domingo, 7 de abril de 2013

La familia y uno más

Mientras el mundo da vueltas alrededor de la rubia cabellera de la infanta Cristina y los medios internacionales se preguntan por qué los españoles consentimos una monarquía como la que Dios nos ha dado, a la princesa Letizia le crecen los enanos. Y perdón por el término, que menudo fin de semana estoy dando al respetable.
Letizia no es un personaje que caiga especialmente bien a los españoles. Tampoco es que se lo haya trabajado. Todos sus esfuerzos han ido dirigidos hacia otro lado: a ser la perfecta comparsa monárquica y estrechar lazos con la institución mientras deshace aquellos que la unían al pueblo llano del que procede. A diferencia de otras consortes europeas que han sabido preservar las cualidades que las hacen especiales y queridas (espontaneidad, cercanía, felicidad por ser quien es y estar donde está), doña Leti ha mutado en un ser rígido, lejano, en un junco al parecer inquebrantable que, llueva o truena, pone siempre la misma cara. Para que se me entienda, una que no desentonaría grabada en una moneda de cinco céntimos.
Por si no fuera poco con los presuntos delincuentes de su familia política y algunos más de la propia, a Letizia le ha salido ahora un primo zumbón, que más que el tiarrón del anuncio de Zumosol parece el mosquito tigre que de vez en cuando asedia nuestro Mediterráneo. A este hombre, en su día uña y carne con la consorte real, le ha dado por escribir un libro llamado Adiós, Princesa, en el que no solo la pone a caldo sino que también cae en el ensañamiento. A lo mejor estoy exagerando y la cosa se quede como el libro que estoy leyendo ahora y que no voy a nombrar porque se habla mucho de él y los autores tienen que comer: lo realmente bueno se resume en la solapa. Pero con lo que nos gusta a los españoles el cotilleo, le auguro a David Rocasolano un triunfo rotundo y muy bien remunerado.
En el libro de marras, David pinta a Letizia como la desgracia de la familia, una señora controladora y rígida que ha hecho pasar un infierno a la rama materna de sus parientes para que nadie se saliera del guión que ella misma les ha escrito y les sigue escribiendo. Imagino que ésta es solo una de las cosas que no le gustó al primo, pero tiene que haber más (la coartada de David son los motivos del suicidio de Érika, hermana de Letizia), porque si no, ya me explicarán ustedes cómo, de ser la persona de confianza de la princesa, se ha convertido en grano en las posaderas (¡y van!) de la monarquía.
Sin embargo, parafraseando a Jorge Javier Vázquez, hay una cosa que te quiero decir: el gran escándalo narrado en esta obra de arte y ensayo es un aborto presuntamente perpetrado por Letizia con la connivencia del príncipe y rigurosamente ocultado para que no se enterara el entonces futurible suegro. Bueno, desde mi perspectiva ciega, lo que haga Letizia con su cuerpo (ya sean abortos o mil operaciones de estética) es cosa suya. A mí lo que me importa es lo que haga con nuestros cuerpos y nuestros derechos. Si se quiso costear un aborto por razones de Estado y para ser la prometida perfecta es algo que tiene que arreglar ella misma con su carisma y con su conciencia. Desde el momento en que es Felipe quien la eligió y no los cortesanos, no creo que los demás seamos nadie para criticar su divorcio, su aborto o su seguimiento de la relación pagana si la hubiera. Todo ello en la medida en que sus decisiones no nos afecten lo más mínimo.
Y, sin embargo, opino que Letizia tendría que entender que no es bueno abrazar de forma tan entregada la transparencia cero que rodea a la familia real y que el mejor activo que podría tener sería el ser siempre consciente de dónde viene y dar forma a cierta empatía partiendo de ello. Pero la vemos ahí, impertérrita, rígida y antipática y no es capaz de transmitirnos nada, ni siquiera la mínima sensibilidad. Espero que luego no se queje porque su persona no nos produzca ni frío ni calor.
Yo no tengo el gusto (o el disgusto) de conocer a esta mujer, pero sí me he encontrado al menos con dos personas que la frecuentaron durante su etapa universitaria y cuya imagen de la señora Ortiz dista mucho de la que ahora proyecta. Vamos, que era más viva la Virgen que viva el rey. El cambio, y la disciplina espartana para lograrlo, debe de haber sido brutal.
Pero la que nos afecta no es la plebeya de antes sino la princesa de ahora quien, con esta forma de concebirse a sí misma y la idea que los demás debemos tener de ella, se está haciendo un flaco (con perdón) favor. Sobre todo porque parece que los suyos no la apoyan en privado, sino que aguantan lo que les ha caído encima con un estoicismo digno de los 12 apóstoles. Todos tenemos un límite y la lealtad que debemos a los nuestros se convierte en desprecio cuando una parte se aprovecha de ella y exige lo que no es capaz de dar.
Lo peor de David Rocasolano es que, al parecer, no le dice las cosas a la cara a su prima sino a través de una plataforma pública de la que, seguramente, obtendrá pingües beneficios. Él cuenta que lo hace por venganza personal y no lo dudo: lo que habría que averiguar es si las ofensas están a la altura del castigo infligido. Seguro que solo por descubrirlo, este país de tertulianos y cotorras leerá el libro con avidez y entusiasmo. Todo sea por la Familia.


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