jueves, 2 de enero de 2014

Con las manos en la masa

No tengo nada en contra de los concursos de cocina. Tampoco nada a favor. Como se deduce de mis palabras, lo cierto es que no he visto ninguno, ni Top Chef, ni MasterChef ni el Chef que parió a Peneque. Supongo que cada época tiene sus modas, y como ahora mismo la cocina no se encuentra entre las prioridades del hombre o la mujer modernos, este tipo de programas despiertan en nosotros la misma curiosidad que el Quimicefa que nos regalaban de niños y que nos servía para llenar nuestros acogedores hogares de aromas nunca olidos por ser vivo alguno.
Reconozco que la cocina no es precisamente una disciplina que se me de mal: le dedico tiempo, cariño e intuición y, tal vez por eso, los espacios televisivos en los que un chef se recrea mandando a sus tropas no me despierta la mínima curiosidad. De vez en cuando leo alguna crítica, como la última del MasterChef junior, donde, al parecer, les mostraron a los niños un dulce ternerillo para, acto seguido, enseñarles el partido que podían sacarle armados con un cuchillo y un poco de fuego. Para que luego nos quejemos del trauma de la madre de Bambi o del daño que ha hecho Cenicienta a los conceptos de familia moderna.
Sin embargo, reconozco que sí estoy enganchada (en la medida de lo posible) a otro formato, Renovators (Divinity), curiosamente de los mismos ideólogos que el famosísimo MasterChef. Ambos beben de sus raíces australianas, un país del que, como se suele decir, me gustan hasta los andares. Si algún día consigo darme un garbeo por las Antípodas ya estaré en paz con la vida, con el mundo y hasta con el Real Madrid. En fin… sea por lo que sea, a mí esto de ver a un puñado de mozos y mozas ejerciendo de paletas, enladrillando, amartillando y encofrando, me sube la bilirrubina. Sí, al más puro estilo Juan Luis Guerra.
Me considero uno de esos aburridos seres a los que se le da bien idear cosas pero muy mal llevarlas a la práctica. Sería una especie de Santiago Calatrava en zapatillas: puedo soñar naves más allá de Orión que, a la hora de reconstruirlas, lo mismo me sale un zurullo con pinta de higo chumbo. Mi cabeza y mis manos van cada una a su bola, aunque confieso que siempre he sacado muy buena nota en las asignaturas que tenían algo que ver con el arte y la creatividad. Supongo que poner mucha voluntad cuenta, porque si no, no me lo explico. De ahí que sienta tanta fascinación hacia la gente que puede crear cosas con las manos. Y, gracias a Renovators, me he dado cuenta que, si pusiera pedir un deseo, me parecería más a Pepe Gotera que a Pablo Alborán, aunque en la realidad me asemeje a los dos lo mismo que un capitel románico a un neumático.
Los chicos de Renovators tienen que afrontar retos semanales para ganar dinero y reformar una casa asignada a cada equipo. Porque sí, trabajan en grupo, aunque los miembros de los equipos que pierden los retos periódicos se ven a obligados a enfrentarse entre ellos. El que pierda es eliminado. De esa forma, cada vez van quedando menos para cumplir el reto, que es dejar la casa adjudicada hecha un pincel y ponerla a subasta. El concursante que logre mayor beneficio de la transacción será el ganador.
Como el programa se grabó en 2011, una, que es muy curiosa, ya sabe quién fue el vencedor y, por una vez y sin que sirva de precedente, el campeón coincide con mi favorito. Pero al margen del factor concurso/carrera/premio, lo que me llama la atención de Renovators es que es un programa amable, donde todos intentan superarse día a día y con un jurado fantástico al que te gustaría invitar a tu casa en Nochebuena y atarlos a la pata de la cama para que se quedaran, como mínimo, hasta San Valentín.
Pero, además de babear con la pericia y la simpatía de los jueces, me quedo embobada con la resolución de los retos y las masterclass que nos dan de albañilería, fontanería y hasta de combinación de colores y texturas. Recuerdo, por ejemplo, una prueba en la que los distintos equipos tenían que desguazar un coche y crear con las piezas un espacio, que podía ser una habitación de hotel, una sala de esparcimiento, un restaurante etc. Todavía estoy flipando con el resultado final de las distintas propuestas y la imaginación desatada de este puñado de australianos a los que contrataría, desde ya, para ejecutar la obra pública de cualquier ciudad española.
Sin embargo, por encima de todo, lo que me gusta de Renovators (supongo que también de MasterChef si lo viera) es que no hay gritos ni faltas de respeto y, no obstante, persiste la emoción; que el espectador aprende algo sin dejar de sentir los "colores" (en este caso literalmente, porque los equipos se identifican por el tono de su uniforme); que los retos superan nuestras expectativas cada semana y que podemos ser capaces de empatizar con las alegrías y las frustraciones de los concursantes sin sentirnos culpables por ello. Para mí es el show redondo, aunque dudo de que muchos espectadores españoles estén de acuerdo con mis apreciaciones.
Me encantaría que alguna productora patria asumiera el reto de crear un Renovators a la española, aunque imagino que los costes serían desorbitados: solo montar la parafernalia del hangar de pruebas y las casas para reformar ya valdría una pasta indecente. A lo mejor les saldría un programa tipo Reforma sorpresa pero con más peña; a lo peor, un engendro del palo de Esta casa es una ruina, versión salchichera de un programa norteamericano, y que pasó a la historia por acoger entre sus "expertos" a un ex novio de cierto presentador de televisión al que ya hace mucho tiempo que se le fue la pinza. Toquemos madera, nunca mejor dicho.



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