En los vagones del Metro de Madrid hay colgados pedazos de obras de nuestra literatura. Imagino que, en este intento de culturizar a los ciudadanos, la Comunidad de todos los madrileños irá cambiando los textos expuestos, aunque con el asunto de los recortes, vaya usted a saber si no nos tocará repasar a Machado hasta el glorioso día de nuestra jubilación.
Siguiendo con mi costumbre de cotillear las paredes, ayer tuve la ocasión de leer unas líneas de Punset en la que el señor de los pelos revueltos nos recordaba qué era aquello de la proporción áurea, cosa en la que quien esto suscribe no había vuelto a pensar desde sus tiempos de Historia del Arte. Para quien se encuentre en mi mismo limbo, recordar que la proporción áurea está íntimamente relacionada con el número Fi, descubierto por el arquitecto Marco Vitruvio y que hacía referencia a la proporción ideal de los cuerpos. Tal principio ha sido el fundamento y la sustancia de ingentes obras artísticas e incluso fue homenajeado por Leonardo Da Vinci en aquella composición llamada El hombre de Vitruvio que todos tenemos en mente.
Según la sapiencia de Vitruvio pues, la perfección artística existe, pero no tengo yo tan claro que la perfección humana sea posible. Es más, algunas personas se empeñan tanto en ser imperfectas que vamos a tener que dictar leyes como la de Illinois (discúlpenme si me equivoco de estado de la unión, algunos me parecen demasiado iguales), que no admite la entrada de monstruos en su territorio. Con esta tonta asociación de ideas pretendo referirme al último episodio protagonizado por la alcaldesa doña Ana, a la que todos vemos ya, no como la Botella medio vacía, sino vacía entera.
Después de aquella fatídica noche de Halloween en la que murieron unas chicas adolescentes (situación tétrica donde las haya; si la pilla Stephen King nos casca Carrie 3 y se queda tan ancho), nuestra Ana se calzó el luto, pasó por el hospital a saludar y, con el mismo rictus de quien no se sabe muy bien si siente o padece, agarró el bañador y la crema corporal y fue a relajarse a un balneario de lujo de Portugal, mientras su vicealcalde se mesaba la calva entre sospechas de corruptelas y amistades empresariales de dudosa moral.
No digo yo que Botella no tenga derecho a relajarse. El mismo que me acoge a mí, a mi prima la del pueblo e incluso al rey de España (aunque sus métodos desestresantes sean poco ortodoxos comparados con los de sus súbditos). Pero también creo que un servidor público, que se supone que ostenta un cargo tan relevante para trabajar por la población y no para lucrarse, debe dar el callo y hasta el juanete si la situación lo requiere. No es de recibo que, habiendo sobrevenido una tragedia que ha conmocionado tanto y tan hondo a la opinión pública, el máximo responsable y quien debe de tomar decisiones se marche de vacaciones como si no hubiera ocurrido nada. El sentido del deber, señores y señoras, debe ir incluido en el sueldo.
Pero, bueno, tampoco es que estemos contemplando nada nuevo bajo el sol: de hecho, los políticos del PP son expertos en dedicarse a la autocomplacencia cuando tienen que estar complaciendo a los ciudadanos y, sin entrar en detalles dolosos, es normal ver a un ministro de Interior de cacería con sus amigotes mientras la fauna y flora de Galicia se va al garete tras la travesura de un barco petrolero. Y sí, pienso que ha habido ausencias mucho peores entre las filas conservadoras y bastante más criticables, pero todos esperábamos a que Ana Botella diera un traspiés. Bien, lo ha dado.
Hasta ahora, la alcaldesa no había cometido grandes errores porque tampoco había hecho grandes cosas. Ni pequeñas. Parecía que su gestión se basaba en que todo fluyera, aunque ahora hemos descubierto otra de sus cualidades manifiestamente mejorables: su pasmosa incapacidad para enfrentar problemas. Y un regidor público carente de reflejos y soluciones es como un banco que no devuelve los ahorros de sus clientes. Ah, perdón, que eso también lo tenemos...
No creo que Ana Botella deba dimitir tras su garbeo por la costa portuguesa. Lo que pienso es que jamás debió aceptar la alcaldía de Madrid. Una persona sin cultura política, sin bagaje profesional ni personal, sin carisma y sin proyecto no puede sentarse en lo más alto del Palacio de Cibeles. Doña Perfecta estaba cómoda contemplando las manifestaciones ciudadanas de la atalaya de su particular Vetusta hasta que notó que la pata de su trono cojeaba y no conseguía nivelarla ni con un ejemplar de la Constitución ni mucho menos con la Santa Biblia.
Lamentablemente, se ha dado cuenta de que la perfección es una entelequia, y lo peor es que los demás lo sabemos. Ni su gestión es perfecta, ni su equipo es perfecto, ni su partido es perfecto y, por supuesto, su señor esposo tampoco. Ahora solo queda demostrárselo.
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