Todos lo estamos pasando mal. Algunos hasta fatal. Quizás la crisis nos afecte directamente o esté destruyendo la vida de amigos o conocidos; el caso es que pintan bastos para la sociedad española y, por mucho que yo lo grite y me ponga hasta borrica cuando escribo en este blog de Bárcenas, Urdangarines, Corinnas y otras gentes del mangar, no parece que vaya a escampar a corto plazo.
Entre tanta desgracia propia y/o ajena, se suceden las llamadas a la solidaridad que, en ocasiones, resultan tan emotivas como efectivas. En el fondo, somos así: nos conmueve la desgracia ajena y queremos ayudar en la medida de nuestras posibilidades, aunque éstas sean pocas y mal avenidas. Ese carácter solidario nos engrandece como pueblo, pone un contrapunto pintoresco a la envidia y pereza que tanto nos define en las guías para guiris y es algo que no nos pueden recortar; de hecho, tal vez nos quiten los medios, pero es difícil que nos arranquen de cuajo la voluntad de echar una mano, por mucho que los que nos vigilan desde arriba hagan gala de una empatía igual a cero. En realidad (momento reflexión económica profunda), bastantes de ellos no han hecho su fortuna gracias a nuestra avaricia sino a la suya.
Sin embargo, hay algo que me saca de mis casillas con esto de la solidaridad y el conmovernos con las miserias de los demás. Todas las mañanas, cuando salgo de casa, veo lo que ya me parecía parte de nuestro pasado más boyante: a una banda organizada (imagino que de gitanos rumanos) que se dedica a repartir a sus integrantes por diferentes puntos del barrio para exigir a los viandantes una limosna. Y digo exigir porque en su pose, en su reclamo, hay mucho más propósito de amenaza que de dar pena. No los verás acudiendo a comedores sociales ni a instituciones de ayuda a gente sin recursos; los encontrarás apostillados en las esquinas de más tránsito, mirando de reojo y pidiendo a quien poco tiene cualquier cosa para alimentar el bucle de la mendicidad organizada.
Entiendo que la desesperación mueve montañas y todos nos rebajamos a lo que sea en situaciones extremas, buscando formas insólitas de ganarnos las lentejas. De hecho, diariamente somos testigos de casos auténticamente conmovedores. Pero lo que no logro comprender es la supuesta efectividad de esta manera de pedir dinero bajo amenazas veladas que, aunque no se pronuncien, sabes que existen: no hace falta que nadie verbalice el peligro para que sepamos que está ahí; basta con fijarnos en los gestos de una persona para entender el mensaje sin traductores espontáneos. Y lo peor es que, cuanto más pobres somos nosotros, más se multiplican ellos. Si el dinero llama al dinero, está claro que la pobreza llama a la miseria.
Recuerdo que hace algún tiempo, cuando trabajaba en un lugar bastante parecido a Mordor después de pasar por las manos de Santiago Calatrava, veía casi todos los días a una mendiga ataviada de negro que, directamente, acosaba a los paseantes, llegando incluso a seguirlos y tocarlos invocando sus innumerables miserias. Me parecía tan desagradable como lamentable y, por mucho que regañaba a mi conciencia (obviamente, de natural bondadoso), no conseguía que me diera pena. Lo mismo que ciertos gorrillas que directamente te coaccionan al aparcar (por mucho que el colectivo éste se haya profesionalizado diciendo que lo suyo es un servicio público a cambio la voluntad) o esos individuos, con pinta de ir de metadona hasta las trancas, que recorren los vagones de metro para -dicen- conseguir dinero y comprarse un bocadillo. A saber con qué rellenarán el pan.
Hay un parque cerca de mi casa donde, llueve o truene, ves a subsaharianos sobreviviendo. Es su residencia habitual y allí siguen, día tras día, con la misma ropa y las cuatro pertenencias de rigor. No piden nada; solo hablan entre ellos. Pero hay tanta dignidad en sus rostros que producen una mezcla entre admiración y angustia difícil de describir. No agreden con la mirada, no se arrastran, no dan lástima con deficiencias físicas que parecen sacadas del museo Ripley. Y deseas hacer algo por ellos aun cuando el gobierno amenace con enchironarte (¡y podrán!) si ayudas a un inmigrante sin papeles. Así se las gastan quienes nos están convirtiendo en emigrantes en tierra extraña. Pero lo que no quieres, de ninguna de las maneras, es ver las noticias en la tele, pretender cortarte las venas tras ser testigo indirecto del último desahucio, salir a la calle y sentirte acosado a través de una pena que no es tal sino un curioso, y yo diría que poco ético, negocio muy bien organizado.
Resulta muy tentador comerciar con los sentimientos de la gente (además de lucrativo) y apelar a las buenas cualidades del que tienes delante para sacar provecho. Pero no estoy convencida de que sea el momento de obtener rédito de la compasión ajena, más que nada porque la estamos agotando de tanto usarla con los íntimos que casi no nos queda para compartir con extraños que no buscan la supervivencia sino el superbeneficio. Extraños que no son de los de pedir, sino de los de rogar. O, mejor aún, de los de a Dios rogando y con el mazo dando.
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