Hay hombres pequeños y grandes hombres. Igual que hay mujeres pequeñas y grandes mujeres. Obviamente, me refiero a la categoría de ambos géneros como seres humanos y no a sus tamaños físicos, que ahí cada cual se apañe con lo que la naturaleza o el quirófano le han dado.
Como ya he dicho en muchas ocasiones, creo que la calidad de una persona, entendida como su altura moral, su ética, su capacidad para empatizar, su saber estar y tantas y tantas virtudes que engrandecen a quien las posee, se demuestra en los peores momentos. Sobre todo en los peores momentos del de al lado. No vale con decir aquello de "estaré siempre contigo", "seremos amigos toda la vida", "sabes que puedes contar conmigo" etc si, cuando vienen mal dadas, no solo dejamos al doliente en el más absoluto desamparo, sino que nos dedicamos a pisotearle con saña aprovechando que no le queda otra que arrastrase. Todos hemos sufrido, en algún instante de nuestras vidas, huidas de supuestos amigos del alma quienes, en momentos tan tristes como comprometidos, aprovechaban para cortar de raíz cualquier tipo de relación con nosotros, no vaya a ser que se les pegara algo. Allá cada uno con su conciencia, aunque muy a menudo pienso que hay demasiada gente que carece de ella.
El otro día veíamos una imagen que, más que perplejidad, lo que causaba era escozor. En ella aparecía el imputado Urdangarín, su sospechosa señora, su suegra y su cuñada yendo a visitar a nuestro rey que cojeó, entre saludos a la galería y poses de familia reinante. Después de tantas desavenencias con la monarquía, a mí, lo que hagan esta panda en iglesias y hospitales, directamente me la sopla, pero entiendo que a muchos de mis compatriotas se les hayan quitado las ganas de jamarse el roscón de reyes como un Borbón.
Tras aquel curioso discurso navideño del año pasado, en el que Juan Carlos I parecía mandar a hacer puñetas al yerno díscolo; después de historias de destierros, desavenencias y reprobaciones con las que nos han querido convencer de que el pueblo les importa regular tirando a bastante, ahora lucen cual familia feliz, paseando al ladrón en volandas por parques y barriadas como si el muy ladino no nos hubiera sisado el pan a los españoles. En el fondo y en la superficie están lanzando el mensaje de "vamos a hacer creer que nos llevamos mal para que no vean que nos llevamos tan bien". Pues no, amiguetes, las cosas no se hacen así.
Aunque ellos no lo crean, la familia real no está por encima del bien y del mal. Tal vez un poco por encima de la Constitución, pero a lo mejor solo porque sus coronadas testas sobrepasan la legislación vigente, hecha a medida del español bajito, moreno y cabreado. Y su principal problema es ése, creerse eternos, perfectos, inviolables y absolutamente disculpables. Les basta con pedir perdón ante las cámaras para que media España abrace los principios monárquicos y la otra media se declare juancarlista.
Pues van a tener que predicar con el ejemplo y perdonarme a mí por lo que voy a decir, pero con semejante puesta en escena de la familia unida jamás será vencida, lo que nos están produciendo es una profunda sensación de asco. Tienen entre ustedes a un señor que, muy presuntamente, ha cometido un delito gordísimo contra la Hacienda pública, probablemente con la connivencia de su señora esposa, empeñada en disculpar y subir a los altares a su ángel caído. No nos olvidamos de que el yernísimo jugó con nuestro dinero, mintió, evadió y no se arrepintió. A mí me importa poco que se vayan a ver los unos a los otros cuando están enfermos o cuando les sale del cetro, pero sí me molesta que den la imagen de una familia altiva y soberbia que arropa al delincuente. Todos tenemos ovejas negras en nuestros clanes, pero no las exhibimos públicamente cuando son pilladas en flagrante delito.
Definitivamente, a esta panda le importamos lo que viene a ser una mierda. Incluso la reina, que últimamente había hecho suyo el papel de víctima y mujer engañada con la que tanto empatizábamos, ha aparecido ante la opinión pública como un ser egoísta, al que todo le importa un comino. Una bonita forma de tirar por la borda esa reputación de gran profesional que tantas lágrimas le debió de costar.
En una España vapuleada por la crisis y el desempleo, con una banca que reparte beneficios aun en medio de un rescate mientras a la gente le siguen privando de su derecho a una vivienda digna, a una sanidad y a una educación pública, este tipo de exhibiciones sobran. Cualquier persona a la que aprecias, que alardea de la compañía de alguien que te ha hecho, te hace y te hará daño a poco que te pongas a tiro, es una persona que no te corresponde ni merece tu afecto. Y aquí la monarquía, que exige el cariño del pueblo, se ha enrocado en el propósito de no dar nada a cambio, ni siquiera las gracias por mantener su tren de vida durante tantos años. En momentos de sufrimientos extremos como los que vivimos, cualquier pequeño gesto les haría grandes, pero ellos prefieren volverse cada vez más pequeños ante nuestros ojos. Tan pequeños que, a poco que continúen en sus trece, acabarán desapareciendo.
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