Reconozco que no soy una persona ágil y que haría un dignísimo papel en el bando de los torpes si la torpeza contara para nota. A cambio soy muy flexible (físicamente, me refiero, porque mentalmente tengo mis dudas), pero ello no compensa tantos años de mirar cómo otros, y sobre todo otras, se manejaban con soltura en deportes que una servidora se moría por practicar. Y no es que no entrara al trapo, digo a la pista: es que el intento no bastaba para colmar esa desazón del que quiere y no puede.
Una vez que asumí que hacer el ridículo era parte de la existencia humana y que nadie se libra de pasar vergüenza más temprano que tarde (sobre todo en la adolescencia; ¡menuda época!), la tarea de comprender que jamás sería convocada para unos Juegos Olímpicos como no fuera para limpiar las pistas se me hizo más llevadera. En compensación, me di cuenta de que era razonablemente buena en otros campos, que a lo mejor no me reportaban reconocimiento público, pero como tampoco lo he buscado nunca, aquí paz y después, un chocolate con churros.
Sin embargo, admito que siempre me ha quedado la comezón de no haber sido jamás la primera opción (ni la segunda, ni la tercera, ni la cuarta... ) de los líderes encargados de formar equipos para jugar a juegos infantiles, ya fuera el balón prisionero o el salto de comba. Siempre me quedaba ahí, al rebufo de quienes yo sabía más habilidosos y a quienes envidiaba por ello. De ahí que, cuando te escogían porque entre las opciones restantes solo había un manco, un ciego y un cojo, y, encima, tenías el día redondo, la satisfacción personal era tan grande que la vida se volvía maravillosa de repente. No es que me haya ocurrido en muchas ocasiones, pero, quizás porque el número de jornadas fantásticas fue exiguo, todavía rumío la felicidad de aquellos días en que metía todas las canastas o me quedaba la última en el campo jugando a balón prisionero. Cada uno mide la dicha personal con la cinta métrica que la vida le ha dado.
No obstante, confieso que, si algo me apetecía o me gustaba, he intentado siempre participar y no quedarme como simple espectadora. Aun a sabiendas de que tenía todas las de perder. Y esas ganas de querer entrar en la acción me han acompañado siempre, de ahí que no me siente nada bien quedarme a las puertas de nada. Pienso que las partidas que te pone la vida por delante hay que jugarlas, incluso aunque sepamos que solo puede haber un ganador y una colección nada desdeñable de perdedores. Lo que ocurre es que para mí, el concepto de perdedor es relativo, porque considero como tal a aquel que no ha tenido el valor de jugar mucho antes del que lo ha hecho y no ha obtenido buenos resultados. Más que al ganador, admiro al mejor perdedor.
Lo que me cabrea soberanamente es que la vida te ponga el juego delante y nadie te elija para su equipo. Y esto, lamentablemente, es algo que nos sucede de continuo. Por ejemplo, cuando surge cualquier oportunidad laboral y ni siquiera nos llaman para una primera toma de contacto; cuando sabes que conectas con una persona (sea el tipo de conexión que sea), pero ésta no te permite entrar en su vida invocando motivos espúreos; cuando la gente te niega su confianza prefiriendo a otros más altos, más guapos y, solo a lo mejor, más inútiles, etc... A mí, al menos, no me asusta la competencia o hacer el ridículo y caerme de bruces en mitad del campo, si no que se me niegue la posibilidad de, ni tan siquiera, chupar banquillo.
Veo las elecciones que hace la gente (laborales, personales, sentimentales...) y en muchos casos me quedo pasmada. Creo que la mayoría obedecen a la necesidad de un triunfo tan rápido como efímero cuando, en realidad, nunca una sola batalla ganó la guerra. La necesidad de solventar la papeleta, de ir a lo seguro, nos hace cerrar los ojos a las personas y a la realidad que nos acompaña día a día, dura, surrealista pero, a veces, hasta bonita.
Ahora mismo, en ciertas ocasiones ya no me importa ser la última de la fila, aquella a la que solo eligen porque no les queda de otra. Lo que me interesa de verdad y en lo que centro parte de mis energías es en que me den la oportunidad de ponerme en la fila y salir a jugar. Por eso tengo en tan alta estima a las personas que me ven y no solo me miran, que me valoran por capacidades que ni siquiera yo misma soy consciente de poseer, que saben que a lo mejor soy una atacante mediocre y poco lucida, pero una defensa entregada. Admiro a aquellos que, aun asumiendo que nunca seré una estrella en nada, me admiten en sus vidas, en sus equipos y me permiten entrar en el juego. Después, ya me encargaré yo de intentar jugar bien… por la cuenta que me trae.
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