domingo, 9 de septiembre de 2012

Libertad sin ira

Si echamos la vista atrás (siempre sin ira, por supuesto) vemos que las grandes civilizaciones medraron al amparo de una moralidad, como poco, licenciosa. Los mayores avances y descubrimientos de la humanidad, el florecimiento de las artes, la cultura y el estudio... todo se produjo en tiempos a los que muchos de mis contemporáneos definirían como "sueltecillos".
Contemplemos así, de lejos (no vaya a ser que contagie) a los griegos, con un plantel de dioses a cada cual más canalla. Esos habitantes del Olimpo fornicaban como conejos, delinquían sin pudor y tomaban decisiones aun a sabiendas de que eran dolorosas y perjudiciales, no solo para los viles humanos, sino para el colega capullo que les había birlado a la ninfa de turno. Todos tenían una virtud -la belleza, el arte de la guerra, la fuerza física... - pero al margen de semejante don, la mayoría se comportaba como una panda de matones adolescentes subidos de hormonas. Imagino que cada civilización crea a sus dioses a imagen y semejanza de sus propios comportamientos (alguno diría qué es la revés; no lo voy a discutir) pero está claro que esos momentos de libertad máxima, cuando el roce con el libertinaje mezcla y confunde los términos, propicia la creación, las ideas y el goce, instrumentos todos que, por mucho que les escueza a algunos, han conseguido que la humanidad no se quedara girando la rueda con un palito a perpetuidad.
Igual que ocurrió con los griegos sucedió con los romanos, los egipcios o las civilizaciones que habitaron el Nuevo Mundo. El auténtico parón vino con el sometimiento de estos pueblos al cristianismo, única religión verdadera que reprimió a un importante porcentaje de la humanidad con la amenaza del castigo tras el pecado y el enorme y para mí incomprensible elogio del sufrimiento. Gran parte del cristianismo se alimentó del miedo y descubrió que el robo y la opresión eran ejemplarizantes formas de dominio. Así, mientras los Papas de hace algunos siglos vivían el sexo con una alegría inusitada, derrochando el oro en palacetes y orgías, intentaban prohibir que el vulgo hiciera lo propio bajo pena de infierno. Y, claro, si uno está todo el día pensando en lo mismo sin poder concretar, no piensa en otras cosas. Es más, se le avinagra el rostro, se le entumecen los miembros y se le corrompen las ideas.
Por mucho que les duela a unos cuantos, el fomentar la libertad de facto, además de la del pensamiento, es la que nos lleva a la evolución y al progreso. Todo pueblo que experimenta un despertar cultural hacia arriba, proporcional al número de reprimidos que desaloja, lo hace alentado por autoridades (locales, provinciales o estatales) que favorecen el fluir de las ideas aunque sea un pelín contrario a la ética judeocristiana. La manera en la que el cristianismo instauró el pensamiento único durante siglos es, tal vez, el fenómeno más relevante de nuestra historia, sobre todo si tenemos en cuenta que los grandes conflictos bélicos tienen lugar bajo el paraguas de su filosofía de vida. Muchos se empeñan en vaticinar qué nación controlará el mundo en las diferentes eras: yo creo que el poder, aún hoy, no sé mañana, está siempre en manos de los mismos, aunque los que den la cara difieran. Y si no, fijémonos en Estados Unidos y en el fondo de su ética política y económica que tiene mucho de calvinista y muy poco de griega.
Dicho lo cual, no me extraña que en España vivamos con permanente cara de ajo, como si fuéramos convidados de piedra en una enorme Casa de Bernarda Alba. A este paso, y si dejamos que esos chicos tan modernos que nos gobiernan nos graben a fuego sus progresistas ideas sobre el aborto, las mujeres, la economía o la educación, empezaremos todos a caminar como almas en pena por los enormes pasillos de España, de luto riguroso y amenazando solapadamente a quien pretenda vivir su vida como le salga de los fueros. Y que Dios nos coja confesados.


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