jueves, 6 de diciembre de 2012

El secreto de la felicidad

Soy consciente de que me repito más que el ajo, pero insisto en que la felicidad es patrimonio de los tontos. Me refiero a ese estado perpetuo de dicha en el que afirman morar algunos. No lo entiendo; de hecho, desconfío de aquellos que dicen ser siempre felices. Y desconfío porque la cualidad principal de esta sensación de euforia y contento es, precisamente, su escasa duración. Se trata de un subidón repentino que, para más inri, nos coloca en las nubes, porque sabemos que va a durar poco, que jamás será eterno y que debemos aprovechar esos instantes de dicha (unos minutos, unas horas, semanas, ¡incluso meses!) para poder rendirnos a su recuerdo cuando la felicidad amaine.
En esta época de crisis y desconcierto, abundan aquellos que teorizan sobre el Santo Grial de la felicidad, abordándolo como algo mítico que al común de los mortales nos está vedado. Desde una conocidísima marca de refrescos hasta sesudas empresas empeñadas en organizar congresos e incluso clases de risoterapia para alegrar la cara del personal, todos abundan en enseñarnos qué es la felicidad, como si se tratara de algo que hemos olvidado en el confín de los tiempos o, tal como diría Rajoy, se nos agotó de tanto usarla. Es lo que tiene vivir por encima de nuestras posibilidades, ¿verdad, Díaz Ferrán?
Hasta hace poco, se decía que el mayor trauma personal que puede sufrir un ser humano, el que más le condiciona y agobia, es la muerte de un ser querido. Detrás irían las mudanzas, no sé si antes o después de que la persona a la que quieres te deje tirado, algo que también es para pasarse las horas muertas soltando mocos y regando con ellos la huerta marciana. Ahora, según estos estudiosos que, por lo que se ve, pasan el rato observándonos, la mayor causa de desdicha es el desempleo. Bueno, a semejante conclusión había llegado yo incluso "de gratis". Está visto que tengo muy mal olfato para el negocio.
El otro día leía el discurso de una señora, imagino que psicóloga, teorizando sobre la felicidad y la falta de ella. También incidía en el tema del desempleo como un factor de hundimiento total, más aún cuando es la principal razón de la pérdida de autoestima que sufre un ser humano. Pero, en medio de su discurso, había algo bastante bien hilvanado, y era que, cuando te vas de una empresa, no te echa la empresa, sino que el que te echa es el jefe. En el fondo, tus ganas de venganza no van contra la compañía que te dio un techo, sino con el cabrón con pintas que te lo expropió. Va a ser que tiene razón.
Cuando éramos pequeños nos enseñaron aquello del respeto absoluto y sin cuestionamiento a la autoridad, que está muy bien para llevar una educación sin sobresaltos, pero que yo no sé si resultará tan eficaz en cuanto llegas a la edad adulta y te dan una patada en el culo (con bota de pinchos) para que te busquen las lentejas. Hubo un tiempo en que el gobierno, el ejército, el empresario, la iglesia y el banquero eran los pilares sobre los que se asentaba nuestro bienestar. Creíamos que jamás nos decepcionarían. El ejército ya demostró bastante pronto que no estaba por la labor; la iglesia lleva siglos endiosada y dando tumbos, y en estos últimos años, el gobierno ha aparecido ante nosotros como aquellos ladrones de la película Le llaman Bodhi, que se dedicaban a atracar pertrechados tras las caretas de presidentes. 
En cuanto a los empresarios y los banqueros, qué decir. Son los jefes directos de todos nosotros. Y parece que se han montado un tinglado la mar de guapo, eligiendo para compartir la gloria y esquilmarnos a otros como ellos, a los que les importamos una mierda y que nos echan a la calle en cuanto se ve que respiramos. Por supuesto, hay jefes buenos (yo tengo actualmente una magnífica experiencia, pero también las he tenido patéticas y muy nocivas), pero el común de los gestores ya no es de la raza de los trabajadores con méritos y pedigrí, sino de los de poco talento y muchos billetes, encumbrados para hacer caja a costa de aquellos remeros que les mantienen dentro del barco.
Los españoles, más que vivir por encima de nuestras posibilidades, caímos en la trampa de quienes nos habían augurado jefes paternalistas y, en su defecto, superiores que alcanzan la gloria por méritos propios. Ahora, semeja que las buenas cualidades del individuo, más que merecer un "me gusta", merecen un "lo odio". Vamos, que si tienes escrúpulos, casi mejor no lo pongas en tu currículum. Con semejante panorama, la felicidad viene a ser patrimonio de estos tontos muy listos, pandillas arrabaleras que han abandonado su reducto natural de las calles para asentarse en los despachos con su arsenal de puñaladas por la espalda, abusos de poder y malos modos.
Es obvio que el no trabajar encierra un gran sufrimiento, pero, en muchas ocasiones y si todavía se conserva algo de moral, el trabajar también. Los coach, esa raza de personajes surgidos al amparo de la crisis, insisten en que tenemos que realizar una lectura optimista de nuestro día a día y buscar cosas positivas en nuestros jefes y compañeros. ¿A qué es bonito? No seré yo quien diga que no lo practiquéis en casa.
En fin, que estoy convencida que la felicidad es momentánea y hay que estar abierto para recibirla y disfrutarla, porque como viene se va. Es más, probablemente tengamos a nuestro lado varias cosas y personas dispuestas a hacernos felices, pero como estamos ocupados envainando el sable contra jefes, compañeros y hasta amigos tóxicos, ni los vemos. Al final, la dictadura del miedo se impondrá, nuestro sablazo irá para quienes menos lo merecen y entonces diremos aquello tan cobarde e hipócrita de "no eres tú, soy yo". Me mondo.
Y dejo otra canción que a mí, personalmente, me da subidón. A lo mejor soy rara...




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