El otro día, durante una charla con una colega, coincidíamos en al menos una cosa: no sé si será por la edad, porque la vida da muchas vueltas o porque la Ramona es la más gorda de las mozas de mi pueblo, pero el caso es que cada vez soportamos menos a las personas tibias. Por lo que a mí respecta, antes iba sobrellevando como podía la indecisión, la falta de compromiso, la alergia a posicionarse, a tomar medidas que a uno le convierten en impopular; ahora mismo, prefiero mil veces a alguien que tenga muy claro dónde colocarse, aunque sean enfrente, que a otro que siga ahí, cual florero en medio de la calle, intentando contentar a los de la izquierda y a los de la derecha, a los de arriba y a los de abajo sin terminar nunca de decidirse.
Está claro que la tibieza es un chollo sobrevenido. Y lo es porque, en su empeño de no ver, el tibio no se percata de sus defectos. A fuerza de negarse a analizar la realidad y oyendo solo lo que le conviene oír, la persona incapaz de decantarse hace ímprobos esfuerzos por ser feliz tal como es y está, en esa calle de en medio del que es dificilísimo sacarle. De tanto empeño que ha puesto en acallar las voces de su conciencia que le están diciendo que tal vez lo suyo no es muy normal, se ha instalado en un cómodo espacio donde no alberga ningún sentimiento de culpa por su comportamiento; es más, considera que ahí donde se encuentra, permanece firmemente anclado en las arenas movedizas en las que ha enterrado sus pilares. El tibio, a fuerza de auparse en la comodidad y no hacer movimientos bruscos, ha conseguido desechar todo aquello que le molesta, que le dice que en realidad lo suyo no es lo adecuado y que, a poco que le mire a los ojos, pondrá en peligro su autoestima y le obligará a afrontar los problemas que no quiere ni rozar.
Un tibio evitará posicionarse para no ser acusado ni perseguido por razón de sus afectos o su ideología. Ello no quiere decir que no sienta ni padezca, sino que opta por no hacer sus pensamientos demasiado públicos para no tener que gestionar emociones ni dar explicaciones que, tal vez, le pondrían en un lugar en el que nunca ha estado ni se le espera. Piensa que el posicionarse o tomar partido pagaría un precio muy alto, quizás el desapego del grupo, el desaire de alguien que le importa ( a lo mejor no en el aspecto de los sentimientos, sino en el práctico de "me importas porque quiero algo de ti o porque tengo miedo de lo que puedas hacerme si me aparto de tu lado") o, incluso, algún desplante laboral. Al tibio le gusta la ética tibia, las historias tibias y las charlas despreocupadas, que en ningún momento le apunten directamente: ya tiene bastante él con su día a día como para aguantar las tontadas ajenas. De los dedos acusadores ni hablamos. El tibio no va a reconocer sus errores porque eso le obligaría a mirarse a sí mismo y descubrir que, en el fondo, hay muchas cosas en su interior que no le gustan.
Un individuo tibio interpretará la realidad a su propia conveniencia. No se molestará en ponerse en el lugar de otros porque no quiere ver lo que otros ven. Eso sí, te dirá siempre lo que quieras oír, te alegrará lo oreja con discursos entregados y bellas palabras a los que, probablemente, jamás acompañará con hechos y, mucho menos, puñetazos sobre la mesa. Le costará llamar a las cosas por su nombre, poner calificativos a sus sentimientos o emociones porque, tal vez, se comprometería demasiado y vaya usted a saber si eso le obligaría a dar un paso al frente. Para él, a continuación siempre se abriría un abismo.
Una persona tibia gustará de entrada porque nunca intentará imponerse; hará denodados esfuerzos por llevar una convivencia pacífica que evite los conflictos. No lo hará, desde luego, ni por amor ni por respeto a su prójimo sino solo y únicamente por él mismo, porque en el fondo los demás no le importan tanto como un incauto podría creer. La estrella de su universo es él, un astro de color gris marengo, siembre buscando la protección del lado oscuro de la luna.
En realidad, y esto debo admitirlo aunque me cueste, mi concepto de la tibieza tiene mucho que ver con la del cristianismo, que la critica, al menos, tanto como yo. Es lógico: durante los primeros albores de la cristiandad, comulgar con su credo era una revolución y se necesitaban muchas agallas para posicionarse. Obviamente, la Biblia hacía un llamamiento a hombres y mujeres valientes capaces de ir de la mano de la fe sin temor a lo que los demás pudieran hacer o decir. Y también coincido con el cristianismo en que la tibieza es pan para hoy y hambre para mañana. El tibio vive instaurado en una calma chicha, absorto en su propio mundo tranquilo, en el que no sabe porque no quiere saber, reviviendo el bucle de una rutina infinita. Hasta que un día se de cuenta de que le falta algo, que ha dejado demasiadas cosas por el camino. Y es entonces cuando deba enfrentarse, no solo a sí mismo, sino todo aquello que desechó y a lo que no supo ni cuidar ni respetar.
La tibieza no es ningún chollo sino todo lo contrario: una trampa, una enorme farsa en la que, más tarde o más temprano, serás descubierto. Y cuando te veas obligado a quitarte la máscara, quizás descubras que es tarde para cambiar lo que hay debajo. Lo peor: te darás cuenta de que los demás siempre han visto lo que tú nunca has querido ver.
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