Aunque mucho no nos hayamos dado ni cuenta, acaba de finalizar la XXII Cumbre Iberoamericana, ese foro donde los mandatarios de los países hispanohablantes se reúnen para hablar de sus cosas, que se supone (solo se supone), también son las nuestras.
Como los españoles andábamos enfrascados en paros, manifestaciones, desahucios y cargas policiales varias, apenas nos percatamos de que en Cádiz se reunía la flor y nata de nuestros gobernantes, debatiendo altos asuntos y participando en comilonas de elevado rango. El único que se ha salido del guión ha sido el presidente Correa, que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, les ha dicho a los bancos españoles que nada de quedarse con las propiedades de los emigrantes ecuatorianos en su país de origen. Vamos, que a la hora de desahuciar se desahucien ellos mismos sus señoras fincas. Imagino que a Botín y a sus amigos se les habrá atragantado el caviar del desayuno ante semejante salida de madre. Ahora el mapamundi ha cambiado y el tercer mundo americano ha pasado a ocupar el primer lugar del pódium. Los Ferrari nos hemos quedado atrás. Será cosa de la junta de la trócola...
En fin, que no me quiero salir del tema en la primera curva. Volviendo a la cumbre de todas las Américas, he de reconocer que, siempre que me topo en las noticias con un evento de estas características, inevitablemente me pongo a pensar en los festejos colaterales y, sobre todo, en esas reuniones tan bonitas de Primeras Damas en las que, mientras sus maridos arreglan el mundo entre café, copa y puro, ellas hacen lo propio sorbiendo té con dos dedos. Eso es lo que yo imagino, pero vaya usted a saber si las señoras no se ponen ciegas de tequila y empiezan a contar chistes verdes y a calibrar los miembros del Gobierno... Desde luego, me haría más ilusión esta segunda posibilidad.
Ser Primera Dama tiene que ser un coñazo. Vale, te conceden todos los caprichos materiales pero, a cambio, no vives tu vida, sino la de tu marido; debes llevar una existencia recta y formal aunque tengas alma de pendón y te ves obligada a abandonar tu profesión (si la tuvieras) para dedicarte con fingido entusiasmo a las migajas que va soltando el trabajo de tu señor esposo. Normalmente, lo que te toca en suerte son causas sociales de diversa índole, es decir, la defensa de los menesterosos, a no ser que te creas Evita Perón y, de repente, te vuelvas roja y sindicalista, en cuyo caso no estoy yo tan segura de que el matrimonio se prolongue demasiado en el tiempo.
Pero, sin duda, el horror más horroroso de este tinglado de pareja es tener que asistir a estos encuentros de Primeras Damas en las que, estoy convencida de ello, todas se miran entre sí para ver quién ha ganado unos kilos, quién se ha gastado más en joyas y abalorios y quién se ha hecho el estiramiento facial con mayor arte. No creo que estas señoras tan aseñoradas se reúnan para intentar buscar una salida a la crisis mientras sus maridos nos llevan, directa y rápidamente, a la mierda. Desde luego, me resulta complicado imaginar a la esposa del presidente Sirio, en bata y chanclas, criticando la limpieza étnica de su país con la reina de Jordania vestida de chándal. Lo intento, pero no puedo.
De todas formas, lo que más me llama la atención es cuánto le cuesta al Estado anfitrión organizar, no ya la cumbre de los esposos, sino las tardes ociosas de las desposadas. Es decir, cuánto tenemos que pagar nosotros por desplazar a una troupe que no tiene ningún cargo institucional ni, supongo, capacidad de decisión en los asuntos de un país. Hay empresas privadas que costean los viajes a todo trapo de los altos cargos y sus acompañantes, pero resulta que el Estado es una empresa pública con la obligación de rendir cuentas. No sé si resultará muy ético que los sufridores de a pie costeemos el spa y los brunch de las estupendas consortes. Y no me refiero solo a las cumbres y reuniones en la ídem de las que España ha sido anfitriona.
También me pregunto qué ocurre cuando el consorte es él. Cristina Kirchner, que nos odia profundamente (algún mal español no la trató con la debida reverencia, imagino; mil perdones) ha declinado la invitación, pero tampoco tiene pareja. Que se sepa públicamente, me refiero. Sin embargo, hay otros casos de estrictas gobernantas cuyos maridos cuentan con el mismo derecho a participar en este juego de Damas que Michelle Obama, por ejemplo. ¿Qué ocurre entonces? Me encantaría saber qué tiene preparado el protocolo para casos así y qué demonios hará Joachim Sauer, marido de Angela Merkel, mientras sus colegas se pintan las uñas y deciden, entre todas, donar un montón de consolas y botes de laca a Senegal.
Está claro que no lo sabré nunca.
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