viernes, 14 de diciembre de 2012

Se acaba el mundo

Cualquiera que lea los títulos de mis últimos posts puede pensar que voy directa a los abismos más insondables. Tampoco es eso. Me salen títulos catastrofistas de natural, porque hace mal tiempo, porque no me gusta el frío o porque las Navidades me darían igual si no les tuviera tanta tirria. Nadie es perfecto y, desde luego, yo mucho menos.
Pero si a mí estas fechas me sientan mal física y anímicamente, tampoco lo deben de estar pasando muy bien los chicos de la NASA, que no paran de contestar llamadas de paisanos agobiados ante el advenimiento del fin del mundo. Algunos decían que el suceso acontecería el pasado día 12; como no hubo lugar y tampoco se ejecutaron maldades mucho más aviesas que durante una jornada normal, supongo que ahora toca hacer caso a la otra mitad del planeta, empeñada en que esto va estar finiquitado el próximo 21. Así lo aseguran (?) los Mayas a los que nunca habíamos hecho ni puñetero caso, pero a quienes ahora seguimos fervorosamente como si, efectivamente, no hubiera un mañana.
Antes que nada, he de decir que a mí el 21 me viene mal acabar con todo. Primero, porque es viernes y, dentro de las desgracias que siempre me depara el otoño, este día es de lo poco salvable de la semana. Segundo, porque el sábado coincide que es 22 y se sortea el Premio Gordo de la lotería, algo que siempre me fascinó desde pequeña y me sabría mal perdérmelo. Y no, no es que piense que me va a tocar un porrón de millones (yo no creo en nada ni nadie que, directamente, no me toque); más bien es porque me da buen rollo oír el mantra de los chavales de San Idelfonso, entregados con fervor religioso a desgranar la tabla numérica. Y tercero, y no por ello menos importante, no sé qué ponerme. ¿Cómo se viste una para el fin del mundo? ¿Doy rienda suelta a mi fantasía de recibirlo en la calle, con bata, zapatillas y rulos? ¿Me pongo traje de luces? ¿Voy en bragas? ¿Llevo tacones? No, eso no, que lo mismo hay que correr y pierdo el ser antes de la hora señalada... En fin, sesudas reflexiones que le asaltan a una en cuanto se aproxima a la taza del retrete.
Volviendo al tema de la NASA y sus fines, es lógico que el plantel de ingenieros titulados ande de los nervios. Sabiendo cómo son sus compatriotas, dispuestos a construirse un bunker con dos cartones de leche y un envoltorio de chicle en cuanto se convencen de que pueden ser atacados por un pollo de dos cabezas, lo raro sería que se quedaran todos en sus casas tan tranquilos, rendidos a la evidencia y  echándose unas risas con el Saturday Night Life.
Pero, discusiones futuristas aparte, yo sí creo que el mundo se va a acabar el 21. Es más, diría que ya lleva un tiempo preparando su final: un the end lento y doloroso, sin títulos de crédito, no vaya a ser que haya que pagarlos. Lógicamente, me refiero al fin del mundo tal y como lo conocemos o lo conocí yo. Porque quien esto escribe vivió en un país donde la sanidad era pública, la justicia gratuita, todos podíamos acceder a la educación aunque fuera mediante becas, los políticos ilusionaban y los malos iban a la cárcel. Yo viví en un país donde Eurovisión era un festival, donde la selección española de fútbol no ganaba, pero le cascaba 11 a 1 a Malta y hasta nos lo creíamos, donde la libertad dejaba de ser una utopía y donde podías vivir cómodamente si trabajabas y te ganabas el pan con el sudor de tu frente. También había ladrones, vagos y maleantes, todos ellos sometidos a escarnio público y no ensalzados ni, la mayoría, indultados.
Viví en un mundo donde la familia real parecía real y, además, familia; donde veíamos series y no programas de cotilleo por la mañana, durante la siesta y al irnos a dormir; en el que el sexo daba todavía reparo (hasta que dejó de darlo) y los jóvenes inventaron otra forma de disfrutar de la vida. Por supuesto que había muchas cosas malas, incluso apuesto a que algunos calificarían todo aquello directamente como una "mierda" pero, señores, era mi mierda.
Recuerdo que, de pequeña, las abuelas decían que, con los años, entenderíamos eso de que los tiempos de uno siempre son mejores que los de quien viene detrás. No sé si los nuestros fueron mejores o peores, pero sí distintos. Hubo crisis, hubo paro, hubo desolación y angustia, pero no estábamos ni de lejos tan tristes ni amargados como ahora, viviendo en este perpetuo otoño donde todo se empeña en morir una y otra vez. Menos mal que nos dicen que la luz y los colores "son maravillosos".
El mundo que yo conocí se acaba. Quizás tiene que ser así para que renazca algo mejor o tal vez no, quizás lo que nos espera sea un desierto apocalíptico donde solo sobreviven los villanos y delincuentes. A lo mejor el futuro que nos aguarda, de haberlo, se parece a Mad Max, pero yo me lo imagino al estilo de Gattaca, donde únicamente se admite a los "perfectos", entendiendo por ello lo mismo que entendería nuestro gobierno si algún día le diera por pensar, que no creo. Le falta práctica.
Tal vez a los padres de la patria les da por sacar su lado ñoño (ése que tanto aflora en Navidad) y nos perdonan la vida más allá del 21. Probablemente, porque, como los vampiros, necesitan seguir sacándonos sangre para poder alimentarse. En todo caso, ni ellos ni nosotros conseguiremos evitar que ya nada sea igual, por mucho que la NASA ponga toda su buena voluntad y recicle a ingenieros de telecomunicaciones en operadores del teléfono de la Esperanza.
Yo, por si acaso, voy a rebuscar un ratito en la basura. Creo recordar que tengo unas cuantas botellas de plástico y alguna cáscara de naranja. Con esto y las instrucciones del Lego Star Wars, lo mismo me puedo empezar a construir un búnker apañao. Y que se rían los feos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario