domingo, 11 de septiembre de 2011

Estado crítico

Estos días que he pasado "haciendo las Américas", la pregunta de aquellos con los que me cruzaba en el camino era inevitable: "¿Están las cosas en España tan mal como parece?". Mi respuesta era, inevitablemente, la misma: "no, están peor".
No hay nada tan goloso ni que de más de sí que las malas noticias. Y si son catastróficas, afectan a mucha gente y amenazan con peligro de contagio, aún mejor. En estos tiempos, España es como el pariente gafe, ése que, en cuestión de horas, pierde la casa por un huracán, le embargan el coche y se entera de que su mujer se la pega con otro y su primogénito es hijo del alcalde. Despierta entre lástima y solidaridad, todo ello alimentado por un halo de fatalismo que nos convierte en el peor ejemplo del rico venido a menos al que no le queda otra que liarse los cartones a la cabeza y largarse a dormir debajo de un puente.
El movimiento 15M emociona, pero no estoy convencida de que los ajenos a la realidad que nos atañe sepan dilucidar si lo suyo es revolución o rebeldía. Intento explicarme: el revolucionario es el que tiene su propia ideología, que puede o no coincidir con la de otros pero que, intrínsicamente, es suya. Todas sus acciones se dirigen a conseguir hacer realidad unos fines que van más allá de su persona, para lo cual no tiene inconveniente en, llegado el caso, pactar con el sistema o entrar a formar parte de él. El rebelde, en cambio, no persigue fines en sí mismos: actúa llevado únicamente por el rechazo a aquello que no le gusta. Su objetivo no estriba en hacerse con un decálogo de valores sino enfrentarse al de otros que, en ocasiones bastante extremistas, molestan tan solo por el hecho de existir. Planteado el panorama de esta forma, ¿qué serían los indignados? ¿Revolucionarios? ¿Rebeldes? Sí, como ya he dicho en alguna otra ocasión, la solución a los problemas sociales y políticos hay que plantearlos dentro del sistema y calificando al 15M dentro de la segunda opción, ¿no sería frustrante para un rebelde formar parte de aquello que ha provocado, precisamente, el desencadenamiento de su rebeldía? Me resulta muy complicado explicar a alguien ajeno a la realidad española el posible futuro de un movimiento que, por lo que he comprobado, se sigue con pasión desde otras partes del mundo.
Imposible tampoco pronosticar un futuro para ese estado crítico que tantas preguntas suscita. Me da miedo pensar que la única solución a la precariedad de ese gran invento llamado Estado del Bienestar sea el liberalismo salvaje. Muchos de los adalides del Partido Popular manifiestan una querencia algo atolondrada por la privatización, en el todo o en las partes, de los servicios públicos. Ese empeño se ha extendido por ciertos estratos de la Comunidad de Madrid que siguen, erre que erre, enfrascados en la tarea de desligitimar la enseñanza pública y ensalzar una educación privada que todavía está en pañales (¿cuántos fondos dedican las universidades privadas madrileñas a la investigación, me pregunto?). El descuido de la enseñanza pública como bien necesario no puede más que incidir en el clasismo, la división social y el empobrecimiento de nuestros valores culturales. Pero hay algo que asoma en el horizonte que aún preocupa más. Con el triunfo del Partido Popular y este liberalismo a la española que predican, la coexistencia con movimientos o grupúsculos situados más a la izquierda es inevitable. Sobre todo porque nadie tiene una varita mágica para solucionar un entuerto económico que trasciende fronteras, lo que alimenta el malestiar social. Si la cohabitación entre las partes se hace imposible, puede haber serios problemas, sobre todo uno: un liberal asustado se convierte, inevitablemente, en un fascista. No es pesimismo, es política de manual, ese mismo que muchos de nuestros insignes estadistas deberían repasar de vez en cuando.

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