sábado, 9 de marzo de 2013

On the road

No sé si hay un exceso de hipocresía o un overbooking de inocencia, pero a mí esto del dopaje en el ciclismo me origina una especie de SAM (Síndrome de Aburrimiento Mortal) que choca con los ooohh y aahhh que escucho cada vez que se destapa una trama.
Reconozco que el ciclismo me encanta. Soy muy fan de esas largas etapas que te permiten tirarte unas dos horas de reloj durmiendo a pierna suelta. Nada garantiza mejor una buena siesta que cualquier carrera del Tour de Francia. Fuera de ello, casi siempre desconozco qué equipos participan, quién lleva el maillot de la montaña y quién el de líder. El ciclismo me interesa porque es bueno para la salud. Al menos para la mía, porque para la de los deportistas es otro cantar.
Desde que estudiaba en la Universidad y corrían, nunca mejor dicho, los gloriosos tiempos de Miguel Induráin, siempre he escuchado a mi alrededor comentarios acerca de que los ciclistas iban muy puestos. Lo cual me ha llevado a preguntarme por qué no se admite de una vez por todas el uso de sustancias dopantes y aquí todo quisque da pedaladas en igualdad de condiciones, sin que una meada te arruine el prestigio y los contratos publicitarios. Pretender, por ejemplo, que un tío como Armstrong, con un cáncer a sus espaldas, podía subir el Tourmalet más fresco que una lubina de criadero, me parecía ciencia-ficción antes y me parece ciencia-ficción ahora. Y si yo, que no tengo nada que ver con el mundo de la bicicleta profesional ni lo pretendo, estaba convencida de que hay hazañas que no se pueden lograr a base de una dieta rica en proteínas, imagino que quienes entienden de esto, mucho más. Si nos toman por tontos y solo decimos tonterías, a lo mejor es que lo somos.
Desde el momento en que el deporte se convierte en competición y hay millones en juego, el dopaje se convierte en efecto colateral. No digo yo que todavía queden seres épicos capaces de rechazar este tipo de sustancias y denunciar a quienes abordan semejantes prácticas cual llanero solitario en el O.k. Corral, pero lo normal es que, una vez alcanzado cierto nivel, todo el mundo entre por el aro y se avenga a ganar a cualquier precio. Luego llegarán la excusa de los filetes ricos en clenbuterol y las empanadillas hasta las trancas de testosterona. Allá cada cual con sus justificaciones.
Dicen que los hombres son más competitivos y que las mujeres somos de natural tranquilo. Tal vez por eso yo no entiendo el deporte como una victoria y humillación del contrario, sino como una superación personal en la que entran en juego mente y cuerpo. Levantarte los días de verano a las siete y media de la mañana para salir a correr no gusta a nadie, pero alivia que no veas, sobre todo a mí, que reflexiono lo mío subiendo y bajando cuestas. Bueno, más subiendo que bajando, porque siempre he llevado malamente asociar mis pies con ángulos en sentido descendente. Por eso soy mucho más prosaica en mis fanatismos deportivos y no admiro a la gente a la que hay que admirar porque el Marca me lo sugiere o la Federación de turno insiste hasta dejarme bizca, sino a otros que pasan casi desapercibidos. O, al menos, muchos de ellos.
Puedo llegar a comprender que Contador se juegue la salud y la economía subido a un sillín y me alegro si gana por aquello de hacer patria, dopajes y demandas aparte, pero mi vena loca me hace empatizar más con Fajua Singh, ese corredor de maratón hindú de 101 años que empezó en lo suyo a los 89, tras la muerte de su hijo. Correr fue para él una forma de no pensar, pero también de volver a vivir. Del mismo modo, soy fan fatal de los indios tarahumaras, aunque lo de este pueblo merece una explicación aparte, ya que su historia se asienta sobre varias de mis pasiones más personales.
Por si alguien aún no los conoce, los tarahumaras o rarámuris (algo así como "pies ligeros") son un conjunto de pueblos nómadas que residen en las Barrancas del Cobre, un lugar de México al que, como no vaya pronto, me va a dar un tabardillo, porque lo estoy deseando desde hace años. Los hombres tarahumaras emplean como medio de locomoción sus piernas y sus pies lo que, unido a una buena genética y a un entrenamiento diario, les convierte en extraordinarios corredores. Ataviados con una especie de pañal y unas sandalias, es ya habitual verlos en las grandes carreras mundiales, en su mayoría individuos de más de 60 años que acaban en puestos dignísimos sin apenas sudar. Obviamente, no les expliques tú a estos hombres lo que son las series o un sprint: ellos van a su aire, con sus huaraches en los pies y… bueno, ya llegarán a la meta. El problema, para el resto del mundo, es que llegan antes que nadie.
El libro Nacidos para correr, de Christopher McDougall, es una aproximación, entre mística y mítica, al fenómeno de estos indios. Pero ellos no son los únicos que corren en las Barrancas del Cobre: la habilidad de sus habitantes, hombres y mujeres, en deportes de resistencia es abrumadora, hasta el punto de convertir el ejercicio físico en una forma de vida y supervivencia a la que varias firmas deportivas han intentado sacar partido sin el resultado que cabría esperar: ¿cómo imitar las dichosas sandalias y trasladarlas al calzado deportivo occidental? ¿Cómo conseguir que las faldas largas con las que compiten las indias sean moda entre las urbanitas que practican jogging en mallas? Imposible.
No dudo que esta gente tendrá sus hierbas y sus cosas para mantener el tipo en ese enorme Gran Cañón que forman las Barrancas, pero lo que les diferencia de nosotros es que no compiten, viven y, por lo tanto, jamás serán objeto de admiración cual Messi o Ronaldo salvo para algunos románticos como yo, que buscan en el deporte algo más que el combate cuerpo a cuerpo o el comprobar quién mea más lejos o la tiene más larga.
Veo a esta gente convertir el deporte en expresión de la dignidad humana, miro al "médico" Eufemiano Fuentes paseando su indignidad por los banquillos y, sinceramente, sus dopajes, sus amenazas y sus cosas me la sudan. Porque a fin de cuentas su idea del "deporte" se basa solo en ganar, pero ganar dinero haciéndonos creer que con el sudor de su frente y no con el logrado tras mezclar hormonas y media tacita de aguarrás en en laboratorio. Hay quien opina que el dopaje es un fraude para los aficionados y es entonces cuando me viene a la memoria Chris Benoit, un luchador de la WWE que llegó a ser campeón del mundo y a quien el exceso de sustancias dopantes le llevó a enloquecer y matar a su mujer e hijo. Todos podemos hacer lo que queramos con nuestro cuerpo, pero tenemos el derecho a saber lo que nos metemos ateniéndonos a ello. Y el problema del ciclismo, en mi opinión, no es tanto el dopaje en sí sino el descubrir si alguien ha tenido la decencia de explicarles a los corredores qué es lo que toman, por qué y qué consecuencias les acarreará en el futuro, incluidas las legales. De ser así, la gran mayoría serán cómplices, no de haberse puesto hasta las trancas, que también, sino de hacernos creer que el ciclismo es un deporte épico, solo hecho para superhombres. Seguro que a los tarahumaras les cuenta la historia de Armstrong y les da la risión. No sé por qué será...


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