lunes, 24 de junio de 2013

Joga bonito

Si tenemos en cuenta las protestas multitudinarias en las calles de Brasil durante la pasada semana (mitigadas en estos últimos días gracias, sobre todo, al talante negociador del Gobierno) diríase que a los brasileños ya no les gusta aquello que tantas alegrías les dio durante el siglo pasado. En caso contrario, no se explica que jugándose un torneo de fútbol menor, pero internacional, como la Copa de Confederaciones, los nacionales no hayan salido en masa, no ya a apoyar a su selección, sino a tomar calles y plazas dándole patadas a un balón a ritmo de samba. Como en un anuncio de Nike.
Desafortunadamente, la vida se parece poco a los anuncios, sobre todo a los de coches, que no hay por dónde cogerlos, ni por los frenos ni por la junta de la trócola. Del mismo modo, Brasil no solo es ese paraíso de mulatas de culos extraterrestres, gente sonriendo a perpetuidad y una evolución económica y social imparable. La realidad del país resulta mucho más abrupta de lo que nos han querido pintar, y sigue una explicación muy lógica.
Los brasileños han contemplado extasiados como, desde la época de Lula, su país recibía inversiones y subvenciones a troche y moche. Se unían dos factores convergentes, eso a lo que Leire Pajín llamaría "conjunción astral": un líder carismático, con ideología de izquierdas pero afán de diálogo con la derecha, unos deseos innatos de generar riqueza (en un principio se supone que para repartirla y compartirla) y un potencial económico desmesurado, inimaginable para quienes vivimos en una Europa doliente y desgastada. A ello se unía el que la nación salió prácticamente indemne de las crisis económicas que salpicaron el continente, desde el Efecto Tequila en México, hasta el corralito en Argentina, pasando por las hipotecas basura en Estados Unidos. El no estar en condiciones de efectuar grandes inversiones en el extranjero ni crear desproporcionadas burbujas en el propio le sirvió para concentrarse en su propia evolución siendo testigos privilegiados de la involución de los vecinos, algo de lo que no tardaron en sacar provecho.
Brasil, sin embargo, tenía un gran reto que abordar: la disminución de las diferencias sociales que han dibujado una gran masa empobrecida y una clase alta, mínima pero enormemente avariciosa, dueña de esa riqueza ostentosa y prepotente que solo puede entender quien haya pasado un tiempo en América Latina. Lula pretendió abordar el problema y reducir las diferencias entre unos y otros, como lo prometieron quienes mandaron antes que él y la presidenta que vino después. Hoy comprobamos que el desafío no solo no se ha solventado con dignidad, sino que no parece que haya habido mucho afán de enmienda.
El brasileño no es un pueblo muy de salir a la calle. Salvo para celebrar el Carnaval y los triunfos deportivos, es raro ver grandes masas por las avenidas llamando a la acción y la protesta. Sin embargo, esto no quiere decir que los individuos no tengan opiniones y no manifiesten su descontento. Al igual que pasa en Argentina (aunque aquí las manifestaciones sean muy habituales) resulta relativamente sencillo palpar el enfado, la incomodidad e incluso la ira latente en cualquier calle de cualquier ciudad brasileña. Y, como sucede en el boca oreja, el estallido es cuestión de tiempo: el que uno se lo cuente al otro, el otro se ponga de acuerdo con un tercero y las redes sociales echen una manita a todos.
Lo que está ocurriendo en Brasil es digno de estudio en tanto en cuanto está poniendo patas arriba el pilar sobre el que muchos creían que se asentaban la cultura y la vida social del país. Pero no nos engañemos: no es que los brasileños no quieran que se celebre un Mundial ni que su selección no gane trofeos a espuertas; lo que los brasileños desean es que se les permita ver fútbol, que no les cobren precios abusivos por las entradas, que no reviertan las subvenciones en beneficio de los mismos mientras a la ciudadanía se le recortan servicios y se le suben precios, que la gente pueda disfrutar con sus ídolos, que no solo las clases más favorecidas consigan ir a los estadios y que el gobierno tenga la decencia de invertir gran parte de lo que llena sus arcas en educación y sanidad. Nada ilegítimo, desde luego.
Brasil es el país de Pelé, del genio, de la improvisación, de la alegría, del asombro y de la sorpresa. Pero también es el país de Sócrates, aquel jugador enorme en todos los sentidos (medía 1,93) que decía que la cerveza era el mejor psicólogo, que el régimen ideal es el socialismo perfecto "donde todos los hombres tengan los mismos derechos y los mismos deberes" o que no importaba ganar o perder, siempre que fuera en democracia.
Por supuesto que el pueblo brasileño quiere fútbol, pero también quiere pan. Y ahora la pelota está en el campo del gobierno, al que no se le exige que joge bonito sino, simple y llanamente, que juegue limpio.


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