martes, 5 de junio de 2012

Roja directa

No encuentro más que motivos de felicidad: ¡faltan tres días para que se acabe la crisis! La cuenta atrás ha comenzado y el próximo viernes el pueblo, que tanto ha sufrido, va a tener su merecida recompensa.
Y es que, señoras y, sobre todo, señores, restan apenas horas para que comience la Eurocopa, los bares se llenen de parroquianos (con el consiguiente gasto en consumición), los grandes almacenes hagan su sprint de agosto en junio vendiendo televisores, las compañías telefónicas aumenten la contratación de adsl y a todos se nos quite esa cara de ajo que llevamos arrastrando desde 2008, año en el que nos comenzó a mirar una legión de tuertos.
Efectivamente, no hay como una competición futbolística para que se nos pasen todos los males y vivamos el día entero con la adrenalina subida, la vuvuzela a punto y los amigos prestos a echarnos una mano... a las cervezas. El ser humano es así, le pueden las bajas pasiones y cuando encuentra algo que le remueve en lo más íntimo, se olvida de todo lo demás... aunque le haya entregado el corazón y la cartera minutos antes.
Me imagino que, hasta el 1 de julio, esto será un no parar de cotejar resultados y comentar jugadas. Todos seremos unos enteradillos en futbología y nos las daremos de afamados tertulianos a la espera de las olimpiadas, que vendrán inmediatamente después y que de nuevo sacarán al Pepito Grillo en calzones que llevamos dentro. Aunque, claro, no es lo mismo ver las evoluciones de las chicas de gimnasia rítmica (con todos mis respetos) que a Ramos trotando por el campo jugándose nuestra honra. Y es que no se qué tendrá el fútbol que despierta lo mejor y lo peor de nosotros mismos. O si lo sé, porque gracias a estos deportes de masas, nos desestresamos, dejamos los agobios en el armario y salimos al mundo a verlo (y vivirlo) de colores. Nadie es tan patriota como cuando su selección se enfrenta a equipos de otros países. Nos tomamos el encuentro como si de una batalla legendaria se tratara, defendiendo nuestras posesiones e intentando machacar al contrario. Porque de lo que se trata no es solo de ganar, que también, sino de hacer perder al otro. Y si es con humillación, mejor que mejor.
El fútbol saca nuestros instintos primarios, la socialización más arcaica y la diversión más simplona que es, precisamente, lo que nos hace disfrutar. Entre un cóctel en un hotel de lujo y un partido de la Eurocopa en un bar de ésos donde las cabezas de las gambas llevan meses tiradas por los suelos, cualquier hombre con un par de pelotas, elegiría esto último. Porque el fútbol uno lo vive y, a lo mejor, al cóctel solo sobrevive.
Pero, como todo, este uso y disfrute del balompié tiene también su lado negativo, el de los hooligans de manual que emplean el deporte para descargar sus frustraciones en el contrario y el de aquellos otros a quienes la pérdida de un partido les supone un disgusto tremendo, que al día siguiente les descentra y les deja de un humor de perros para sufrimiento de quienes les tratan. Aquí la diversión se ve sustituida por el sufrimiento, algo que yo no entiendo del todo, porque si ya la vida nos pone en situaciones muy complicadas, no saber relativizar y pasarlo mal por el esfuerzo (o la falta de él) de otros es de locos.
Cualquier actividad de ocio está concebida para la relajación del individuo. Imagino que esto es así desde tiempos inmemoriales, aunque los antropólogos disientan conmigo y, por ejemplo, algo tan vistoso como los juegos de pelota de los indios, tendrían un gran componente religioso y político. No lo dudo, pero insisto en que la diversión ocupaba también un lugar primordial. Por tanto, no es de recibo convertir un espectáculo lúdico en un depresivo natural. El momento evasión pierde entonces todo su sentido, convirtiéndose casi en un instrumento de tortura. Lógicamente, malvivir el deporte no es lo habitual, y también depende de las características de cada individuo, pero no deja de asombrarme ver rostros cenicientos días después de que su equipo pierda algo importante o, peor aún, el contrario gane, que es, insisto, lo que de verdad nos fastidia.
La competición, ese rasgo tan masculino, es sana y entretenida, siempre y cuando no destroce a nadie y menos a uno mismo. Porque todos, incluso los que no vamos al fútbol los domingos, nos sentimos mucho mejor tras pegar cuatro gritos y otros tantos saltos. La euforia, el subidón son como la felicidad: magníficos precisamente por ser efímeros. Vivámoslos a tope. Ya lo dijo Baltasar Gracián, autor de El Criticón e inspirador de la modernidad  "lo bueno, si breve, dos veces bueno". Hagámosle caso, que para eso él ha pasado a la historia y nosotros solo pasamos de todo.
Dicho lo cual, mucho ánimo a la Roja, nuestra inconfundible selección, que solo por ser llamada así y tocar un poco las narices de los más conservadores (pobres almas de blues) ya cuenta con mi cariño natural. Aunque he de reconocer que yo, más que las banderas, prefiero las buenas praxis y, ante todo, admiro el mejor juego, independientemente del color de su pendón (uy lo que he dicho). Si es que no tengo remedio...

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