domingo, 18 de septiembre de 2011

Follow the leader

Hay una profesión que se ha reproducido cual champiñones en los últimos tiempos. Me refiero a esos hombres y mujeres llamados coaches (en castizo, "entrenadores") que se dedican a formar personas, lidiar con los problemas de las empresas que atañen directamente a las relaciones entre trabajadores y, sobre todo, crear líderes. El coach es una figura que triunfa allende los mares (en Estados Unidos hay un coach para todo, incluido garantizar el equilibrio emocional de famosos y famosillos) y que entronca con figuras tan lustrosas como el psicoanalista argentino. Una de las diferencias fundamentales entre ambos es que al psicoanalista se le supone una formación universitaria acorde con su profesión mientras el coach no se sabe bien de dónde viene. Hace unos meses leí la historia de una norteamericana que empezó a hacerse conocida por dar sabios consejos a sus amigos. Tampoco es que la mujer tuviera una preparación específica, pero sí un sentido común a prueba de bombas y una intuición que ni Ms Marple. Tanto creció su fama que, en la actualidad, la "sabia" ejerce de consejera de cabecera de artistas de postín y cobra una pasta gansa. Mira tú qué suerte.
Pero lo que me llama más la atención, con la que está cayendo, es que las empresas den lo mejor de sí mismas para encontrar líder y tan poco para buscar la base que lo sostenga. Esto es como el chiste de los remeros, con un solo remero impulsando la barca donde viajan todos sus jefes ocupados en debates absurdos. Si de lo que se trata es que el barco navegue, no sé cómo lo van a conseguir llenándolo de próceres a quien no sigue nadie. Porque, fundamentalmente, un líder lo es tanto por su capacidad para dirigir equipos y tomar decisiones como por tener un equipo sobre el que ejercer su trabajo. Es decir, que no hay líder sin seguidores.
En este afán por formar cabezas sabias se están destinando tiempo y recursos a personas cuyas capacidades para el liderazgo son, como poco, cuestionables. Gentes sustentadas en bases emocionales y profesionales endelebles cuya especialidad, con el tiempo, es crear problemas en lugar de solucionarlos. Hace unos años conocí a una persona con un enchufe tan grande como su mínima cultura. Se jactaba de haber llegado a lo más alto (o lo que creía que era lo más alto) sin haber leído jamás un libro por placer, salvo ciertos manuales de autoayuda y algunos volúmenes más que educaban para tener el carisma que la naturaleza le había negado. Dicho "ser" carecía de empatía y tomaba decisiones basadas en conversaciones intrascendentes ajenas a su profesión. Algo así como si se dejara llevar por los designios del tarot o la posición de las estrellas. Que yo sepa, ahí sigue, destruyendo carreras profesionales y convirtiendo en boñiga todo lo que toca. Con un par... de coaches.
Desconfío mucho de los líderes formados para serlo por designios del altísimo. Creo que hay gente que tiene las capacidades, las oportunidades y el carisma imprescindible para dirigir con tiento y fortuna. Pero no abundan. De hecho, si extrapolamos el concepto más allá de las empresas, tampoco es sencillo hallar líderes de opinión o incluso líderes políticos de relumbrón, lo que nos lleva a dudar de los miles que pululan por el universo laboral. Imaginemos las pandillas que tenemos de niños: un grupo en el que todos ejerzan de líder es imposible que sobreviva, sobre todo porque las peleas por llevar razón y ocupar el puesto de jefe destruirían el equilibrio natural de esta minisociedad.
No creo en el liderazgo como un fin sino como un medio para lograr el progreso y el equilibrio. Opino que la formación y educación fundamental debería incidir en el hecho de hacer bien nuestro trabajo y, sobre todo, cuidar la vida privada y darle la importancia que merece para lidiar con estrés y abusos varios. Los líderes de pies de barro están predestinados a relacionarse bajo la violencia y la amenaza, cualquiera que sea el ámbito en el que se mueven. Y es que uno tiene que estar muy seguro de sí mismo para ocupar ciertas posiciones. No se puede jugar al ajedrez sin saber mover los peones. La inseguridad, la falta de confianza en uno mismo y en los demás, los traumas y la desconexión emocional producen muchos monstruos y aún más víctimas. Una pena.

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