martes, 12 de noviembre de 2013

Censura

Lamento mucho la pesadilla que están viviendo los compañeros de Canal Nou, testigos del ocaso de la televisión valenciana, tanto tiempo rendida a los pies del PP. La pésima gestión perpetrada por el partido es otro fruto más de esta perversión del neoliberalismo que tanto gusta a los señores y señoras de la derechona, que siempre entendieron que dicha doctrina económica no era otra cosa que un traje hecho a medida de sus despropósitos y un vehículo de su enriquecimiento, ilícito o no, aunque siempre poco ético. Pero, además del uso y disfrute de la economía de barrial por parte de unos cuantos, la desgracia de Canal Nou ha sido la regresión en la forma de comprender la información, no como un vínculo de conocimiento entre las partes, sino como una máquina propagandística a mayor gloria de los caciques de turno.
Y es esa forma dictatorial de enfrentar a los medios de comunicación lo que nos ha llevado a estar donde estamos, con canales autonómicos víctimas de las corrientes amigas y los enchufes trifásicos, opiniones sesgadas y mentiras a la carta. Lo que ha ocurrido en Canal Nou no es ajeno a ninguna televisión autónomica, en tanto en cuanto nuestros políticos las conciben como "sus" canales o, lo que es lo mismo, módulos para "canalizar" sus ideas. El trabajador no sirve a la imparcialidad, si eso existiera, que ya lo dudo, sino que se le contrata para rendir pleitesía al gobernante de turno e influir en los televidentes a modo de sedante. Encima, en el caso de España, esto tiene un componente moral un tanto conflictivo: las televisiones autonómicas nacieron en un momento de reivindicación territorial, nacionalista y cultural, convirtiéndose en activos ejemplarizantes para divulgar una determinada lengua y una cultura en particular, de ahí que gran parte de la población simpatizara bien pronto con sus predicamentos que enseguida pasaron de la "evangelización" cultural a la "evangelización" política, económica y social. La base era buena; el objetivo, maligno.
Con el controvertido cierre de Canal Nou, en la ruina total dentro de esa debacle económica que obedece al nombre de Comunidad Valenciana, han sacado pecho alguno de sus trabajadores (o ex) pidiendo perdón por los desmadres cometidos: por informar sin ecuanimidad, haberse plegado a los requerimientos del gobierno autonómico o, directamente, por mentir. Me parece muy bien y siempre es de agradecer que alguien haga acto de contrición, pero yo me pregunto: si tanta conciencia teníamos, ¿por qué no nos quejamos antes? ¿Por qué no demandamos cuando era gratuito hacerlo? ¿Por qué no nos rebelamos cuando la profesión estaba en una situación boyante y no era tan complicado encontrar trabajo como lo es ahora? ¿Por qué no nos sublevamos cuando no nos faltaban las ganas ni el futuro? Siempre me ha parecido que a toro pasado todos somos Manolete, pero la verdadera valentía y las verdaderas agallas se demuestran sacando la cara en el momento justo y con las personas justas. Ya sé que es muy fácil decirlo y muy complicado llevarlo a la práctica, y que me experiencia me apunta que, a la hora de despedir, los empresarios se ceban en quien más molesta y menos adorna. Una verdad sobre la que deberían reflexionar aquellos que convierten el peloteo y la sumisión en su forma de vida. Conozco a algunos que ya se les ha olvidado la conciencia y hasta la dignidad de tanto arrastrarse.
Me imagino a los familiares de los muertos y heridos en el accidente del Metro de Valencia ojipláticos, comprobando cómo los periodistas de su canal autonómico afirman que, efectivamente, mintieron cuando aplaudieron y publicitaron el yo no fui de las autoridades. Y los supongo preguntándose por qué gritan ahora, cuando ya no tienen nada que perder, y no se pronunciaron antes, testificando en el juicio y levantando la liebre a perdigonazos. Triste consuelo para quienes fueron acusados de fabuladores y vengativos solo por exigir responsabilidades a quien, al parecer, las tenía y lo negaba.
Somos un pueblo triste que asiente y consiente, que creemos que los padres de la Constitución eran "lo más mejor" (ese blindaje de la Corona, lo que nos está doliendo...), que la Iglesia nos llevará al cielo (olé el arzobispo de Granada con su último manual para que las mujeres nos casemos y seamos sumisas) o que quien nos hace llorar es porque, en el fondo, nos quiere bien. Nuestra existencia es como aquel programa de televisión que despertaba pasiones cuando yo era una niña, el Un, dos tres. En él, varias parejas optaban a un premio que podía ser un apartamento en Torrevieja (la burbuja empezó aquí) o un coche. Si perdían, se llevaban una inmensa calabaza. Y así estamos nosotros, jugándonos la existencia como concursantes del Un, dos, tres, y bregando con nuestras bestias negras, herederos sin gracia de aquellos Don Cicuta, el profesor Lápiz, Don Rácano y Don Estrecho, dignos hijos de Tacañón del Todo, que velaban por nuestros dineros y nuestra moralidad, para que no nos lleváramos un duro de más ni se nos ocurriera decir nada inapropiado que pronto sería censurado. Para compensar, el programa distraía a los concursantes con señoritas de buen ver que necesitaban una calculadora cuando querían sumar dos más dos, no vaya a ser que les saliera ocho, que no rima con nada. Igualito que nuestros políticos de raza, a quienes le encanta buscar señuelos, a cada cual más tonto, para distraernos de sus infinitas tropelías.
Lástima que ahora ni siquiera podamos optar al apartamento y nos tengamos que conformar con la calabaza. Y sin que ni siquiera nos hayan dejado concursar...



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