miércoles, 12 de junio de 2013

Sobreviviré

El año pasado realicé un cursillo acelerado de supervivencia en los montes de Escocia. No estuve sola: me acompañó un profesor (el MacGyver de turno) y otros dos alumnos con dispar interés, una Barbie irlandesa y un hombretón danés. Ya sé que eso de "érase una vez una española, una irlandesa y un danés" suena a chiste malo, pero tampoco es para hacer risa de la multiculturalidad en condiciones precarias.
He de reconocer que aprendí algo. Por ejemplo, que hay determinadas plantas que, si las consumes en bruto, te pueden producir un ataque fulminante al corazón. También que las ortigas así, en crudo, recolectadas con las manos y llevadas a la boca, no están tan malas. Lo digo porque las recogí y me las comí y todavía estoy aquí, tecleando el ordenador con los dedos en lugar de con muñones. Lógicamente, el profesor nos enseñó a improvisar un reloj de sol, encender fuego y cocinarnos nuestra pesca, momento en el que la irlandesa se dio de baja ante la imposibilidad vital de sacar las tripas a un salmón. Imagino que le iba más el sushi que el maki. O algo.
He de reconocer que me lo pasé estupendamente trotando por los montes escoceses e imaginando lo que podría hacer en caso de tener un día malo, tirando a horroroso, y andar perdida por parajes agrestes a la par que bucólicos. Aun así, reconozco que la experiencia fue un poco de aquella manera en tanto en cuanto tuvimos a un equipo de la BBC grabando todos y cada uno de nuestros pasos. Y eso, amigos, le quita gran parte de emoción al invento. Entre el cámara que refleja todos tus gestos, el técnico de sonido y el señor con cascos que te va haciendo preguntas a medida que cubres etapas, la verdad es que te da la impresión de estar más en un reality que en un curso acelerado de supervivencia. Además, para mi vergüenza y deshonor, he de reconocer que el presentador de la BBC, entre interrogación y duda ("España mal, ¿no?"), me ayudó a prender el fuego, porque, si me deja sola, lo mismo no llegamos a completar el minutado y una aparece como la sureña torpe que no es capaz de sacar partido de la hojarasca húmeda en caso de flagrante necesidad. Una pequeña trampa en aras del espectáculo.
Puedo prometer y prometo que no sabía que iba a ser grabada hasta llegar al lugar de autos, momento en que me entró la congoja y pensé en lo bien acompañados que están los supervivientes de manual que ocupan las horas de ciertos canales televisivos. Porque una cosa es ser un incauto perdido en la nada y otra muy distinta ser un incauto perdido en la nada con un cámara y un técnico de sonido al lado, ambos cargados con sendos teléfonos móviles o, en el peor de los casos, vía satélite.
Cuando veo ese programa-tongo de El último superviviente, me pongo entre mala y peor, porque una cosa es tener que arreglártelas en un ambiente hostil y otra fingir que lo haces. De hecho, ni la compañía, ni las tomas del cámara, ni la propia actuación del superviviente en cuestión demuestra que el tipo corre mayor peligro que no sea el de perder las llaves del hotel y tener que rebajarse a pedir una copia en recepción sin que se entere el turista de al lado. En este sentido, las escenas más mentecatas que he tenido la desdicha de completar han sido protagonizadas por un matrimonio de kamikazes que recorren el mundo tomándonos por idiotas y a ellos por lelos.
Desconozco el nombre del show porque solo lo he visto una vez, pero sé que sus estrellas son un matrimonio de "héroes", él un curtido marine y ella una periodista que va de rubia y torpe, aunque su físico musculado indica que ya ha vivido muchas milis. En el episodio que yo tuve el mal gusto de contemplar se les ocurre dar un paseo en barca, con tan mala suerte de que les falla el motor en medio de la nada. Eso sí, con el cámara, el técnico de sonido e imagino que el maquillador y el peluquero en el bote de al lado sin perder ripio. Como es de prever (basta con ver un episodio de CSI Miami para averiguar lo que sucederá a continuación), en la barca encuentran lo mínimo para sobrevivir: una lona, agua etc. También, como es lógico, a uno de los dos le entra un siroco, lo que obliga al otro a improvisar un cursillo de supervivencia para niños de primaria en la que al menos aprendí algo: la cantidad de agua de mar que se puede mezclar con agua potable para no palmarla mientras esperas que venga a rescatarte un tipo con camiseta ajustada de tirantes y barba de tres días. Reconozco que dejé el episodio a la mitad, porque el final era previsible: la parejita feliz sobrevive a la experiencia aprendiendo un mogollón y con unas ganas locas de largarse a las selvas de Bormeo o a los glaciares de Groenlandia para pasárselo teta mientras se les encasquilla la escopeta o les falla la junta de la trócola del quitanieves. Un no parar de vivir emociones a montones.
Me fastidia que esto de la supervivencia se tome como un cachondeo. De ahí los finales infelices de los que hablaré en la próxima entrada (por una vez que lo he planeado, que nadie me quite la ilusión). Pero esto de sobrevivir, más que un espectáculo, es un esfuerzo ímprobo, de carácter y de fe, en la mayoría de los casos vivido en solitario. Sobrevivir de cara a la galería es dar espectáculo, que no es poco, pero muy distinto a la cruda realidad. Por ello, que a nadie le extrañe que en ocasiones sienta más respeto por Antxon Gudari, el último superviviente vasco caracterizado en Vaya semanita ("me he bañado en la ría de Bilbao; he comido pintxos gratis en Donostia; he conseguido no perderme en las rotondas de Victoria") que por alguno de sus alter egos televisivos que van de estupendos y no hay neurona que les aguante el tipo.
Por cierto, aprovecho para soltar un vídeo de Duncan Chisholm, un músico al que conocí en la orilla de un lago escocés. Cuando empezamos a hablar resultó que amaba tanto mi tierra como yo la suya. Además de su música, he de agradecerle que me haya dado a conocer el mejor whisky que he probado en mi vida. ¡A tu salud!




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