Confieso que, a veces, me pongo a escribir una entrada y no tengo ni repajolera idea de lo que me va a salir. Puedo contar con una base, un concepto más o menos desarrollado, pero luego mi cabeza divaga que da gusto y el resultado es impredecible. Si a ello le sumamos que suelo tardar unos 20 minutos en elaborar un post y escribo mientras hago otra cosa... bueno, es lógico que a veces me salgan textos más o menos decentes y otras auténticos bodrios. Sé que mis amigos me perdonarán (de hecho, solemos hablarlo) y, bueno, al resto de gente que se acerca por aquí no tengo el gusto de conocerla, así que ellos sabrán dónde se meten.
Yo tengo un blog y plasmo en él lo que me sale del moño, hasta el punto de que, en ocasiones, se me antoja que mis dedos vagan a su libre albedrío por las teclas, con mi cabeza en otros asuntos y mi cuerpo... bueno, mi cuerpo va a lo suyo. Pero ésta es una plataforma muy modesta y muy pequeña, así que mi radio de influencia se antoja tan mínimo como mi ambición cibernética. Cosa muy distinta sería que me dedicara a charlar de mis asuntos en televisión o en la radio (perdón, de vez en cuando también tengo mis momentos radiofónicos), porque entonces debería medir mucho más mis palabras y las consecuencias de las construcciones sintácticas que empleo para hilvanar ideas. Eso es lo que pienso yo pero, por lo visto y oído, no coincide con el proceder de algunas de las personas que, paradójicamente, se deben al público que las ha encumbrado.
En España tenemos un actor, bastante longevo por cierto, que floreció en los 60 y languideció en los 90. Me refiero a Arturo Fernández, ese hombre que con solo un rictus y gestos de caballero de postín (espaldas rectas, barbilla arriba, ¡aaarggg!) consiguió hacerse un nombre y una reputación de galán en las plataformas mediáticas de la época: televisión, cine y teatro. No es que fuera de los actores de raza, pero el físico parece que le acompañaba y hacía mucha gracia verle torear a las mozas de buen año, tanto bajo los focos como en la oscuridad de los rincones a los que la censura no accedía.
Ahora, ese señor, que ya va teniendo una edad, ha sido abducido por el monstruo de la derecha, muy probablemente con su consentimiento y asentimiento. Nada que objetar; cada uno puede tener la ideología que quiera y predicarla si así lo considera. El único inconveniente es que se ha escorado de tal modo que se ha convertido en mofa y befa de las redes sociales, objeto de burlas y de críticas tremendas. En solo una tarde ha conseguido lo que toda una vida ante las cámaras no le ha permitido: convertirse en el centro de atención (cuando dicha expresión equivale a hazmerreír público y notorio) de varias generaciones de españoles. Y todo por llamarnos feos.
Según don Arturo, aquellos que fuimos a la manifestación del pasado día 14 éramos los más feos del barrio, la desdicha de cada casa, la vergüenza de una madre. Me recuerda a aquel descacharrante artículo de El Mundo Today que, con motivo de una huelga del transporte público madrileño, se quejaba de que todos los feos salían a la superficie. Pues bien: yo soy una de ellos. Me paseé por la superficie cuando sufrimos aquella huelga de Metro y tuve la desfachatez de volver a plantar mi cuerpo serrano en la calle durante la manifestación del día 14. Soy fea, pero hasta los feos tenemos derecho a protestar. Incluso yo diría que a airearnos así, a lo loco, sin burka ni nada.
Arturo Fernández es un tipo atildado hasta el amaneramiento, repeinado, relamido y parco de gestos. Lógico que se sienta cómodo y seguro junto a otros como él, personas inexpresivas, con el ego altivo y la mirada torva, capaces de manifestar un radical desprecio ante cualquiera al que no crean digno de entrar en su club. En cambio, muchos de estos españoles feos no podemos gastarnos lo que no ganamos en ropa de marca, tratamientos intensivos de belleza, spas de lujo en Portugal y clases de protocolo. Bastante tenemos con lavarnos la cara con jabón de vez en cuando.
Sí, señor Fernández, somos feos. Muy feos. Tanto que nuestro gobierno intenta coartarnos el derecho a manifestarnos para no dar mala imagen en el exterior. Ya lo siento, ya, pero es que no nos sentimos cómodos protestando con traje, lencería fina y tacones de 14 cm. Preferimos los vaqueros que andan solos, las zapatillas y el jersey roñoso. Ahora que sabemos que a las manifas deberían ir top models y galanes de todo a cien, pierda el cuidado, que al menos lavaremos los pantalones con jabón Lagarto antes de gritarle cuatro piropos a Ana Botella cuando pasemos delante del Palacio de Cibeles.
Pero lo más duro de todo, lo que de verdad me ha partido el alma, es que Arturo Fernández diga que, además de feos por fuera, lo somos por dentro. Viniendo de semejante autoridad moral, de un hombre que, quiero imaginar, ha pasado su vida trabajando por el prójimo y practicando la solidaridad como si no hubiera un mañana, una no puede más que precipitarse en la amargura de la depresión profunda. Desde aquí, reclamo para Arturo Fernández el premio Nobel de la Paz, el Príncipe de Asturias a lo que sea, la Aguja de Oro de Telva y hasta el cromo del Tigretón. Este dechado de virtudes se lo merece todo y más. Lógico es que, con semejante nivel de inteligencia y bondad, mire a la plebe por encima del hombro desde el salón de su casa y se permita decir que somos unos completos adefesios. Qué intuición, qué sabiduría... qué gilipollez.
Cuando era pequeña me enrocaba con el mito de Avalon y la supuesta tumba del rey Arturo. Todos queremos saber de dónde venimos y, si ese origen encierra cierto componente mágico, ya tenemos el mito servido. Me imaginaba un Avalon mítico, habitado por personajes muy parecidos a los elfos de El Señor de los Anillos, bellos y distantes. Ahora veo a este rancio personaje de descalificación fácil, también llamado Arturo, y pienso cómo será su Avalon: probablemente lleno de grotescos carcamales y viejos verdes destilando desprecio y babeando odio. Y no me gusta. Prefiero volver a los pasadizos subterráneos que recorren el subsuelo de Madrid, de los que una fea como yo nunca debió salir. Mil perdones.
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