viernes, 6 de diciembre de 2013

Quiero ser como Cheney

Una de las costumbres más detestables de nuestros políticos (no todos, pero sí bastantes) es aprovechar su trayectoria de servicio público para hacer negocio. Esto se convierte en aberración cuando, obedeciendo a los cantos de sirena del peor neoliberalismo, convierten lo público en privado para, una vez abandonada en la cuneta su carrera política, sacar los consiguientes dividendos de nuevos cargos nacidos al calor de las miserias humanas.
En la Comunidad de Madrid tenemos varios y gloriosos ejemplos de esta endiosada forma de darle la vuelta al término de servicio público para convertirlo en placer privado. El problema no es que nosotros veamos que dicho proceso está mal, muy mal, sino que los propios interesados lo contemplen como un bien necesario y un paso obligado hacia la gloria individual y el caos común.
Al margen de estos cachorros de los partidos, preparados para chupar del bote desde su más tierna formación, hay que reflexionar sobre sus ejemplos a seguir, aquellos laureados ex presidentes que han hecho carrera a costa de pasear su palmito por las poltronas de empresas y corporaciones empeñadas en construir riqueza fomentando la pobreza extrema. Entre estos grandes próceres destaca, cómo no, José María Aznar, omnipresente en las consejerías de grandes emporios al servicio de magnates de dudosa reputación y cuestionables objetivos.
En las últimas semanas nos hemos enterado de que Aznar estaba metido hasta el cuello en ese lodazal del tráfico de armas en el que le introdujo su mejor e imputado amigo Miguel Blesa. No creo que este último tuviera que ponerle una Glock al cuello para que nuestro ínclito Jose Mari se decidiera a probar suerte en tan turbio asunto, que mueve a diario miles de millones de dólares. Un hombre que no tiene el mínimo reparo en llevar a su país a una guerra estúpida para mayor provecho de él y sus colegas, no creo que albergara muchos reparos en hacer negocios a costa del bienestar físico y moral de otros.
Ya he dicho alguna vez que, en mi opinión, y observando al personaje desde lejos, José María Aznar tuvo que ser un niño y adolescente sumido en mil complejos. Y también he comentado que hay pocas cosas más peligrosas que darle poder a un acomplejado, ya que, o bien buscará la venganza, o bien la demostración continua de que él es el "más mejor", aunque para ello tenga que mercadear con el sufrimiento ajeno.
También albergo la muy posiblemente infeliz idea de que nuestro ex presidente, ese político de bajura que cada día amenaza con volver a darnos la tabarra por el bien de España, siempre ha deseado ser Dick Cheney. Sí, aquel singular individuo que medró a la sombra de los Bush y que, durante muchos años, fue presidente ejecutivo de Halliburton, la empresa que, oficialmente (no vamos a entrar en detalles oficiosos) se dedica a prestar servicios a yacimientos petroleros. Los entresijos de esta compañía son, quizás, los más intrigantes de la economía mundial, mucho más desde que nos enteramos del deshonroso papel y aprovechamiento máximo que tuvo y obtuvo en los conflictos de Kuwait, los Balcanes e Irak. Sobre todo Irak.
Halliburton fue la principal beneficiaria de los contratos otorgados para reconstruir Irak, el país que su ex presidente, el señor Cheney, se encargó de destruir previamente. Si en España nos escandalizamos con casos como el de Sonia Castedo, la alcaldesa de Alicante, empeñada en otorgar contratos de obras públicas a uno de sus más íntimos amigos a cambio de un chorreo de obsequios, no sé cómo se nos quedaría de perjudicada la almendra al transpolar semejantes chanchullos pueblerinos a la política internacional. Si nuestra opinión sobre Sonia Castedo es tirando a penosa, no quiero imaginar lo que pensaríamos si supiéramos toda la verdad sobre Dick Cheney y sus tejemanejes en la muy alta y envarada política.
Probablemente, el tal Cheney fue el tipo más poderoso de finales de la década de los 90. Además del más detestado por parte de la opinión pública pensante, digno heredero de John Edgar Hoover, un elemento igual de taimado pero bastante más torpe. No dudo en que muchas almas poco cándidas que le conocieron envidiaron su utilización de las personas y las cosas en beneficio propio, su habilidad para tejer redes de influencias y su vigor político para tomar decisiones impopulares y cargarlas sobre espaldas más cándidas.
Cheney, tan ladino él, atesora un gran mérito que a otros les falta: saber retirarse a su cueva del tesoro (aunque en este caso se parecería más a la de Batman, con todos los controles sobre Gotham City) cuando la tormenta comenzaba a aparecer sobre el horizonte. Vale, la salud tampoco le acompañó, pero no hay que privar al hombre de las virtudes que le han acompañado. Y es en esto en lo que sus alumnos meritorios se equivocan, porque cuando uno ha sabido retirarse en el momento más adecuado, no puede volver a arrastrase por las plazas como un torero ajado que reivindica las orejas y rabos de otro: debe ser listo y aprender a juzgar desde la barrera, mover los hilos sin que se note y disfrutar de sus tesoros sin que lo parezca.
Ahí es donde la soberbia y la insolencia de Azar le pierden, para delirio íntimo y estupor ajeno. Uno no puede conformarse con ser un imitador de Cheney: tiene que ser mejor. El problema es que, hasta para ser malo, hay que tener clase.


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