jueves, 8 de diciembre de 2011

En nombre de la autoridad

Cuando somos pequeños, las personas que representan la autoridad simbolizan la sabiduría, la experiencia y, sobre todo, el respeto. Uno reconoce que los padres saben más, que los profesores son una especie de oráculo incontestable y que los mayores en general ejercen de sumos sacerdotes del conocimiento, depositarios de todos estos talentos que estamos prestos a heredar.
Con el paso del tiempo, el concepto de autoridad va cambiado. Durante la adolescencia tendemos a la rebeldía, movidos por aquel inconformismo hormonal que nos lleva a pensar que lo nuestro es lo mejor, que todo lo que nos saque diez años es sospechoso de, como mínimo, rozar lo carca, y que las recriminaciones no son fruto de nuestra inconsciencia, sino de la de los otros, quienes aposentados en una vida burguesa (aunque no lo sea en las formas) se empeñan en dictarnos hacia dónde tenemos que ir y cómo debemos hacerlo.
Una vez superada esa fase de locura transitoria, se supone que la madurez empieza a hacer su efecto, y la autoridad con la que nos vamos topando comienza a ser ejercida por nuestros pares. Gente con la que, muchas veces, compartimos generación y cuya impronta autoritaria comienza a estar enseguida bajo sospecha. Entendemos que el que manda no es el que más méritos ha hecho para ello sino el que, muchas veces, ha tenido más suerte y/o ha contado con eso tan nuestro llamado enchufe. Pero, a diferencia de la etapa de la adolescencia, uno se tiene que tragar la rebeldía y asumir que el autoritarismo, aunque muy mal ejercido, es incontestable. Frustrante, ¿verdad?
Durante tu infancia te han educado para respetar a personas que, intelectualmente y en la práctica, se sitúan, al menos, un escalafón por encima de ti. Pero hete aquí que la vida te obliga a tropezar con gentes que, aun estando por encima, deberían encontrarse muy por debajo. No todos tienen la formación cultural, ni el saber estar, ni mucho menos la sapiencia para ocupar puestos que les vienen grandes. Renace en nosotros el espíritu rebelde, ése mismo que tenemos que dominar para no causar males mayores. Pero el inconformismo sigue ahí, medrando a la sombra de esa especie de injusticia épica que nos obligan a consentir. Si antes nos decían que el que más estudia llega a lo más alto, con el tiempo nos damos cuenta de que esto es una soberana y cruel mentira y que aquí, como en todo, la suerte, los amigos y otros factores aún más pueriles cuentan más que un currículum perfectamente alicatado.
No seré yo quien insista en que esto es lo habitual, porque seguramente habrá gentes que ejerzan una autoridad como quien se viste por los pies: cabalmente. Pero todos hemos comprobado que la razón suele estar de parte de la excepción. De hecho, nos solemos topar con una gran incongruencia de difícil resolución. Todos esperamos encontrar en la vida a personas que nos alumbren, aquellas con quienes compartir media hora de conversación equivale a una lección de vida; gentes cuya compañía o cuyos consejos necesitamos y buscamos; compañeros y amigos que ejercen de faro aún sin pedírselo y sin cuya presencia nos sentimos cojos y mancos. Cuando tenemos la fortuna de tropezar con alguien así es como descubrir la cueva de Aladino, algo que nos sorprende cada día y a lo que intentamos no renunciar nunca, porque, en el fondo, sabemos que es una lotería y que, además, hemos sido agraciados por el premio gordo. Pero mientras algunos buscan y otros tienen la suerte de encontrar, la dureza del camino nos va dejando personajes ineptos, inoperantes, faltones, intrigantes, de modales agresivos y existencias inútiles, que lo único que consiguen es enfadarnos, agobiarnos y confundirnos. La autoridad respetable de nuestra infancia se convierte así en autoritarismo dictatorial, cuya única misión parece consistir en amargarnos el pasado, el presente y, a poco que les dejemos, también el futuro.
Tal vez la única receta sea encontrar el equilibrio: dejar que alguien especial entre en nuestra vida privada y permanezca en ella cuando lo público se vea asolado por parásitos con cetro y corona. Está claro que el respeto hay que ganárselo, y eso no parecen entenderlo las personas que invaden tu existencia por imperativo social o profesional, echando la puerta abajo, con carencias y sin méritos. Ojalá todos conserváramos la inocencia del niño que miraba al mundo con admiración. Y ojalá hubiera también más gente a la que admirar. Cuando la encontremos, intentemos que no se nos escape; muchas veces serán nuestro seguro, no ya de vida, sino de cordura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario