Igual que creo que hay personas que nos gustan sin que hayan hecho mérito alguno para merecerlo, opino que hay gente que nos cae mal así, a primeras dadas y sin necesidad de abrir siquiera la boca. Es lo que parece que ocurre con la actriz Anne Hathaway, aunque con el pequeño detalle de que ella sí abre la boca. Y mucho.
Anne cae muy mal entre sus paisanos, lo cual, para mí, supone un desahogo. Nunca me ha gustado esta actriz. Y lo peor es que jamás he sabido decir por qué. De hecho, no creo que sea fea, ni excepcionalmente guapa (lo digo por aquello de la envidia cochina), ni desagradable, ni antipática, ni mala intérprete. Es más, estoy convencida de que lo hace muy bien en Los Miserables, que canta estupendamente y que la pobre ha tenido una mala suerte tremenda eligiendo novios; es verla tan demacrada y entrarte ganas de acogerla en casa y ponerle culebrones hasta que en el Vaticano haya un Papa negro. Lo que a mí me sucede con esta actriz es lo mismo que al parecer le ocurre a mucha más gente: no me gusta su cara. Entiendo por ello que no hay ninguna explicación plausible a tamaño desapego, salvo el hecho de que me desagrada por sí misma, sin necesidad de hacer nada en su favor o en su contra.
Los medios de todo el mundo andan últimamente buscando el origen de esta falta de empatía con Hathaway como si se tratara de la resolución definitiva de una aviesa fórmula matemática. Algunos dicen que es demasiado pija, otros que tiene los ojos muy grandes (así, como de vaca mirando al tren) y hay quien afirma que parece excesivamente perfecta. No estoy de acuerdo. De hecho, que se sepa, esta mujer nunca ha dicho nada lo bastante inconveniente para montarle un consejo de guerra; jamás han aparecido fotos de ella en bolas, no le ha quitado el novio a nadie y empezó a ser conocida tras interpretar a una bella e inocente princesa que, encima, era el hazmerreír de su instituto. Pues parece que todo ello no es suficiente. Cuanto más intenta agradar, menos lo consigue, así que yo, de estar en su piel, cosa que no ansío, me limitaría a hacer mi trabajo con diligencia, a sonreír a la cámara y a evitar ligarme a tíos que vivan del trinque. Esto último se soluciona con no pisar España.
Sin embargo, a pesar de que el misterio Anne tiene en un sinvivir a los tabloides y en un mucho comprar a sus lectores, hace poco me decían que sus compañeros de profesión también la esquivan en las fiestas. Menudo drama. Al parecer, la chica no es precisamente un dechado de corrección y sí bastante cotilla y metepatas (no confundir con los metemierda, a los que el diablo siempre tiende a convertir en líderes de la manada). Para que nos entendamos, es de la que hace una broma pesada de tu mejor amiga delante de ti olvidándose de que lo es o te empieza a desgranar los líos de tu marido justo el día en que todo el mundo se ha enterado de que te ha puesto los cuernos con una camarera tetona de Las Vegas. Anne no tiene medida y se ve que en Hollywood son tan delicaditos que no les sirve que pidas perdón; has de flagelarte con la cadena de un bolso de Chanel en la mitad de Sunset Boulevard para que, al menos, Jack Nicholson intente tocarte el culo.
Hoy me he enterado de que Anne viene a ocupar el trono de los horrores en el que hasta ahora se sentaba Gwyneth Paltrow, otra a la que sus paisanos tienen una tirria solo comparable a la que yo le profeso a Mourinho. Se ve que es demasiado pija para el gusto medio de Wisconsin. Nosotros esto no lo podemos entender, porque la "españolidad" de la Paltrow nos lleva a venerarla como al brazo incorrupto de Santa Teresa, pero, sin embargo, he de decir que, frialdades aparte, a mí Gwyneth siempre me ha parecido una de esas personas excesivamente preocupadas por gustar a todo el mundo, llevarse bien con la humanidad y los visitantes del espacio y tener serios problemas a la hora de tomar partido. Una mujer con la que te gusta estar (siempre va a intentar decirte lo que quieres oír) pero a la que no puedes pedir mayor implicación de la que pueda darte. Y está dispuesta a darte muy poquita.
El caso de estas dos bellas reconvertidas en bestias me lleva a reflexionar (no muy profundamente, que me canso) sobre por qué hay gente que nos cae bien y otra que nos cae mal sin haber tenido el mínimo contacto o compartido papel higiénico. Todos somos capaces de juzgar a un famoso sin habernos cruzado con él jamás y sin tan siquiera saber nada de su vida: la popularidad nos da vía libre para decidir sobre los afectos que profesamos a alguien que no está presente en nuestra existencia ni se le espera.
El fenómeno fan siempre me ha dejado ojiplática, pero el fenómeno "odio" hacia alguien a quien no conoces también me produce cierta perplejidad. Y, sin embargo, yo soy la primera que digo que Anne Hathaway me cae mal y que Rachel Weisz, con la que jamás he coincidido ni en el súper ni en la peluquería (sobre todo porque éste es un lugar que suelo pisar poco), me cae bien. Supongo que, en el fondo, estamos poniendo en práctica esa atracción atávica que nos lleva a acercarnos a unas personas y no a otras, a mirar a unos y no a otros. Hay gente que puede ser guapísima (Nieves Álvarez) y, no obstante, no producirte ni frío ni calor (Nieves Álvarez presentando esa cosa que presenta en La 1 algún día por la mañana; la vi en la tele de un bar y creí que me habían puesto agua del tiempo en lugar de cerveza). La atracción va más allá de un físico: obedece a un conjunto de factores, mucho de ellos intangibles, que muy pocos podrían definir como universales, dado que nacen de lo estrictamente personal; incluso diría que son producto de nuestras vivencias y de las experiencias que se acumulan en el subconsciente.
Lo que más me intriga es por qué coinciden tantas opiniones a la vez, sobre todo en torno a gente que no se dedica a la política, al deporte o a hacer proselitismo de una determinada religión, tres actividades que soliviantan voluntades. Anne no necesita pronunciarse para que el personal desee mirar a los ojos del Ecce Mono antes que mirarla a la cara. Resulta cansina y produce hartazgo. E imagino que todas sus colegas de profesión estarán batiendo palmas con las patas de gallo ante semejante hallazgo: mientras todos nos dediquemos a vituperarla y/o ignorarla, ellas acapararán los contratos publicitarios. Sobre todo Jennifer Lawrence que, a pesar de que sus compatriotas la adoren como al becerro del oro, a mí me deja absolutamente indiferente. La culpa la tiene la película Los juegos del hambre, que no me gustó nada. No sabría decir por qué...
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