He oído por ahí o he leído en algún lado que un anónimo pide 600.000 euros por las fotos de la primera boda de Letizia, princesa de Asturias. No sé que de nos extrañamos: en los tiempos que corren, si yo hubiera ido al festejo también intentaría colocar las Polaroid: para un regalo que te da la vida, no hay que hacerle ascos.
Entiendo la curiosidad pública por aquella primera ceremonia que, tal y como ha avanzado la sociedad, no tiene más importancia que perder la virginidad antes del matrimonio. Quiero decir que, a estas alturas de los siglos, cada uno se puede casar las veces que le de la gana siempre y cuando tenga dinero para agasajar a los más cercanos. Lo que sí me parece desorbitado es el precio: salvo que los invitados a tan magno acontecimiento hubieran pimplado garrafón del más cutre y retozado en una cama redonda a ritmo de Los Pajaritos, no entiendo que las instantáneas se coticen tan alto en la Bolsa del cuore. Tal vez porque los álbumes de boda siempre me han parecido cansinos y absurdos. Lo que viene siendo un coñazo.
Por otro lado, también he oído o leído que Brad Pitt anda ofreciendo una millonada por un vídeo de su querida Angelina en la que ésta, en sus tiempos más díscolos, aparecía ligera de ropa y pasada de sustancias. Dicen los bien pensados que lo hace para que sus hijos no se metan un día en internet y contemplen imágenes impropias de su madre. Para empezar, yo les diría que ni se les ocurriera ver aquella película titulada Gia y en la que Angelina aparecía desnuda y manteniendo relaciones sexuales con una mujer pero, bueno, cada uno en su familia pone las normas que le da la gana.
Sinceramente, colocando las cosas en su justo contexto, no entiendo por qué el bueno de Brad anda ahora mesándose los cabellos e intentando elevar a su santa a los altares. Tal y como ha sido la trayectoria de Angelina, una servidora consideraría hasta normal que todo norteamericano medio conservara en su videoteca alguna cinta de la bella puesta de farlopa y ejecutando mohínes que no se podrían mostrar en misa. Nada raro teniendo en cuenta lo que les gusta a las aspirantes a actrices o socialités norteamericanas alcanzar la gloria a través de vídeos caseros, cutres y, por qué no decirlo, salchicheros.
Es tan habitual que cada actriz y actor tenga su cinta pseudoerótica de andar por casa que el resto de los mortales nos sentimos prácticamente escoria. En el apartado personal, confieso que nadie me ha propuesto jamás hacerme fotos en posturas eróticas ni, mucho menos, rodar un vídeo porno, lo cual me lleva a pensar que me encuentro en los lugares más bajos de la pirámide social, justo al lado de los ladrones de supermercado y un poquito a la izquierda de los cachorros del PP que van a Cuba a conspirar con resultado de homicido involuntario. Eso o que mi sex appeal es similar al de un cáctus, que también puede ser.
Pero sin entrar en turbios asuntos personales, siempre me ha llamado la atención que señoras de buen ver y dudoso pensar como Kim Kardashian y Paris Hilton alcanzaran la gloria a través de esas cintas pornochonis. Creo recordar que ambas han rodado más de una, imagino que para garantizar una correcta distribución universal del engendro. Y, sin embargo, ahí las tienes, convertidas en personajes a imitar y a las que algunas revistas que van de feministas les dedican portadas y entrevistas en el interior. Amiguitas y amiguitos, digan lo que digan estas tronistas de la sensualidad boatiné, no lo llevéis a la práctica en casa: solo funciona con gente de pocos escrúpulos y culo en pompa. O con las llamadas chicas Disney, cuyo final de la adolescencia suele estar marcado por imágenes "hot" tomadas con el móvil frente a un espejo y convenientemente publicitadas a través de cuentas fake de Twitter.
Antes, tener un novio cabrón que reprodujera por ahí tus fotos en bolas era una desgracia; ahora es una suerte. Sobre todo porque, si no alcanzas el Olimpo mediático, siempre puedes demandarle. Y a quien esto escribe, firmemente creyente de que la intimidad es precisamente lo más auténtico y especial que tiene una persona, convertirlo en mercadeo me sigue pareciendo algo inaudito y sorprendente. Incluso iría más allá: poner nuestro cuerpo al servicio de delirios ajenos en forma de imágenes tiene un pase, pero hacerlo sin photoshop... Para cortarse las venas y trenzar rastas.
Volviendo al principio, otra cosa sería si la Letizia de nuestras entretelas hubiera grabado un vídeo guarro en el que, tras dar un notición que te cagas se subiera a la mesa y se bajara el traje pantalón. Pero no creo que la mujer haya estado por la labor. Así que sigo sin entender el interés que puede suscitar verla cortando la tarta con un señor o brindando por la paz universal y esa cosa tan graciosa de hasta que la muerte nos separe. Será que tengo unos gustos muy desviados. Será.
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