras informaciones que nos llegaban era que este argentino había sido el contrapunto a Ratzinger, un hombre ultraconservador al que, después de retirado, se le ensalzan muchos méritos que no tuvo en el cumplimiento del deber. Si Ratzinger era ultraconservador, "el nuevo" aparecía bajo la etiqueta de jesuita progresista. Lo de jesuita parece un consuelo en tanto en cuanto va a suponer un importante freno para el Opus y otros rancios movimientos de la Iglesia; lo de progresista supone un contrasentido. Y lo supone en la medida en que la Iglesia católica no es, ni creo que lo sea jamás, una asociación que se caracterice por sus avances sociales (uso y manejo del Twitter aparte). Salvo el comentario jocoso del cardenal norteamericano diciendo de sus colegas que, a lo mejor, iban puestos de maría (no me refiero a la Virgen), no creo que el resto de discursos den para muchas alegrías y sí para bastantes vueltas a la misma noria.Tras su nombramiento llamábamos progresista a un señor con una inusitada y preocupante alergia al matrimonio gay y al aborto; me preocupa de qué estaríamos hablando ahora si lo hubiéramos tildado de conservador.
Esta mañana conocíamos más datos sobre Bergoglio, Francisco I para los amigos. Y no son nada prometedores. Las insinuaciones de ayer de una posible connivencia con los dictadores argentinos, se traducían esta mañana en cooperación "diferida" (como diría Cospedal) en la detención de otros dos jesuítas que trabajaban en Villa Miseria y en un enfrentamiento directo con las Abuelas de la Plaza de Mayo ante la negativa de Bergoglio a declarar durante los juicios por desaparaciones. No solo Fancisco I tiene mucho que ocultar: la iglesia argentina nunca criticó la dictadura y jamás se posicionó a favor de los "rojos" (recordemos que Bergoglio es también claramente antimarxista; dentro de la progresía que nos quieren vender, claro).
No creo que el puesto que ostenta y ostentaba este argentino, hincha del mismo equipo de fútbol que Viggo Mortensen, fuera gratuito. A semejantes cotas de poder no se llega sin pagar un precio. Pero también es cierto que todos tenemos un pasado y el derecho de arrepentirnos de ciertas cosas y trabajar para cambiar aquello que no nos gusta. Ahora ha de demostrar que es competente para el cargo que ha sido elegido y, entre oración y oración, defenderse con rigor de las acusaciones que se han vertido sobre él, que son muchas y tremendamente fuertes; nada que ver con aquellos supuestos tonteos nazis del querido Ratzinger (pecadillos de juventud, como diría nuestro rey en reposo), que salieron a la luz tan pronto como el interfecto se sentó en la silla de San Pedro.
No es de extrañar que Francisco I pidiera a los católicos que rezaran por él. Dos veces. A lo mejor necesita que sean algunas más.


martes, 12 de marzo de 2013

Si estás ahí, ¡manifiéstate!

El título de la entrada de este blog siempre ha sido una de mis frases preferidas. La simpatía me viene de aquellos años en los que, todos, muy de vez en cuando, nos poníamos a hacer ouija. Era escuchar esas cuatro palabras y la que esto suscribe ponerse a reír como si no hubiera un mañana. Desde entonces, siempre que las pronuncio lo hago con cierto jolgorio. Somos víctimas de nuestros recuerdos y verdugos de nuestro futuro.
En este blog me he hartado de animar a la gente a que saliera a la calle, levantara la voz y protestara por todo aquello que le parezca una injusticia, soberana o no. El derecho a la huelga, el derecho de manifestación y el de reunión son tres pilares fundamentales del sentir democrático y, en su día, costaron mucha sangre, sudor y lágrimas. Renegar de ellos me parece un delito contra la historia y la humanidad difícil de explicar. Por ese mismo motivo, esos globos sonda lanzados por el gobierno del PP, sugiriendo la voluntad de penalizar las reuniones improvisadas de cierto número de personas en plena calle (adiós a las excursiones de instituto), o construir un manifestódromo para que quienes quisieran gritaran allí su desventura, parecería un descojone si no sonara tanto a Rancio Fact, como diría El Jueves.
El resultado de los devaneos del PP con nuestros dineros y nuestras vidas se ha traducido en un afán de protesta inusitado en nuestra historia reciente. De ser tremendamente reacios a salir a la calle hemos pasado a pasearnos a todas horas por pueblos y ciudades enarbolando pancartas. Y tampoco es eso. No, no es que de repente haya ido al PP de Parla a dejar mi currículum para fregar los suelos de los casinos en Eurovegas (todo se andará) y, por lo tanto, me esmere en hacer la pelota a quienes más mandan. Creo que toca explicarse.
Hace poco tuve que ir al Palacio de Cibeles, sede del Ayuntamiento de Madrid, para asistir a un acto. A la salida me encontré con nada menos que tres protestas de las que no había tenido noticias. Las tres obedecían a propósitos muy loables, pero carecían de la entidad suficiente (traducida en número de asistentes) como para ganar relevancia mediática. Y ahí reside el problema: nos manifestamos tanto, tan a menudo y de forma tan repartida que no creamos noticias. Disponemos del derecho y el deber de protestar, pero no estoy segura de que lo estemos haciendo del todo bien.
Cuando estudias periodismo te ponen como ejemplo de lo que es una noticia el que un hombre muerda a un perro. Pero también el caso de los secuestros de aviones, que empezó a generalizarse en los sesenta. Fue tal la relevancia que se les dio a estos sucesos que, cada vez que algún grupo o algún individuo quería reivindicar algo, secuestraba un aparato. Y surgió la polémica: ¿no era quizás demasiado culpable la prensa por dar tanta cobertura a este tema? Si lo ignorara por completo ¿se acabarían los secuestros aéreos? A mí es algo que siempre me ha hecho reflexionar.
Mis compañeros de manifestación, con los que iba casi siempre (últimamente voy a muchas sola) solían fijarse en si el evento tenía foto o no tenía foto. Sin cobertura mediática, la protesta pasaría desapercibida, pero para llamar la atención de los medios debía darse un factor excepcional que, normalmente, vendría determinado por el número de asistentes. De ahí esa continua guerra de cifras entre autoridad y convocantes, los primeros interesados en minimizar el impacto en la opinión pública y, los segundos, en justo lo contrario.
Está claro que para que una protesta arañe conciencias y salga incluso al exterior tiene que ser multitudinaria. O eso o completamente diferente a lo que hasta ahora hemos visto (pasó, por ejemplo, con el 15M). De ahí mi empeño en entender que, cuantas más asociaciones se adhieran, mejor, y mi disgusto al ver que, por ejemplo, el mismo día y a la misma hora, por idéntico motivo y con un fin compartido, nos podemos topar con una mani convocada por los sindicatos mayoritarios y otra, a lo mejor, por CNT, que va a su bola. Cuantos más seamos, más ruido haremos pero, para ello, tal vez tengamos que hacer de estas ocasiones algo especial, diferente y contundente. Lo cual está íntimamente en desacuerdo con convocar 60 manifestaciones el mismo día a las que no va la prensa ni se la espera.
Seguro que habrá muchos en desacuerdo conmigo, pero mi opinión es que, cuanta más gente se una con un mismo objetivo, mayores posibilidades habrá de conseguirlo o, al menos, llamar la atención sobre él. Lo que hemos hecho últimamente ha sido una diversificación con muy buenas intenciones pero resultado poco evidentes. Y a las pruebas nos atenemos: al gobierno le ponen nervioso las grandes gestas populares, pero las manifestaciones del día a día, sea cual sea su motivación, les traen al pairo. De hecho, hace mucho que no se mete en guerra de guerrillas ni con los convocantes ni con los asistentes: sabe que este tipo de acontecimientos han pasado a ser una cortinilla de relleno en los informativos y un recuadro al margen en las páginas de Nacional. No les duele, cuando el objetivo es todo lo contrario: que les haga pupa, a ser posible en la línea de flotación.
Me encantaría que echáramos todos un vistazo, aunque fuera rápido, a la historia de los movimientos obreros y viéramos cómo se pueden organizar mejor las cosas. Quizás rescatemos ideas para dar un enorme golpe de efecto (perdón por lo de golpe) y utilicemos las buenas ideas de otros que nos permitan dar forma a una propia, capaz de traspasar fronteras y aunar voluntades. Nos falta ese punto de maravilla para dejar a este gobierno contra las cuerdas. Pero, al igual que el punto G, es dificilísimo de hallar. Dichosos aquellos que lo descubran... y más dichosos aún los que nos podamos beneficiar de ello.


lunes, 11 de marzo de 2013

El Principio de Peter

Una vez, comentando el llamado Principio de Peter, alguien con la mente muy, muy abierta, lo confundió con el complejo de Peter Pan. No es lo mismo, amiguitos y amiguitas. Incluso yo diría que el Principio de Peter es más divertido y bastante menos moñas que el complejo de lo otro, de creerse un jovenzuelo volador más allá de los 30. ¡Y de los 40!
El Principio de Peter se llama así porque fue formulado a finales de los 60 por Lauren J. Peter, un señor con el sentido del humor muy elevado pero, como afirmaba en mi entrada de ayer, los mejores humoristas son, precisamente, los de opiniones más certeras. Y más clarividentes también. Venía a decir el tal Peter que, en una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta alcanzar su máximo nivel de incompetencia. Dicha formulación se acompaña de dos anexos: el primero que, con el tiempo, todo puesto tiende a ser desempeñado por un empleado que es manifiestamente incompetente para tal labor y, el segundo, que el trabajo de verdad es realizado siempre por los empleados que aún no han alcanzado su nivel de incompetencia. Una vez leído esto, que cada cual se mire al ombligo y, en lo posible, mire también el de los que tiene al lado.
¿A qué viene mentar ahora semejante fórmula que dio lugar, entre otros, al celebrado chiste de los remeros? Pues a que en estos días he visto naves en llamas más allá de Orion, como bien apuntaban en Blade Runner. He visto, por ejemplo, ese complot absurdo del PSOE para hacerse con el ayuntamiento de Ponferrada mediante el voto tránsfuga de un condenado por acoso. El transfuguismo es una de las malas costumbres políticas que más aborrezco, principalmente porque, normalmente, parece atentar directamente contra las leyes democráticas y, segundo, porque viene a demostrar que muchos están donde están movidos por afán de poder y en ningún modo de servicio. Ahora, el alcalde entrante, un tal Samuel Folgueral que aparece en las noticias celebrando la trampa como si le hubiera tocado el gordo, se niega a abandonar el tan codiciado puesto. Es lógico que me venga a la memoria aquel nunca suficientemente ponderado Principio de Peter.
También recurro a él, en una extravagante asociación de ideas, cuando oigo a Rajoy decir que Dolores de Cospedal, la autora del término indemnización en diferido y simulada para explicar el caso Bárcenas, es un ejemplo a seguir y una mujer como no hay otra. No deja de ser la opinión de un señor que no admite preguntas, así que nunca le podremos interrogar acerca de los motivos que le han llevado a pergeñar semejante idea. Estoy convencida de que los habitantes de Castilla La Mancha, donde acampa a sus anchas la señora Cospedal, tendrían algo que aportar al debate, pero ya sabemos que con Mariano, el debate siempre es, y ha sido, cosa de uno.
El problema del Principio de Peter no es solo que narre el inevitable ascenso de los incompetentes, sino que en su formulación va implícito el que el incompetente se obstine en su necedad, disfrazando su inutilidad con torpeza y cargando sus fallos sobre el estrato inmediatamente inferior. Sabe que no podrá ascender más, pero también es consciente de que, llegados a este punto, tampoco podría descender. El juego de la gran empresa está servido y los que van a perder serán, inevitablemente, los de siempre, aquellos que desempeñan su trabajo de manera correcta o inusualmente eficaz, y a quienes no se les ha dado la oportunidad de probar su incompetencia llegado el caso.
El Principio de Peter se anularía si el incompetente, siendo consciente de su escasa valía, una vez que le ofrecieran el puesto, se negara a aceptarlo. Pero el ser humano está programado para erigirse en jerarquía y si el crecimiento fuera hacia los lados, en lugar de hacia arriba, estaríamos hablando de marxismo. Y ya sabemos todos dónde han quedado las propuestas del tío Karl.
Según lo expuesto, estaría medianamente claro que los partidos políticos, muchos bancos y algunas grandes empresas han seguido tan a rajatabla la jerarquización de Peter que no nos llevan al principio sino al final. Y lo peor es que, según su autor, el modelo es inevitable y la propia renovación profesional y empresarial conduce a la perpetuación del mismo. Así que, conforme a ello, no podríamos quejarnos de la inutilidad de quienes están más arriba: es ley de vida.
Pero la jerarquización también afecta a las clases y aquí seguimos los de abajo, sufriendo la incompetencia de quienes ocupan los pisos superiores e intentando que la meritocracia no sea un deshecho, sino un hecho. Quizás ocurra como con el teorema de Fermant y, después de tres siglos, aparezca un señor llamado Andrew Wiles a darle en los morros al insigne matemático. Esperemos con ansia que llegue el día en que alguien desmonte el Principio de Peter y personajes de la talla de Cospedal, o este hombre que se deja mantear cuando le eligen alcalde sin que sus paisanos le hayan votado, no sean ejemplo a seguir.



domingo, 10 de marzo de 2013

Aterriza como puedas

No recuerdo exactamente cuándo vi la película Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar, pero desde entonces ha transcurrido al menos un mes. Las reglas de la productora me impedían contar ya no solo de qué iba y qué me había parecido sino incluso decir que la había visto. Así que he tenido tiempo para reflexionar sobre lo que Almodóvar nos cuenta en pantalla.
Mi película favorita del director manchego es La ley del deseo. No he visto ninguno de sus tres últimos trabajos, así que no puedo hablar de su evolución. Me pasa como con Woody Allen, que me acabó saturando y, a pesar de no negarle el talento, he preferido guardar un tiempo de reposo y no acercarme a sus últimas películas por prescripción facultativa. Con respecto a nuestro internacional Pedro, reencontrarme con Los amantes pasajeros fue como recuperar un poco de la locura de los 80, donde la gente llamaba creatividad a cualquier cosa que le saliera del bolo (Almodóvar diría de la polla) y cuanto más se desparramara, mejor.
Yo, al contrario de lo que dice Carlos Boyero en su crítica fulminante de Los amantes pasajeros, donde se intuye una animadversión personal con el director y su cine, sí me reí a gusto, al menos, durante la primera mitad de la peli. Es todo tan absurdo que te partes la caja. Al menos hasta que llega un cierto punto del metraje (el clímax diría yo) a partir del cual ya piensas que lo has visto todo y que te puedes largar tranquilamente a tu casa a enchufarte cualquier obra de Haneke para compensar. Pero durante esa primera parte te descojonas, como cuando nuestros padres veían una de Esteso y Pajares en la tele y estaban a punto de tirarse por los suelos. El sentimiento (y la impresión) debe de ser bastante parecido.
Hay cosas en esta película muy de Almodóvar y con las que a mí me cuesta comulgar. Como, por ejemplo, esa especie de filosofía de que la mitad de los hombres son gays y la otra mitad no lo saben o no lo reconocen. Personalmente, me da igual si esto es así o todo lo contrario, pero parece más la formulación de un deseo o una fantasía de Pedro que, de tanto repetirla, se vuelve cansina hasta el hartazgo. Asimismo, no es que yo vaya de carca pero, por favor, que alguien se tome la molestia de contar cuántas veces se menciona durante el metraje la palabra polla. Si el propósito es que salgas de la sala con una imagen fálica tatuada en el cerebro enhorabuena, porque lo han conseguido.
Dicen los críticos que lo mejor de Los amantes pasajeros no es ese despendole que se respira durante la hora y media que dura la película sino el mensaje oculto que se intuye en la misma y que vienen a explicar más o menos así: un avión que vuela sin rumbo con una clase turista narcotizada y una clase business que hace lo propio cuándo quiere, entregándose de lleno a sus vicios y pasiones. Está claro que en esa clase business de Almodóvar viajan ciertos arquetipos de nuestra sociedad que no se molesta en ocultar, como el empresario corrupto y sin embargo sensible, la Bárbara Rey que aquí se llama Norma, y una vidente empeñada en oler a mierda lo que da muy, pero que muy mal rollo. Y sí, no dudo que, puestos a buscarle un sentido más allá de la carcajada, este sainete, como todos los sainetes, sea una reinterpretación subjetiva de lo que leemos en los periódicos. Eso sí, con muchas pollas.
En cualquier caso, la comedia, el sainete y otros géneros del reír están para eso, para hacer burla o burlar la realidad. Es como si te presentaran un apetitoso merengue para, en cuanto le hincas el diente, darte cuenta de que te lo han dado relleno de sal. Los grandes cómicos son también grandes críticos, ácidos e inteligentes como ninguno. Ahí  reside precisamente su mérito: calar un mensaje profundo mientras el público cree contemplar al payaso subido en una silla. En cualquier caso, el universo Almodóvar tiene la peculiaridad de enfrentar voluntades y de que todos vemos lo que queremos ver. Si pretendes encontrar pólvora lo conseguirás; eso sí, entre polla y polla.
Almodóvar ha negado muchas veces que Los amantes pasajeros tenga un mensaje social. Que lo que sí ha hecho es aprovecharse de la realidad para dar forma a una comedia coral. Si reflexionamos sobre ello, viene a ser lo mismo, así que negar por activa y por pasiva cualquier relación "con la que está cayendo" puede ser, en el fondo, unas ganas enormes de provocar. Las mismas de las que hizo gala ayer cuando permitió a los afectados por el ERE de Iberia integrar sus propuestas en el flasmob que se organizó en el centro de Madrid. El que Pedro se calle, no quiere decir que no hable.
Estoy convencida de que muchos aborrecerán esta película de Almodóvar. Yo creo que se halla lejos de ser un peliculón, pero como forma de entretenimiento a mí me sirve. No obstante, opino que el recurso más fácil para no meterte en berenjenales de me gusta o no me gusta y me van a criticar si digo una cosa o si digo la otra, es apelar a su trasfondo de realidad. Una coartada como otra cualquiera. Yo, sin que me tiemble el teclado, podría decir lo mismo de Sobrenatural, esa serie donde dos hermanos (pobres diablos en sí mismos) luchan por desenmascarar a demonios infiltrados en la sociedad y, cuando parecen que van a ganar, llegan otros cientos de miles con nuevos poderes que poseen y reposeen a la clase trabajadora. ¿A alguien le suena? O el mismo Gran Hermano, con unos concursantes que, sabiéndolo, se convierten en títeres de una opereta mientras los demás miramos y jugamos a ser Dios esperando el momento de que salgan de la casa para ver cómo se les humilla y acaban revolcados en el fango. Estoy segura de que, si le buscamos tres pies al gato, encontraríamos crítica social hasta en los episodios del oso Yogui y Bubu, encerrados en el microuniverso del parque Jellystone.
De volver a volar con Los amantes pasajeros iría me subiría al carro con el propósito de ver cine, pasar un rato divertido e intentar no pensar mucho en las protestas y manifestaciones que seguramente, me encontraría a la salida de la sala. Después de todo, como diría el manchego, "donde hay polla hay alegría". Pues eso.


sábado, 9 de marzo de 2013

On the road

No sé si hay un exceso de hipocresía o un overbooking de inocencia, pero a mí esto del dopaje en el ciclismo me origina una especie de SAM (Síndrome de Aburrimiento Mortal) que choca con los ooohh y aahhh que escucho cada vez que se destapa una trama.
Reconozco que el ciclismo me encanta. Soy muy fan de esas largas etapas que te permiten tirarte unas dos horas de reloj durmiendo a pierna suelta. Nada garantiza mejor una buena siesta que cualquier carrera del Tour de Francia. Fuera de ello, casi siempre desconozco qué equipos participan, quién lleva el maillot de la montaña y quién el de líder. El ciclismo me interesa porque es bueno para la salud. Al menos para la mía, porque para la de los deportistas es otro cantar.
Desde que estudiaba en la Universidad y corrían, nunca mejor dicho, los gloriosos tiempos de Miguel Induráin, siempre he escuchado a mi alrededor comentarios acerca de que los ciclistas iban muy puestos. Lo cual me ha llevado a preguntarme por qué no se admite de una vez por todas el uso de sustancias dopantes y aquí todo quisque da pedaladas en igualdad de condiciones, sin que una meada te arruine el prestigio y los contratos publicitarios. Pretender, por ejemplo, que un tío como Armstrong, con un cáncer a sus espaldas, podía subir el Tourmalet más fresco que una lubina de criadero, me parecía ciencia-ficción antes y me parece ciencia-ficción ahora. Y si yo, que no tengo nada que ver con el mundo de la bicicleta profesional ni lo pretendo, estaba convencida de que hay hazañas que no se pueden lograr a base de una dieta rica en proteínas, imagino que quienes entienden de esto, mucho más. Si nos toman por tontos y solo decimos tonterías, a lo mejor es que lo somos.
Desde el momento en que el deporte se convierte en competición y hay millones en juego, el dopaje se convierte en efecto colateral. No digo yo que todavía queden seres épicos capaces de rechazar este tipo de sustancias y denunciar a quienes abordan semejantes prácticas cual llanero solitario en el O.k. Corral, pero lo normal es que, una vez alcanzado cierto nivel, todo el mundo entre por el aro y se avenga a ganar a cualquier precio. Luego llegarán la excusa de los filetes ricos en clenbuterol y las empanadillas hasta las trancas de testosterona. Allá cada cual con sus justificaciones.
Dicen que los hombres son más competitivos y que las mujeres somos de natural tranquilo. Tal vez por eso yo no entiendo el deporte como una victoria y humillación del contrario, sino como una superación personal en la que entran en juego mente y cuerpo. Levantarte los días de verano a las siete y media de la mañana para salir a correr no gusta a nadie, pero alivia que no veas, sobre todo a mí, que reflexiono lo mío subiendo y bajando cuestas. Bueno, más subiendo que bajando, porque siempre he llevado malamente asociar mis pies con ángulos en sentido descendente. Por eso soy mucho más prosaica en mis fanatismos deportivos y no admiro a la gente a la que hay que admirar porque el Marca me lo sugiere o la Federación de turno insiste hasta dejarme bizca, sino a otros que pasan casi desapercibidos. O, al menos, muchos de ellos.
Puedo llegar a comprender que Contador se juegue la salud y la economía subido a un sillín y me alegro si gana por aquello de hacer patria, dopajes y demandas aparte, pero mi vena loca me hace empatizar más con Fajua Singh, ese corredor de maratón hindú de 101 años que empezó en lo suyo a los 89, tras la muerte de su hijo. Correr fue para él una forma de no pensar, pero también de volver a vivir. Del mismo modo, soy fan fatal de los indios tarahumaras, aunque lo de este pueblo merece una explicación aparte, ya que su historia se asienta sobre varias de mis pasiones más personales.
Por si alguien aún no los conoce, los tarahumaras o rarámuris (algo así como "pies ligeros") son un conjunto de pueblos nómadas que residen en las Barrancas del Cobre, un lugar de México al que, como no vaya pronto, me va a dar un tabardillo, porque lo estoy deseando desde hace años. Los hombres tarahumaras emplean como medio de locomoción sus piernas y sus pies lo que, unido a una buena genética y a un entrenamiento diario, les convierte en extraordinarios corredores. Ataviados con una especie de pañal y unas sandalias, es ya habitual verlos en las grandes carreras mundiales, en su mayoría individuos de más de 60 años que acaban en puestos dignísimos sin apenas sudar. Obviamente, no les expliques tú a estos hombres lo que son las series o un sprint: ellos van a su aire, con sus huaraches en los pies y… bueno, ya llegarán a la meta. El problema, para el resto del mundo, es que llegan antes que nadie.
El libro Nacidos para correr, de Christopher McDougall, es una aproximación, entre mística y mítica, al fenómeno de estos indios. Pero ellos no son los únicos que corren en las Barrancas del Cobre: la habilidad de sus habitantes, hombres y mujeres, en deportes de resistencia es abrumadora, hasta el punto de convertir el ejercicio físico en una forma de vida y supervivencia a la que varias firmas deportivas han intentado sacar partido sin el resultado que cabría esperar: ¿cómo imitar las dichosas sandalias y trasladarlas al calzado deportivo occidental? ¿Cómo conseguir que las faldas largas con las que compiten las indias sean moda entre las urbanitas que practican jogging en mallas? Imposible.
No dudo que esta gente tendrá sus hierbas y sus cosas para mantener el tipo en ese enorme Gran Cañón que forman las Barrancas, pero lo que les diferencia de nosotros es que no compiten, viven y, por lo tanto, jamás serán objeto de admiración cual Messi o Ronaldo salvo para algunos románticos como yo, que buscan en el deporte algo más que el combate cuerpo a cuerpo o el comprobar quién mea más lejos o la tiene más larga.
Veo a esta gente convertir el deporte en expresión de la dignidad humana, miro al "médico" Eufemiano Fuentes paseando su indignidad por los banquillos y, sinceramente, sus dopajes, sus amenazas y sus cosas me la sudan. Porque a fin de cuentas su idea del "deporte" se basa solo en ganar, pero ganar dinero haciéndonos creer que con el sudor de su frente y no con el logrado tras mezclar hormonas y media tacita de aguarrás en en laboratorio. Hay quien opina que el dopaje es un fraude para los aficionados y es entonces cuando me viene a la memoria Chris Benoit, un luchador de la WWE que llegó a ser campeón del mundo y a quien el exceso de sustancias dopantes le llevó a enloquecer y matar a su mujer e hijo. Todos podemos hacer lo que queramos con nuestro cuerpo, pero tenemos el derecho a saber lo que nos metemos ateniéndonos a ello. Y el problema del ciclismo, en mi opinión, no es tanto el dopaje en sí sino el descubrir si alguien ha tenido la decencia de explicarles a los corredores qué es lo que toman, por qué y qué consecuencias les acarreará en el futuro, incluidas las legales. De ser así, la gran mayoría serán cómplices, no de haberse puesto hasta las trancas, que también, sino de hacernos creer que el ciclismo es un deporte épico, solo hecho para superhombres. Seguro que a los tarahumaras les cuenta la historia de Armstrong y les da la risión. No sé por qué será...


jueves, 7 de marzo de 2013

Pobres pero honrados

Todos lo estamos pasando mal. Algunos hasta fatal. Quizás la crisis nos afecte directamente o esté destruyendo la vida de amigos o conocidos; el caso es que pintan bastos para la sociedad española y, por mucho que yo lo grite y me ponga hasta borrica cuando escribo en este blog de Bárcenas, Urdangarines, Corinnas y otras gentes del mangar, no parece que vaya a escampar a corto plazo.
Entre tanta desgracia propia y/o ajena, se suceden las llamadas a la solidaridad que, en ocasiones, resultan tan emotivas como efectivas. En el fondo, somos así: nos conmueve la desgracia ajena y queremos ayudar en la medida de nuestras posibilidades, aunque éstas sean pocas y mal avenidas. Ese carácter solidario nos engrandece como pueblo, pone un contrapunto pintoresco a la envidia y pereza que tanto nos define en las guías para guiris y es algo que no nos pueden recortar; de hecho, tal vez nos quiten los medios, pero es difícil que nos arranquen de cuajo la voluntad de echar una mano, por mucho que los que nos vigilan desde arriba hagan gala de una empatía igual a cero. En realidad (momento reflexión económica profunda), bastantes de ellos no han hecho su fortuna gracias a nuestra avaricia sino a la suya.
Sin embargo, hay algo que me saca de mis casillas con esto de la solidaridad y el conmovernos con las miserias de los demás. Todas las mañanas, cuando salgo de casa, veo lo que ya me parecía parte de nuestro pasado más boyante: a una banda organizada (imagino que de gitanos rumanos) que se dedica a repartir a sus integrantes por diferentes puntos del barrio para exigir a los viandantes una limosna. Y digo exigir porque en su pose, en su reclamo, hay mucho más propósito de amenaza que de dar pena. No los verás acudiendo a comedores sociales ni a instituciones de ayuda a gente sin recursos; los encontrarás apostillados en las esquinas de más tránsito, mirando de reojo y pidiendo a quien poco tiene cualquier cosa para alimentar el bucle de la mendicidad organizada.
Entiendo que la desesperación mueve montañas y todos nos rebajamos a lo que sea en situaciones extremas, buscando formas insólitas de ganarnos las lentejas. De hecho, diariamente somos testigos de casos auténticamente conmovedores. Pero lo que no logro comprender es la supuesta efectividad de esta manera de pedir dinero bajo amenazas veladas que, aunque no se pronuncien, sabes que existen: no hace falta que nadie verbalice el peligro para que sepamos que está ahí; basta con fijarnos en los gestos de una persona para entender el mensaje sin traductores espontáneos. Y lo peor es que, cuanto más pobres somos nosotros, más se multiplican ellos. Si el dinero llama al dinero, está claro que la pobreza llama a la miseria.
Recuerdo que hace algún tiempo, cuando trabajaba en un lugar bastante parecido a Mordor después de pasar por las manos de Santiago Calatrava, veía casi todos los días a una mendiga ataviada de negro que, directamente, acosaba a los paseantes, llegando incluso a seguirlos y tocarlos invocando sus innumerables miserias. Me parecía tan desagradable como lamentable y, por mucho que regañaba a mi conciencia (obviamente, de natural bondadoso), no conseguía que me diera pena. Lo mismo que ciertos gorrillas que directamente te coaccionan al aparcar (por mucho que el colectivo éste se haya profesionalizado diciendo que lo suyo es un servicio público a cambio la voluntad) o esos individuos, con pinta de ir de metadona hasta las trancas, que recorren los vagones de metro para -dicen- conseguir dinero y comprarse un bocadillo. A saber con qué rellenarán el pan.
Hay un parque cerca de mi casa donde, llueve o truene, ves a subsaharianos sobreviviendo. Es su residencia habitual y allí siguen, día tras día, con la misma ropa y las cuatro pertenencias de rigor. No piden nada; solo hablan entre ellos. Pero hay tanta dignidad en sus rostros que producen una mezcla entre admiración y angustia difícil de describir. No agreden con la mirada, no se arrastran, no dan lástima con deficiencias físicas que parecen sacadas del museo Ripley. Y deseas hacer algo por ellos aun cuando el gobierno amenace con enchironarte (¡y podrán!) si ayudas a un inmigrante sin papeles. Así se las gastan quienes nos están convirtiendo en emigrantes en tierra extraña. Pero lo que no quieres, de ninguna de las maneras, es ver las noticias en la tele, pretender cortarte las venas tras ser testigo indirecto del último desahucio, salir a la calle y sentirte acosado a través de una pena que no es tal sino un curioso, y yo diría que poco ético, negocio muy bien organizado.
Resulta muy tentador comerciar con los sentimientos de la gente (además de lucrativo) y apelar a las buenas cualidades del que tienes delante para sacar provecho. Pero no estoy convencida de que sea el momento de obtener rédito de la compasión ajena, más que nada porque la estamos agotando de tanto usarla con los íntimos que casi no nos queda para compartir con extraños que no buscan la supervivencia sino el superbeneficio. Extraños que no son de los de pedir, sino de los de rogar. O, mejor aún, de los de a Dios rogando y con el mazo dando.


martes, 5 de marzo de 2013

Caer mal

Igual que creo que hay personas que nos gustan sin que hayan hecho mérito alguno para merecerlo, opino que hay gente que nos cae mal así, a primeras dadas y sin necesidad de abrir siquiera la boca. Es lo que parece que ocurre con la actriz Anne Hathaway, aunque con el pequeño detalle de que ella sí abre la boca. Y mucho.
Anne cae muy mal entre sus paisanos, lo cual, para mí, supone un desahogo. Nunca me ha gustado esta actriz. Y lo peor es que jamás he sabido decir por qué. De hecho, no creo que sea fea, ni excepcionalmente guapa (lo digo por aquello de la envidia cochina), ni desagradable, ni antipática, ni mala intérprete. Es más, estoy convencida de que lo hace muy bien en Los Miserables, que canta estupendamente y que la pobre ha tenido una mala suerte tremenda eligiendo novios; es verla tan demacrada y entrarte ganas de acogerla en casa y ponerle culebrones hasta que en el Vaticano haya un Papa negro. Lo que a mí me sucede con esta actriz es lo mismo que al parecer le ocurre a mucha más gente: no me gusta su cara. Entiendo por ello que no hay ninguna explicación plausible a tamaño desapego, salvo el hecho de que me desagrada por sí misma, sin necesidad de hacer nada en su favor o en su contra.
Los medios de todo el mundo andan últimamente buscando el origen de esta falta de empatía con Hathaway como si se tratara de la resolución definitiva de una aviesa fórmula matemática. Algunos dicen que es demasiado pija, otros que tiene los ojos muy grandes (así, como de vaca mirando al tren) y hay quien afirma que parece excesivamente perfecta. No estoy de acuerdo. De hecho, que se sepa, esta mujer nunca ha dicho nada lo bastante inconveniente para montarle un consejo de guerra; jamás han aparecido fotos de ella en bolas, no le ha quitado el novio a nadie y empezó a ser conocida tras interpretar a una bella e inocente princesa que, encima, era el hazmerreír de su instituto. Pues parece que todo ello no es suficiente. Cuanto más intenta agradar, menos lo consigue, así que yo, de estar en su piel, cosa que no ansío, me limitaría a hacer mi trabajo con diligencia, a sonreír a la cámara y a evitar ligarme a tíos que vivan del trinque. Esto último se soluciona con no pisar España.
Sin embargo, a pesar de que el misterio Anne tiene en un sinvivir a los tabloides y en un mucho comprar a sus lectores, hace poco me decían que sus compañeros de profesión también la esquivan en las fiestas. Menudo drama. Al parecer, la chica no es precisamente un dechado de corrección y sí bastante cotilla y metepatas (no confundir con los metemierda, a los que el diablo siempre tiende a convertir en líderes de la manada). Para que nos entendamos, es de la que hace una broma pesada de tu mejor amiga delante de ti olvidándose de que lo es o te empieza a desgranar los líos de tu marido justo el día en que todo el mundo se ha enterado de que te ha puesto los cuernos con una camarera tetona de Las Vegas. Anne no tiene medida y se ve que en Hollywood son tan delicaditos que no les sirve que pidas perdón; has de flagelarte con la cadena de un bolso de Chanel en la mitad de Sunset Boulevard para que, al menos, Jack Nicholson intente tocarte el culo.
Hoy me he enterado de que Anne viene a ocupar el trono de los horrores en el que hasta ahora se sentaba Gwyneth Paltrow, otra a la que sus paisanos tienen una tirria solo comparable a la que yo le profeso a Mourinho. Se ve que es demasiado pija para el gusto medio de Wisconsin. Nosotros esto no lo podemos entender, porque la "españolidad" de la Paltrow nos lleva a venerarla como al brazo incorrupto de Santa Teresa, pero, sin embargo, he de decir que, frialdades aparte, a mí Gwyneth siempre me ha parecido una de esas personas excesivamente preocupadas por gustar a todo el mundo, llevarse bien con la humanidad y los visitantes del espacio y tener serios problemas a la hora de tomar partido. Una mujer con la que te gusta estar (siempre va a intentar decirte lo que quieres oír) pero a la que no puedes pedir mayor implicación de la que pueda darte. Y está dispuesta a darte muy poquita.
El caso de estas dos bellas reconvertidas en bestias me lleva a reflexionar (no muy profundamente, que me canso) sobre por qué hay gente que nos cae bien y otra que nos cae mal sin haber tenido el mínimo contacto o compartido papel higiénico. Todos somos capaces de juzgar a un famoso sin habernos cruzado con él jamás y sin tan siquiera saber nada de su vida: la popularidad nos da vía libre para decidir sobre los afectos que profesamos a alguien que no está presente en nuestra existencia ni se le espera.
El fenómeno fan siempre me ha dejado ojiplática, pero el fenómeno "odio" hacia alguien a quien no conoces también me produce cierta perplejidad. Y, sin embargo, yo soy la primera que digo que Anne Hathaway me cae mal y que Rachel Weisz, con la que jamás he coincidido ni en el súper ni en la peluquería (sobre todo porque éste es un lugar que suelo pisar poco), me cae bien. Supongo que, en el fondo, estamos poniendo en práctica esa atracción atávica que nos lleva a acercarnos a unas personas y no a otras, a mirar a unos y no a otros. Hay gente que puede ser guapísima (Nieves Álvarez) y, no obstante, no producirte ni frío ni calor (Nieves Álvarez presentando esa cosa que presenta en La 1 algún día por la mañana; la vi en la tele de un bar y creí que me habían puesto agua del tiempo en lugar de cerveza). La atracción va más allá de un físico: obedece a un conjunto de factores, mucho de ellos intangibles, que muy pocos podrían definir como universales, dado que nacen de lo estrictamente personal; incluso diría que son producto de nuestras vivencias y de las experiencias que se acumulan en el subconsciente.
Lo que más me intriga es por qué coinciden tantas opiniones a la vez, sobre todo en torno a gente que no se dedica a la política, al deporte o a hacer proselitismo de una determinada religión, tres actividades que soliviantan voluntades. Anne no necesita pronunciarse para que el personal desee mirar a los ojos del Ecce Mono antes que mirarla a la cara. Resulta cansina y produce hartazgo. E imagino que todas sus colegas de profesión estarán batiendo palmas con las patas de gallo ante semejante hallazgo: mientras todos nos dediquemos a vituperarla y/o ignorarla, ellas acapararán los contratos publicitarios. Sobre todo Jennifer Lawrence que, a pesar de que sus compatriotas la adoren como al becerro del oro, a mí me deja absolutamente indiferente. La culpa la tiene la película Los juegos del hambre, que no me gustó nada. No sabría decir por qué...


lunes, 4 de marzo de 2013

Asuntos muy interiores

En España tenemos la suerte de contar con un Ministro de Interior que cree en los milagros. Y digo suerte porque, "con la que está cayendo" (sí, ya sé que todos estamos más que hartos de la frasecita) solo nos puede salvar del desastre una intervención divina. Por ello, insisto, me parece que este Fernández Díaz nos viene al pelo, con su religiosidad extrema y su firme creencia en que la virgen de Fátima bajó a la tierra para librarnos de esa plaga llamada comunismo. No me lo estoy inventando; lo dijo él mismo con su mecanismo en un encuentro con colegas. Todos hombres, por supuesto.
El problema de Fernández Díaz es que es más de otra época que de la actual o, traducido al lenguaje llano, está más pa'llá que pa'cá. El virginiano se confiesa tan católico como el Santo Padre (o ex Santo Padre) y eso le lleva a sufrir ciertos desvaríos de conciencia respecto a la moderna sociedad civil en la que le ha tocado mandar. De la misma forma que tiene como asesor de la Policía y la Guardia Civil a Emilio Hellín, el asesino confeso de la muy roja Yolanda González allá por los 80 (y desconozco si todavía miembro de Fuerza Nueva o alguno de sus sucedáneos), el otro día le dio por reflexionar sobre sus cosas, entre ellas las innobles consecuencias del matrimonio homosexual. Y ay, amigos, si ya es jodido tener que aguantar que una pareja del mismo sexo se amancebe por lo civil y haga guarrerías en la intimidad, lo verdaderamente insoportable es pensar que no van a procrear jamás. Vamos directos a la extinción de la raza.
Si con eso de extinción de la raza viene implícito el que no nacerán más ejemplares como el señor ministro, no digo yo que el colectivo gay no nos esté haciendo un favor a la humanidad. Hay que ser carca para deslumbrar a la opinión pública con tamaño ensalzamiento de la libertad individual, pero hay que ser rematadamente torpe y deber muchos, muchos favores para encumbrar a un individuo de esta ralea como Ministro del Interior al mando de las Fuerzas de Seguridad del Estado y con acceso directo a los archivos más secretos de este país, incluidos los referidos a la lucha antiterrorista. Y no digo yo que un ministro no tenga derecho a profesar sus creencias y orar hacia la Meca o comulgar todos los domingos, pero el puesto te obliga a dejar tus pasiones sacramentales en la intimidad y no convertirlas, precisamente, en un acto de fe gubernamental.
Además, dentro de esta apreciación sobre los homosexuales y la familia, familia (Gallardón, echamos de menos tus discursos ultras), Fernández Díaz comete un error de bulto. Y es que no son los gays los que más hacen precisamente por la extinción de la humanidad tal y como la conocemos; es la Iglesia Católica quien más predica la castidad y niega la coyunda. Imagino que el Vaticano tiene que ser el estado mundial que ostenta el récord de menor número de nacimientos, así que primero mire usted la sotana del de al lado y luego hable. Que yo sepa, insisto, aquellos a quienes tanto admira tienen el sagrado deber de no procrear y ni curas y monjas son muy dados a intercambiar fluidos con resultados de embrión. Al menos de cara a la galería.
Insisto en que a mí me parece bien que los miembros del gobierno se encomienden a Dios. A fin de cuentas, tienen entre ellos a una virgen de Fátima, que si no lo es, da el pego. Pero el que les pique tanto el tema de la homosexualidad origina demasiados malos pensamientos entre el populacho. Recordemos que, en su día, hasta el mismísimo Rajoy fue objeto de cotilleos sangrantes que afirmaban que lo suyo con Elvira era un matrimonio de conveniencia orquestado por Fraga, quien no quería que la vida privada de su delfín diera lugar a habladurías en claro desacuerdo con la recta moral del Partido Popular.
Así que, para evitar malos entendidos y conseguir que este llanero solitario se centre en sus asuntos que son los nuestros, en primer lugar, evitaría las palabras desbocadas, dejaría a la virgen en los altares, que bastante tiene la pobre con llorar lágrimas de sangre y, si no es mucho pedir, mandaría al tal Hellín a purgar el pecado de haber asesinado a sangre fría a una niña de 19 años solo por ser una luchadora en pro de los derechos de la clase obrera. Aunque para milagros, a Lourdes ¿verdad, ministro?

P.D.: En mi anterior post decía que nunca había visto a Urdangarín en persona. Es mentira. Coincidimos en un evento en Barcelona hace unos años, pero juro que no lo recordaba. Mea culpa: por mucho que me esfuerzo en lo contrario, siempre acabo borrando de mi mente a las personas que me parecen muy poco importantes. Qué se le va a hacer....


domingo, 3 de marzo de 2013

Pesca de altura

Todos tenemos un prototipo físico que nos gusta más que otro, lo cual no quiere decir que, al final, las personas que lo representen nos acaben encantando. En mi caso, desde pequeña (o desde que empecé a fijarme en el sexo opuesto, que he de decir fue bastante tarde) siempre me han atraído más los hombres altos y morenos. Cuanto más altos y más morenos, mejor. Lo que no quiere decir que mi fascinación haya sido correspondida y, que yo sepa, hasta el día de hoy jamás le he gustado a ningún tipo alto y moreno (por favor, si alguien posee algún indicio de lo contrario, que me lo cuente; me haría ilusión); ya no digo aquello de pretenderte en plan "quiero que seas la madre de mis hijos" sino en el de "vamos a probar y, al menos, pasar un rato divertido". Nada de nada.
No es que esté especialmente frustrada con el tema. A medida que transcurre el tiempo te das cuenta, no ya de que la belleza está en el interior, sino que lo que te atrae de verdad y permite establecer lazos duraderos no reside en el color de piel ni en los palmos que le mide a alguien el torso o las piernas, por no decir otra cosa; el entenderte con el de al lado es cuestión de química, de piel, sin tener en cuenta la extensión de la misma. 
No obstante, a pesar de que mis exquisiteces con el físico han ido diluyéndose a medida que he conocido gente y me he dado cuenta de que no es oro todo lo que reluce por encima de la altura media, he de reconocer que guardo ciertos prejuicios allá muy al fondo, justo donde escondo mi querencia por varias películas americanas de temática teen. Y que esos prejuicios los enfoco hacia personas de un aspecto muy determinado. No voy a entrar en detalles, porque la gente que me conoce ya lo sabe y a los demás les importa un carajo, pero hay un prototipo de físico con el que no puedo, imagino que porque siempre he tenido malas o malísimas experiencias con aquellos encuadrados dentro de ciertos cuerpos. No estoy nada orgullosa de ello, pero no puedo evitarlo y, a medida que pasa el tiempo, en vez de ser más tolerante, lo soy menos. Todos somos hijos de nuestra propia experiencia y hay quien no soporta a los nativos de un signo del zodíaco o a los que ostentan un nombre determinado (aquí también tendría algo que decir, pero imagino que se debe solo a la casualidad, que es muy perra). Yo he vivido cosas y esas cosas me han llevado a desconfiar muy mucho de ciertos genotipos. Punto.
Volviendo al tema de la altura, todos hemos leído u oído alguna vez que los hombres altos tienen más posibilidades de alcanzar el éxito profesional y recibir sueldos más dignos que la media. Me parece una barbaridad. Es posible que el físico imponga, pero uno no tiene la culpa del buen o mal día que vivieron sus padres cuando decidieron poner en práctica lo de las abejitas y la miel. Además, creo que la persona que deposita en su exterior toda la confianza en sí mismo descuida gran parte de su interior que es, al fin y al cabo, el lugar donde reside la capacidad de mantener el éxito al que la vida te ha llevado por pura chiripa. He conocido a gente baja encuadrada en el grupo de los muy inútiles, pero también a altos cuyas supuestas virtudes interiores se alejan muy, mucho de lo que debería de ser considerada una media aceptable.
El otro día, leí en algún sitio (y perdón si mis palabras no son exactas) que el duque de Palma se había quejado ante uno de sus escoltas diciendo que no entendía qué había hecho él para merecer ser víctima de tamaño escarnio. El escolta, a quien imagino otro de ésos que vive de su físico pero que no se distingue por leer a Kant precisamente, le respondía que todo le pasaba "por ser tan alto y tan guapo". Ejem. No discuto que el presunto chorizo se alto. Jamás me lo han presentado, aunque sí me lo han descrito. Respecto a lo de guapo, he de reconocer que se aleja bastantes pueblos de lo que yo consideraría un hombre de físico atractivo pero, vamos, como a mí no me tiene que gustar, me da exactamente igual. Lo que sí habría que decirle al señor alto y guapo es que no está usted metido en este embrollo por ser una maravilla de la naturaleza, sino por ladrón, mentiroso y miserable. Y hasta que no lo entienda, no va a usted a salir de ésta. Lógicamente, si a lo mejor el individuo que responde al nombre de Iñaki hubiera sido de natural bajo, lo mismo estaría ahora trabajando de ayudante de pescadero o en la cola del INEM y algunas Comunidades Autónomas tendrían las arcas un poco más llenas, pero ya digo que la vida es a veces puñetera, te dota de dones físicos y te lo pone tan fácil que en ocasiones das por hecho que la inteligencia se ha desarrollado a la par que el cuerpo. Y no es así, aunque casi puedo entenderlo: ¿si la gente se rinde a tus encantos nada más entrar por la puerta, para qué aprender a multiplicar o ir más allá del Ola ke ase? A las respuestas de los concursos de misses me remito.
Nuestra familia real es de natural elevado, ya no digo de abolengo, sino de figura. Y, sin embargo, ahora entendemos que el físico no ha ido acompañado de unos mínimos intelectuales. Antes no me producía ni frío ni calor cuando escuchaba al pueblo decir a su paso aquello de "¡qué altos son!". Ahora me entrarían ganas de gritar "¡muy altos de cuerpo, pero muy bajos de moral!". Quizás esa dificultad de expresión que les hace tan campechanos nos indique más una mengua intelectual que otra cosa. Porque si el tienes la inmensa potra de que el físico te acompañe, al menos, ten la decencia de construir una dignidad y una ética a su medida. La suerte no lo es todo en la vida. Y aquí el yernísimo está empezando a descubrirlo.
Claro que, en el otro extremo, se encuentra la gente con complejos que, después de haberlas pasado canutas de pequeños, han optado por la venganza, abrazando la santa misión de hacernos pagar a todos tantos años de escarnio. Si repasamos la historia, algo así ocurrió con Hitler y Franco (me vienen a la mente alguno de los presidentes recientes, no solo de España, también del extranjero), pero no hace falta buscar muy lejos para encontrar ejemplos: yo misma podría citar alguna persona conocida a la que el físico no le acompañaba de la manera que le hubiera gustado y nos hacía pagar por ello a varios de los que estábamos a su alrededor. 
El físico nos condiciona a todos, y cuando maduramos lo suficiente (la mayor parte de las veces a fuerza de palos) para no reparar tanto en él y ser capaces de entender que no siempre la cara o la altura es el espejo del alma y obrar en consecuencia, ya nadie se fija en nosotros y, mucho menos, escucha nuestras razones. Paradojas de la edad.
Por cierto, para quien sienta curiosidad, yo mido 1,71.


sábado, 2 de marzo de 2013

Chicos de anuncio

Decía el otro día un periódico que los famosos que más anuncios publicitarios protagonizan en España son Iker Casillas, Jesús Vázquez y Carmen Machi. Reconozco que veo poca tele y que con los anuncios me pasa como cuando vas a Salamanca a ver la fachada plateresca de la Universidad: así en su conjunto está todo como muy "apañao", pero en cuanto te instan a buscar la rana, ahí sí que ya le han dado. En ese justo momento empieza un no parar de fijarte en pequeños detalles hasta encontrar el batracio, aunque sea solo por afán de superación personal. Pues con los spots es lo mismo: a primera vista me parecen un páramo insulso y muy poco creíble (niñas de cuerpos perfectos recomendándote anticelulíticos) y, de repente, aparece una pequeña joya que me activa la centrifugadora escondida en la parte más freak de mi cerebro (Punset recomendando el consumo de pan como si en las rebanadas de Bimbo viéramos la cara de Dios). A partir de ese instante, reconozco que soy una rehén de la causa publicitaria.
Debido a mi corazón partío y mi cerebro retorcido que se fija solo en lo que quiere y tal vez no en lo que debe, no tengo ni puñetera idea de qué es lo que anuncia Iker Casillas. Salvo defender la portería del Madrid cuando Mourinho le deja y salir en la revistas con Sara Carbonero, la vida y actividades profesionales del capitán de la selección de fútbol me son del todo ajenas e imagino que así seguirá siendo por siempre jamás.
Respecto a Jesús Vázquez, tres cuartos de lo mismo: a lo mejor publicita móviles o depósitos bancarios o quizás las dos cosas: su presencia recomendándome productos no me interesa nada. En cambio, lo de Carmen Machi tiene cierto intríngulis. Reconozco que no soy nada fan de Aída, la serie que ella protagonizaba, pero siempre he admirado esa capacidad de las mujeres para recrearse en el anuncio de todo aquello que se va por la pata abajo, sean aguas menores o mayores. Entre Concha Velasco, envuelta en una cruzada millonaria para combatir las pérdidas de orina, y la Machi, empeñada en que engullamos cierto tipo de yogures para pasar largas horas en el baño entregadas al noble arte de "pensar", he decidido optar por la vía del medio y hacer caso a esa jovenzuela que, una vez que ha decidido probar suerte en un viaje de jubilados y animada por la marcha y el ardor de la tercera edad, se entrega a las mieles del enema para ir de vientre. Directo y seguro. No hay más que hablar.
Y, sin embargo, a pesar de mi pasotismo frente a ciertas indicaciones consumistas de la televisión, reconozco que empiezo a tener pesadillas con Martina Klein, una mujer que no figura en el top 3 de los rostros más publicitarios, pero a quien yo he comenzado a ver en todas partes, como si fuera una protagonista de American Horror Story encadenada a un fantasma, eso sí, muy rubia y muy alta. No creo que se me haya ido la pinza más allá de la cuerda de tender cuando digo que esta "presencia femenina" se apunta a todo: lo mismo te anuncia un lácteo que un sérum para dejarte la piel como Carmen Lomana, o aparece en medio del noticiero y, sin que te de tiempo a hacerte la manicura francesa, se manifiesta antes de dar paso a un vídeo de lo más chorra en Youtube. Lo último ya fue para cortarse las falanges: me dio por bajarme esa aplicación llamada Zatoo, que te permite ver televisión en la tableta (incluidas ciertas cadenas extranjeras) y, tras conectarme, lo primero que contemplé fue el careto de Martina Klein instándome a comprar un no sé qué, un qué se yo. Por favor, que alguien unte a alguna universidad para que sus investigadores puedan estudiar el don de la ubicuidad de esta mujer y demostrar que no estoy loca, solo un poco cabreada.
No sé a los demás, pero a mí el exceso de exposición de un famoso me parece una tomadura de pelo y un todo por la pasta que ya no huele sino hiede. Que a Brad Pitt le hayan pagado millones por protagonizar el anuncio de Chanel tiene un pase, porque aquí el sex symbol es padre de seis hijos y está organizando un bodorrio de cágate (con perdón) lorito, pero que Martina intente convencerme de que es igual de bueno un tren eléctrico (un suponer) que una compresa o un jarabe para la tos, no me llega. Principalmente porque me da la impresión de que no siente los colores. Y es que no es lo mismo ser de un equipo de fútbol que serlo de todos (haberlos haylos) porque te dedicas al periodismo radiofónico y te pagan por ello.
Cuando veo esta innecesaria sobreexposición pública que enriquece la vida de uno pero siembra el hartazgo en los demás, recuerdo aquello tan manido de que "lo mucho cansa". Y, personalmente, me canso con una facilidad pasmosa. Por eso me vienen a la mente los publicistas y pienso si no sería mucho más gratificante e incluso más barato parir buenas ideas en vez de recurrir siempre a lo mismo, a Martina Klein anunciando lo primero que se le pase por la melena. Llegará el día en que ella misma, con su indiscutible carisma, nos resuma las decisiones del Consejo de Ministros de los viernes y nos resulte hasta normal. Cosas más raras hemos visto, ¿verdad, Toni Cantó?