La figura del homeless norteamericano, ese individuo (o individua, como diría Leire Pajín) que se pasea por las calles de las grandes ciudades desarreglado, muchas veces colocado, y farfullando vocablos ininteligibles mientras arrastra un carrito de la compra, nos resultaba muy pintoresca. Por lo menos a este lado del charco. Lo que no sabíamos entonces y hemos descubierto con el tiempo, es que cada cultura, cada nacionalidad o como los catalanes tengan el gusto de llamarla, posee un tipo de homeless conforme a la sociedad que lo ha parido.
En los últimos tiempos, los españoles estamos siendo testigos y víctimas de esa cosa tan infame llamada desahucio. Reconozco que, de pequeña, las palabras con h intercalada me acongojaban: no entendía para qué servía la letra en medio. Ahora, lo que no entiendo es la palabra en sí, aunque su significado lo haya pillado perfectamente. Le llaman aprender a golpes.
España se está llenando de homeless, con la particularidad de que a la mayoría no los vemos, pero los sentimos. Gentes que, de un día para otro, se quedan sin techo donde vivir y se ven obligadas a subsistir no sé muy bien cómo, pero sin levantar demasiado la voz. Es lo que ocurre cuando eres español y te educan para tener una pareja hasta que la muerte os separe, un trabajo para siempre y una casa donde nacer y morir. A poder ser la misma. Si alguno de los pilares se derrumba, nos sentimos como parias, personas non gratas.
La mayor catástrofe de un desahucio es que, en ocasiones, se ejecuta (menuda palabra ésta también) con resultado de muerte. Supongo que porque es muy difícil soportar e interiorizar esa sensación de fracaso que te entra cuando se derrumba uno de esos pilares sobre los que has construido tu situación familiar. El último suicido que hemos tenido la mala suerte de conocer, el de la mujer de Barakaldo, es de manual: una madre de familia que no había comentado a casi nadie su maltrecha situación. Otra vez la maldita vergüenza, supongo.
Yo creo que, cuando eres víctima de una injusticia, cuando alguien te la juega, hay que gritarlo. Y hay que denunciarlo también. Es nuestro deber advertir a los demás, no solo de que nos hemos topado con seres aviesos que caminan entre nosotros con la cabeza demasiado alta, sino de las consecuencias que pueden acarrear sus actos. Es más: cuentan los psicólogos que para empezar a resolver un problema hay que comenzar por verbalizarlo y contarlo. Reconocerlo, al fin y al cabo. Y, ahora mismo, los desahucios son uno de los problemas más graves de este país, la consecuencia última de una situación insostenible y, la mayoría de las veces, injusta.
Como ya he dicho en anteriores ocasiones, no creo que todos mis compatriotas ni yo misma hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades y tengamos en nuestras casas lustrosas cuevas de Ali Babá nutridas de riquezas esquilmadas en tiempos de bonanza. Eso lo poseerán otros. Igualmente opino que esta limpieza étnica que llevan a cabo las empresas se está cobrando la salud y el futuro de los mejores: los empresarios suelen quedarse siempre con el que no protesta, con el que no da problemas, con el que no pelea, con el mediocre y con el pelota. Siempre ha sido así. Por eso compruebo para mi tristeza y horror que la crisis se está cebando en los buenos. Y si tenemos en cuenta que la mala gente siempre, siempre se junta con mala gente, trabajamos a marchas forzadas para crear dos bandos en el que uno lleva irremediablemente las de perder. Las dos Españas en versión siglo XXI.
A todo esto, los dos grandes partidos (a uno de ellos de grande solo le quedan las letras) decidieron el otro día in extremis tomar medidas contra los desahucios. Es curioso, llevamos en caída libre desde 2008 y han descubierto que tienen un problema en noviembre de 2012. Más curioso aún: la vida les ha iluminado justo 24 horas antes de que el Tribunal de Justicia europeo denunciara que la ley española de desahucios es ilegal. ¿Las casualidades existen? A lo mejor, pero el canguelo, más. A PP y PSOE les entró el tabardillo y así, tomándose un café, decidieron que había cambiar una situación a todas luces injusta; las mismas ganas se les fueron un par de días después, cuando, preguntada por el tema, nuestra ínclita Soraya Sáenz de Santamaría respondió que abordarían el problema sin prisas, porque las prisas son malas consejeras. Señores, haremos algo, pero ya veremos cuándo. Díganme si no es para echarlos de la poltrona ya y, a ser posible, con malas formas.
Mientras estos señores que untaron a banqueros y permitieron el jolgorio de la construcción que nos ha dejado hundidos y apaleados se piensan qué pueden hacer para mitigar tanto drama social, a la gente la seguirán echando de sus casas y algunos continuarán tirándose al vacío, como consecuencia de un absurdo e inoportuno efecto llamada. Solo las plataformas ciudadanas correrán a pelearse y enfrentar a los antidisturbios a cara de perro. La mayoría, miraremos las noticias como vacas contemplando el paso del tren, mientras pensamos que ojalá esto fuera la crisis del 29 y los que se tiraran por los ventanales de las torres de cristal fueran los señores banqueros. Amén.
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