miércoles, 27 de junio de 2012

Soy minero

No sé apenas nada de minería, minas ni mineros. Mi ignorancia en estos temas es supina y si no fuera por algunos libros y, sobre todo, algunas películas, ambientados bajo el subsuelo, confieso que ahora mismo estaría repasando los manuales de Primaria para aclarar conceptos.
Y, sin embargo, como soy una persona que lee los periódicos, me conmueve esa procesión de mineros, desde el norte de España hacia Madrid, intentando que no les quiten las ayudas prometidas a una profesión que, si el PP no lo remedia y mucho me temo que no está por la labor, va a acabar siendo carne de la enciclopedia de los oficios olvidados. Al menos en este país.
Desde aquella magnífica entrada por la puerta pequeña de la Unión Europea, negociando a la baja para no molestar a quienes eran más listos y democráticos que nosotros, la industria en este país ha ido languideciendo a pasos agigantados. La naval, la metalurgia y tantos otras ramas de nuestra primitiva economía han sufrido sangrías de manual, seguidas de reconversiones trágicas de las que no voy a volver a hablar. Con la minería no se ha acabado, pero casi. E imagino que no se le ha clavado ya un estacazo en lo más hondo porque como otras energías más floridas cuestan demasiado dinero y están en peligro de agotamiento, queremos reservar algo de carbón (ese mineral patrio de tan pésima calidad, dicen) por si vienen mal dadas y necesitamos echar mano de nuestro casi único recurso natural.
Por lo que tengo entendido, el gobierno de Zapatero negoció un paupérrimo monto de ayudas al sector minero, vigente hasta 2012, que el PP piensa cortar de un plumazo, no se sabe si teniendo en cuenta aquella aseveración de la Unión Europea asegurando que toda explotación que no fuera rentable se cerraría, como muy tarde, en 2014 (ahora mismo dudo si el plazo se alargó hasta 2018). Sea como fuere, los mineros están que echan espuma por las linternas, conscientes de que, sin esos 200 millones de euros de ayuda prometidas, las minas se verán condenadas al cierre las más, y a ser transformadas en museo, las menos.
Entiendo su desazón. La profesión de minero ya es ingrata de por sí bajo tierra como para tener que soportar absurdas charlas de despacho en la superficie, incluidos los discursos paternalistas de gente que, como yo, ignora por completo el tema. Desde pequeños se nos ha recalcado aquello de "no te quejes, más duro es trabajar en la mina", motivo por el que hoy contemplamos con pena y estupor los heroicos esfuerzos de esos representantes de los 4000 mineros que aún quedan en activo. Luego vendrán ciertos medios conservadores diciendo que trabajar en esto es un chollo y que hay jubilados de la profesión que cobran 2.600 euros al mes. Si es así, olé por ellos. A lo mejor lo merecen más que un ex ministro y, sobre todo, que un consejero de Bankia retirado.
Creo que todos tenemos, ya no solo el derecho, sino el deber de luchar por lo que creemos justo, y, objetivamente, si la minería no se ha ganado una oportunidad a golpe de pico y pala, que lo dudo, al menos tenemos la obligación moral de recolocar a sus trabajadores. Pero, antes de llegar a ello, habría que intentar preservar el carbón, que es de lo poco valioso que aún nos queda y que, ahora mismo, está siendo objeto de numerosas investigaciones para convertirlo, tras un complejo proceso, en fuente de energía alternativa a la extracción de petróleo o gas.
No sé qué opinan los ecologistas de este tema, aunque creo recordar que, hace algún tiempo, varias de sus organizaciones más señeras levantaron la voz contra la minería. Difícil papel tener conciencia ecológica y de clase, todo en un mismo saco. Yo no dispongo de ningún dato que avale el supuesto daño de las explotaciones al medio ambiente en España, aunque sí en el extranjero, por lo que imagino que motivos hay para poner objeciones. Y, sin embargo, el drama humano me supera: esos mineros caminando hacia Madrid bajo la solana, visitando pueblos donde son jaleados por la gente y ninguneados por los alcaldes, me hace pensar en lo injustos que hemos sido durante años con nuestro capital humano y económico. Nos ha importado más la alta política que el ciudadano de a pie, parafraseando al despotismo ilustrado y su "todo por el pueblo pero sin el pueblo". De aquellos barros vienen estos lodos.
No veo una buena salida al conflicto, menos ahora que el gobierno está completamente supeditado a dictámenes más elevados. Luego, para justificarse, compararán la minería con el turismo y dirán que, sopesando uno y otro, este último proporciona mayor riqueza con menor inversión. Es el destino de España: convertirse en una California cutresalchichera de turismo de garrafón. Y ni siquiera necesitamos esa macarrada de Eurovegas para lograrlo.

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