sábado, 26 de enero de 2013

El caballo del malo

A la mayoría de los actores les gusta interpretar el papel de villano. Y es lógico: mientras el bueno suele ser un personaje bidimensional (por no llamarle unidimensional, o, lo que es lo mismo, bobo y medio) el malo es un tipo lleno de matices, al que le pasan cosas apasionantes (entre otras, lleva una vida sexual para contarla y no dar crédito), vive al límite y, además, muy bien. Mientras, el bueno atraviesa este valle de lágrimas experimentando desgracia tras desgracia y poniendo la otra mejilla hasta tener la ansiada recompensa, cuyo disfrute nunca sabremos cuánto le dura pero, por la trayectoria del muchacho y el gafe que le acompaña, imaginamos que lo que un par de gafas a Pitbull. Sí, nuevamente la idea judeocristiana de alcanzar la recompensa a través del sufrimiento, con la cual no comulgo (valga la redundancia), ni creo que lo haré.
En la vida real no es tan fácil toparse con malas personas, pero cuando las encuentras y padeces es como sufrir un terremoto: tu vida comienza a tambalearse y te pasas los días recogiendo los pedazos rotos de muebles y vajillas. Ningún adulto se libra de hacer cosas malas, pero lo que diferencia a las malas personas es que, mientras los demás no miden las consecuencias y no tienen la intención manifiesta de infligir daño, los malos son conscientes de que determinados actos van a causar dolor a alguien que jamás les ha hecho nada sino, quizás, todo lo contrario y, aun así, siguen con el plan trazado, lo que dota a sus acciones de una amoralidad flagrante y preocupante. El que hace algo malo de forma inconsciente lo lamenta de verdad, lo siente de corazón, pide disculpas y hace lo necesario para enmendar el entuerto; el que comete una vileza a propósito solo se disculpa si con ello va a evitar males mayores que le perjudiquen directamente, pero en ningún caso intentará paliar el destrozo causado. “Te lo hice porque te lo merecías”. Bueno, como yo creo firmemente que no he hecho nada para merecerme tanto dolor, al menos no te quejarás si tú mereces mis protestas y hasta mi indiferencia. Y, si la vida me lo pone a tiro, hasta mi venganza.
Las malas personas normalmente se llenan la boca con las frases que expresan lo contrario, es decir, “soy una buena persona”, “jamás he hecho daño a nadie” etc. No verás a alguien “normal” afirmando lo mismo de continuo salvo para intentar entender el dolor que otro le ha causado (“no comprendo por qué ha actuado así si yo nunca le he hecho nada” o, lo que es lo mismo, “no comprendo por qué ha actuado así si yo soy una buena persona”). Las personas que se intuyen capaces de cometer cualquier desatino se dedican a conjurarlo a través de las palabras, como si el formular en alto su bondad les protegiera de las consecuencias de determinadas decisiones muy poco acertadas. Es como el “soy muy amigo de mis amigos” o “siempre hago bien mi trabajo”. Frases del todo innecesarias porque se demuestran a través de los actos y resultan petulantes una vez formuladas, principalmente teniendo en cuenta que tal aseveración carece de rigor: todos hemos tenido problemas alguna vez con algún amigo y hemos cometido errores profesionales. En realidad, se trata de expresiones salvavidas, en las que nos escudamos cuando somos conscientes de que, a lo mejor, no somos tan amigos o no siempre hacemos bien ni con rigor nuestras taresas.
Cuando crecemos, la gran mayoría de nosotros atesoramos la meta de querer ser una buena persona y mejorar día a día. Y, sin embargo, no podemos evitar que las malas personas se crucen en nuestro camino, sobre todo porque, una vez abandonada la infancia, la toma de decisiones se hace más complicada, cualquier cosa es un estorbo y algunos entienden la existencia como una jungla en la que el sálvese quien pueda atropella al cariño y la confianza de los demás. Nos topamos con malas personas en todos los ámbitos de la vida: entre los que afirman ser nuestros amigos, entre los que quieren ser algo más, entre nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo y, también y por encima de todo (sobreexposición manda) entre los personajes públicos.
Cuando un banquero le calza una preferente a un jubilado sabiendo que le va a arruinar la vida (literal y metafóricamente hablando) sabemos que es una mala persona; cuando un equipo de gobierno casca a la población una reforma laboral que mandará a miles de trabajadores a la calle somos conscientes de que son malas personas; cuando un jefe te hace la vida imposible, minando tu autoestima y la confianza en tu propio rigor y profesionalidad sin que hayas hecho nada para merecerlo salvo respirar, sabemos que es una mala persona. Son actitudes públicas cuyas consecuencias son también públicas y fáciles de ver y de juzgar sin necesidad de que corra la sangre. Protestamos, nos mesamos los cabellos, nos alzamos contra ellas... Del mismo modo, creo que tenemos todo el derecho del mundo a exigir responsabilidades a las malas personas de andar por casa sin que nos tiemble la mano y que ellos mismos deberían hacer una acto de reflexión y pensar cuántas veces, aunque sea en pequeña escala, han cometidos actos “impuros” al igual que esos cargos públicos a los que tanto gritan e insultan.
Hacer daño sin mediar provocación alguna tiene consecuencias. Y, al final, el caballo del malo se queda atrás, principalmente porque el villano es incapaz de pensar en alguien que no sea él mismo: mientras el mundo gire en su provecho, todo lo demás no importa. No sé yo: si descuidas tanto lo que te rodea, quizás llegue un momento en que el caballo se te muera de hambre y se te atasque el revólver. Y así, solo frente al universo, sin más arma que tu propia mala conciencia, a ver quién es el guapo que logra defender lo indefendible.


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