Seré rara, pero a medida que pasan los años, más agradezco las muestras de amabilidad de la gente, lo que algunos vendrían a llamar etiqueta social. Un buenos días por la mañana, una sonrisa.... son detalles que aprecio y que conforman mi paraíso de buenas maneras, tan diferentes de los exabruptos y las salidas de tono a las que estamos acostumbrados.
Hace tiempo mantuve un rifirrafe con algunos compañeros de un trabajo en el que estuve porque, a pesar de que yo les daba los buenos días cada mañana, ellos rara vez me contestaban. Me parecía una forma absurda y perniciosa de empezar la jornada. Hoy, a toro pasado, creo que a lo mejor el problema de percepción era mío y que, en realidad, no les caía nada bien y por eso tendían a ignorarme. De hecho, en cuanto me fui tardaron cero coma en olvidarme, y estoy convencida de ahora mismo ninguno de ellos me conserva en el cajón de sus recuerdos allí, a mano izquierda, donde preservamos a las personas que un día apreciamos o significaron algo. A los hechos y a su indiferencia me remito. Pero como tampoco es mi propósito en esta vida caerle bien a todo el mundo ni creo que ello conduzca a ninguna parte más que al absurdo, pues que ellos sigan asesinando recuerdos que yo, afortunadamente y por la cuenta que me trae o las experiencias que puedo llegar a vivir, intento no olvidarme de nada.
Volviendo al tratado de buenas maneras, insisto en que aprecio muchísimo la cortesía de la gente y, de hecho, mi percepción de otros países está sumamente condicionada por la manera en que creo que me tratan. Recuerdo que, por ejemplo, durante un viaje a Edimburgo, la gente se acercaba a mí espontáneamente para averiguar si necesitaba algo y ofrecerme su ayuda en un momento en que creí haberme confundido de calle. El no tener que pedir nada para recibir mucho hizo que me enamorara hasta las trancas del lugar y de su gente, pasión que me dura hasta hoy y que espero que continúe. Los paisajes son bonitos, pero las personas son las que dan vida a la tierra.
Todo esto viene a colación por una noticia que leí esta mañana en la prensa seria. Narraba la historia de un vuelo de Iberia de Madrid a A Coruña, en el que el comandante se puso a cantar, descendió lo bastante para que los viajeros pudieran admirar la muralla de Lugo desde las alturas y les amenizó el trayecto con anécdotas de lo más variopintas, incluyendo una clase magistral sobre los Reyes Católicos. A todo esto, la tripulación, encantada, no paraba de sonreír y contarles a los pasajeros lo agradable y buena persona que era el comandante y la suerte que tenían de haber viajado con él.
Sin embargo, lo raro de esta noticia es que, precisamente, sea lo suficientemente extraña para considerarla noticia. Algo que tampoco debería ser tan bizarro se convierte en extravagante hasta el punto de que más de un lector habrá pensado que el hombre iba demasiado puesto de algo y que hay que afinar más los controles de pastillitas en la seguridad aérea. Y por mucho que la noticia acabara diciendo que el comandante, al aterrizar, se ganara el aplauso de los viajeros y que varios comentarios de gente que había volado anteriormente con él elogiaran su persona, la mosca detrás de la oreja es pertinente. Quizás no estamos acostumbrados a que nos traten bien.
Recuerdo que en un viaje trasatlántico me ocurrió algo similar y el piloto se empeñó en describirnos los lugares por los que íbamos pensando, anécdotas incluidas. Al final agradecí la distracción, pero reconozco que en un principio me pregunté a qué venía tanta euforia y si ese señor que mandaba sobre el avión se creía en realidad un taxista capaz de arreglar al mundo y teorizar sobre todo y todos. La falta de costumbre o lo habituada que estaba al trato distante y cortés únicamente por obligación me llevaba a dudar y a pensar que los extraterrestres eran otros.
En realidad, creo firmemente que el saludo no se le niega a nadie, que siempre hay que dar las gracias a quien hace algo por nosotros y que no nos cuesta nada tratar a los demás de forma generosa, cumplir lo prometido y mantener vivas las relaciones, el trato y el respeto. No por aquello de "compórtate con los demás como quieras que ellos se comporten contigo" sino porque las bases de la convivencia y la sociabilidad se asientas sobre la interacción con el prójimo, una interacción que a lo mejor no espera nada a cambio más allá de una sonrisa y un guiño cómplice. Con eso basta.
A mí me encantaría volar con ese comandante y que me fuera contando mil y una aventuras, solo por el placer de intentar establecer cierta cercanía con el pasaje. Por lo demás, cada mañana, cuando llego a trabajar y digo "Buenos días", mis compañeros me devuelven el saludo. Si ellos supieran lo que significa para mí, lo mismo me daban un abrazo.
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