martes, 12 de marzo de 2013

Si estás ahí, ¡manifiéstate!

El título de la entrada de este blog siempre ha sido una de mis frases preferidas. La simpatía me viene de aquellos años en los que, todos, muy de vez en cuando, nos poníamos a hacer ouija. Era escuchar esas cuatro palabras y la que esto suscribe ponerse a reír como si no hubiera un mañana. Desde entonces, siempre que las pronuncio lo hago con cierto jolgorio. Somos víctimas de nuestros recuerdos y verdugos de nuestro futuro.
En este blog me he hartado de animar a la gente a que saliera a la calle, levantara la voz y protestara por todo aquello que le parezca una injusticia, soberana o no. El derecho a la huelga, el derecho de manifestación y el de reunión son tres pilares fundamentales del sentir democrático y, en su día, costaron mucha sangre, sudor y lágrimas. Renegar de ellos me parece un delito contra la historia y la humanidad difícil de explicar. Por ese mismo motivo, esos globos sonda lanzados por el gobierno del PP, sugiriendo la voluntad de penalizar las reuniones improvisadas de cierto número de personas en plena calle (adiós a las excursiones de instituto), o construir un manifestódromo para que quienes quisieran gritaran allí su desventura, parecería un descojone si no sonara tanto a Rancio Fact, como diría El Jueves.
El resultado de los devaneos del PP con nuestros dineros y nuestras vidas se ha traducido en un afán de protesta inusitado en nuestra historia reciente. De ser tremendamente reacios a salir a la calle hemos pasado a pasearnos a todas horas por pueblos y ciudades enarbolando pancartas. Y tampoco es eso. No, no es que de repente haya ido al PP de Parla a dejar mi currículum para fregar los suelos de los casinos en Eurovegas (todo se andará) y, por lo tanto, me esmere en hacer la pelota a quienes más mandan. Creo que toca explicarse.
Hace poco tuve que ir al Palacio de Cibeles, sede del Ayuntamiento de Madrid, para asistir a un acto. A la salida me encontré con nada menos que tres protestas de las que no había tenido noticias. Las tres obedecían a propósitos muy loables, pero carecían de la entidad suficiente (traducida en número de asistentes) como para ganar relevancia mediática. Y ahí reside el problema: nos manifestamos tanto, tan a menudo y de forma tan repartida que no creamos noticias. Disponemos del derecho y el deber de protestar, pero no estoy segura de que lo estemos haciendo del todo bien.
Cuando estudias periodismo te ponen como ejemplo de lo que es una noticia el que un hombre muerda a un perro. Pero también el caso de los secuestros de aviones, que empezó a generalizarse en los sesenta. Fue tal la relevancia que se les dio a estos sucesos que, cada vez que algún grupo o algún individuo quería reivindicar algo, secuestraba un aparato. Y surgió la polémica: ¿no era quizás demasiado culpable la prensa por dar tanta cobertura a este tema? Si lo ignorara por completo ¿se acabarían los secuestros aéreos? A mí es algo que siempre me ha hecho reflexionar.
Mis compañeros de manifestación, con los que iba casi siempre (últimamente voy a muchas sola) solían fijarse en si el evento tenía foto o no tenía foto. Sin cobertura mediática, la protesta pasaría desapercibida, pero para llamar la atención de los medios debía darse un factor excepcional que, normalmente, vendría determinado por el número de asistentes. De ahí esa continua guerra de cifras entre autoridad y convocantes, los primeros interesados en minimizar el impacto en la opinión pública y, los segundos, en justo lo contrario.
Está claro que para que una protesta arañe conciencias y salga incluso al exterior tiene que ser multitudinaria. O eso o completamente diferente a lo que hasta ahora hemos visto (pasó, por ejemplo, con el 15M). De ahí mi empeño en entender que, cuantas más asociaciones se adhieran, mejor, y mi disgusto al ver que, por ejemplo, el mismo día y a la misma hora, por idéntico motivo y con un fin compartido, nos podemos topar con una mani convocada por los sindicatos mayoritarios y otra, a lo mejor, por CNT, que va a su bola. Cuantos más seamos, más ruido haremos pero, para ello, tal vez tengamos que hacer de estas ocasiones algo especial, diferente y contundente. Lo cual está íntimamente en desacuerdo con convocar 60 manifestaciones el mismo día a las que no va la prensa ni se la espera.
Seguro que habrá muchos en desacuerdo conmigo, pero mi opinión es que, cuanta más gente se una con un mismo objetivo, mayores posibilidades habrá de conseguirlo o, al menos, llamar la atención sobre él. Lo que hemos hecho últimamente ha sido una diversificación con muy buenas intenciones pero resultado poco evidentes. Y a las pruebas nos atenemos: al gobierno le ponen nervioso las grandes gestas populares, pero las manifestaciones del día a día, sea cual sea su motivación, les traen al pairo. De hecho, hace mucho que no se mete en guerra de guerrillas ni con los convocantes ni con los asistentes: sabe que este tipo de acontecimientos han pasado a ser una cortinilla de relleno en los informativos y un recuadro al margen en las páginas de Nacional. No les duele, cuando el objetivo es todo lo contrario: que les haga pupa, a ser posible en la línea de flotación.
Me encantaría que echáramos todos un vistazo, aunque fuera rápido, a la historia de los movimientos obreros y viéramos cómo se pueden organizar mejor las cosas. Quizás rescatemos ideas para dar un enorme golpe de efecto (perdón por lo de golpe) y utilicemos las buenas ideas de otros que nos permitan dar forma a una propia, capaz de traspasar fronteras y aunar voluntades. Nos falta ese punto de maravilla para dejar a este gobierno contra las cuerdas. Pero, al igual que el punto G, es dificilísimo de hallar. Dichosos aquellos que lo descubran... y más dichosos aún los que nos podamos beneficiar de ello.


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