domingo, 8 de abril de 2012

Ecomanía

Ser eco está de moda. Abrazar la ecología, asumir como causa de vida la defensa de la naturaleza y amar a los recursos naturales más que a uno mismo constituyen el eje troncal de los mandamientos de todo el que se considere concienciado. Porque sí, tener conciencia también mola mazo. Y no me refiero al ataque de remordimiento supino que te entra cuando te has portado mal con alguien, que eso está sobrevalorado y además supone un coñazo muy poco moderno, sino al buen entender que, en el caso de que no nos pongamos las pilas y respetemos el suelo que pisamos nos iremos, como diría el gran Paco Umbral, directamente a la mierda.
A mí me parece muy bien todo esto y que, de repente, disfrutemos de lo natural con una alegría que ni en Sevilla durante la feria de abril, pero reconozco que semejante barullo me ha pillado con el paso cambiado. Tal vez porque me crié en el campo y no entiendo una educación medioambiental distinta a la que tuvimos yo y los que nacieron antes que una servidora. Siempre me enseñaron que había que respetar a los animales que te encontrabas, desde los insectos hasta las vacas y que, si ellos no te agredían a ti, era de rigor hacer lo propio. Así que salvo destripar arañas de jardín (lo siento, quería saber lo que tenían dentro) y aniquilar mosquitos, mi vida transcurrió plácidamente entre caracoles, babosas, ratones de campo, ranas, abejas, cerdos, caballos, moscas y demás fauna ibérica. Tal vez por ello soy incapaz de encomendarme a Dios cuando veo una cucaracha, ni exponer mis últimas voluntades ante el avistamiento de una culebra. Están ahí por algo, igual que yo; compartimos espacio y lo hacemos pacíficamente, sin agresiones ni malas prácticas.
Del mismo modo, tampoco se me ocurrió nunca atacar a la vegetación como si me fueran las proteínas en ello. Sé cómo se cultiva lo esencial para vivir y lo que cuesta hacerlo; cómo evitar que los topos devoren las raíces y los pájaros las semillas; qué época del año es buena para qué cosa y qué fenómeno meteorológico es el más traicionero. De la misma forma, he entendido la importancia de ver crecer la hierba como alimento del ganado (en mi entorno no se recurría a esa cosa tan moderna llamada pienso), qué hay que hacer para fumigar y cuánto se debe esperar hasta recoger la cosecha después de hacerlo.
Ante semejante panorama que, ya digo, no he elegido sino que me ha venido dado, no deja de sorprenderme el que, ahora, a la gente de bien le de por aprender a hacer pan y mermeladas (en mi familia se hacían siempre artesanalmente) como si el poner un toque natural en tu vida te convirtiera en mejor persona. Que nadie me malinterprete: alabo sobremanera este esfuerzo nuestro por respetar la naturaleza, pero me fastidia un pelín que se esté convirtiendo en una tendencia frívola y superficial, porque las modas son efímeras y la mayoría nos dejamos arrastrar por ellas simplemente siguiendo lo que en ese momento se lleva, sin interiorizarlas lo más mínimo. Porque si yo me compro un bolso superecológico y al mismo tiempo adquiero un coche hipercontaminante y me voy de excursión al monte con él, algo no encaja donde tenía que encajar. O respeto un montón los anidamientos de pájaros pero luego me dedico a acabar con los insectos que los alimentan porque me dan repelús.
El problema de esta moda eco es que nos viene así, a borbotones, sin mayor racionalización que la que en su día aplicamos al reciclaje. Y la ecología es todo, no solo alimentarse de la agricultura biológica o lo que nos venden como tal. Queda muy bien de cara a la galería confesarse respetuoso con el medio ambiente; es más, resulta hasta imprescindible para diseñarse una buena imagen, pero, luego, la realidad nos demuestra que no hay tantos ecologistas por metro cuadrado: los montes se siguen quemando, los terrenos de pasto para el ganado se dedican a cultivos agrícolas que reportan más beneficio (así, de paso, les hacemos un favor a los fabricantes de piensos industriales) y se plantan especies que no son autóctonas y que dañan el ecosistema sabiendo que, de esta forma, la industria maderera obtendrá pingües beneficios. Y en esto consienten todos, porque no es noticia de primera página: no se trata de recalificar terrenos para el uso humano sino de cambiar el paisaje para el abuso humano, algo menos llamativo, pero enormemente dañino.
Lo eco es más que una tendencia; es ya un gran, inmenso negocio del que todos pretendemos sacar tajada y algunos con muy pocos escrúpulos. Si solo dedicáramos algo de esfuerzo a pensar en el origen de las cosas, en la vida que encierra la tierra que pisamos, nos daríamos cuenta de que, efectivamente, y como decían los más sabios del lugar, no todo el monte es orégano. Nos jugamos el futuro en ello.

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