sábado, 26 de mayo de 2012

El síndrome Footloose

Seguro que muchos todavía recuerdan aquella peliculita llamada Footloose que, en su día, lanzó a la fama a Kevin Bacon y supuso el principio del fin de la carrera de Lori Singer. Algunos se acordarán porque el año pasado se rodó una nueva versión, la misma que pasó con bastante pena y escasa gloria por los cines donde se proyectó. Es lo que tienen los "clásicos", que no admiten vueltas, revueltas, revisiones o como quiera que ahora las llamen.
Pero mi propósito no es ponerme a teclear analizando los sinsentidos de la era del cine, sino penetrar en el meollo de la cuestión, digo, la película. Creo recordar que el argumento de Footloose se articulaba alrededor de una historia de amor entre un chico resabiado de ciudad y una pueblerina que quería ser fantástica y se quedaba en fan. Que nadie me pregunte cómo acababa lo de ambos porque soy incapaz de rememorarlo. Lo que sí me viene a la mente es el esqueleto central de la cinta: un pueblo de lo más profundo del profundo Estados Unidos, donde las autoridades habían prohibido la música para que sus niños no se pervirtieran. Todo a raíz de un accidente que sufrieron algunos de sus mancebos más populares volviendo de una fiesta pasaditos de Fanta.
Y, llamadme idiota, pero a mí, esto de prohibir la juerga y vivir conforme a preceptos espartanos me recuerda mucho a lo que están haciendo los populares con quienes habitamos la piel de toro: intentar, poco a poco, que sobrevivamos de acuerdo con sus mandamientos que, dicho sea de paso, no son lo que se dice un descoque. En el propósito del gobierno, además de jugar con nosotros a los recortables, está el acabar con la libertad de expresión, de manifestación y hasta de reunión dándoles una vuelta de tuerca capaz de pasar por el aro de la Constitución pero nunca del populacho. Les falta apenas un buen estribillo para prohibirnos, incluso, echar unos bailes que no sean el chotis y el pasodoble, no vaya a ser que se nos aparezca Gallardón acusándonos a las damas de restregamientos y de no ser mujeres, mujeres. Si nadie lo remedia, dentro de muy poco no podremos salir a la calle a expresar nuestro descontento con ropa que nos tape la cara (prohibidas bufandas, pañuelos e, imagino, gafas de sol) y tampoco nos van a consentir hacerle un corte de mangas a la bandera o decirle de todo menos bonita a Esperanza Aguirre, cuando le de por soltar alguna de las barbaridades que la hacen grande en banalidad y pequeña en inteligencia. De ahí a que nos quiten el rock and roll, queda apenas un telediario, sobre todo porque la música viene asociada con el sexo y las drogas, cosas ambas que los peperos, a lo sumo, solo practican en la muy estricta intimidad (a algunos de sus cargos me remito; tiren ustedes de hemeroteca).
Aunque bien pensado, esta forma tan chunga de hacer política no sé si me recuerda más a Footloose o a El bosque, la película dirigida por M.Night Shyamalan donde una comunidad vivía anclada en el XIX bajo la amenaza perpetua de unos monstruos que, según las autoridades, habitaban más allá del bosque que les rodeaba. Y lo siento pero voy a introducir un spoiler: tales monstruos no eran más que el mundo exterior, que seguía su curso mientras los habitantes del poblado continuaban sometidos a unos padres de la patria que creían que la única forma de sobrevivir era aislarse de la modernidad y ser más papistas que el Papa. Aquí uno cabe preguntarse quién está más loco, si los de dentro o los de fuera, pero, sobre todo, implica cuestionarse si la resignación, la huida y el repliegue son las mejores armas para luchar. En mi opinión es mucho más productivo y valiente rebelarse, protestar y reivindicar, porque en ello reside la creatividad y la salida a los problemas. Las huidas hacia delante sin resolver los conflictos que se dejan atrás conduce solo al enquistamiento de los mismos, al sufrimiento y la miseria en todas sus múltiples variedades. A las pruebas me remito.
Lástima que en esta vida de cine que llevamos nos toque siempre el papel de malos. Y que nuestro final infeliz llegue deprisa y sin avisar, con los títulos de crédito capados por quienes menos merecen la gloria. Pero en fin, como decían otros más listos que nosotros: el espectáculo debe continuar. Amén.

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