Dicen por ahí que a los españoles nos encanta el morbo.
Sinceramente, no creo que más que a un inglés, por poner un ejemplo de un
pueblo que se proclama fan de la prensa sensacionalista y los reality. Nos gusta el morbo porque es una oportunidad
de regodearnos en ciertos instintos primarios de los que no podemos alardear en
público durante nuestra vida cotidiana, no vaya a ser que la gente “normal” nos
asocie con filias muy poco correctas.
Pero también está el hecho de que uno lo pasa un poco mejor
sabiendo que lo peor le ocurre al de al lado. Es algo así como darse cuenta de
que, al final, no estamos tan mal como creemos y que hay otros más maltratados
por la vida que uno mismo. Y si el acontecimiento del que se habla encierra
alguno de los pecados capitales (¡ay, la lujuria!) mejor que mejor. Dónde va a
parar.
Estos días hemos estado dándole vueltas al tema del
asesinato de Asunta, esa niña de Santiago de Compostela cuyo cuerpo apareció
tirado en una cuneta de la aldea de Teo. La mezcla entre narcóticos, adolescencia,
madre con trastorno emocional, padre de comportamientos extraños, cuerdas,
mentiras y cintas de vídeo es letal de por sí. Si a ello le añadimos que el
suceso tuvo lugar en una ciudad pequeña (en Santiago todos se conocen salvo la
población flotante formada por peregrinos y estudiantes que vienen y van), ya
tenemos el morbo servido: en un lugar donde todos son prácticamente parientes
lejanos, hasta el tonto del pueblo tiene su teoría basada en hechos verídicos y
avistamientos de presuntos culpables en comisión de presuntos delitos.
Es lógico que los medios, por tanto, hayan basado gran parte
de su tiempo y esfuerzo en cubrir un suceso tan goloso, con una salvedad muy
peliaguda en estos casos: si el pueblo condena, lo de presunto sobra. No sé por
qué, este tifón de comentarios y sospechas me recuerda a aquel sonado caso de
Rocío Wanninkhof, donde la primero condenada y después absuelta, Dolores
Vázquez, todavía sigue penando el estigma público de ser inocente en la
práctica pero culpable en la calle. De poco sirve que haya otro condenado, de
que la justicia haya reconocido su equivocación al encarcelarla y de que el
asunto haya quedado cerrado: si la familia de la víctima tiene dudas y en la
memoria popular ha arraigado el tema de sexo, celos y venganza, poco puede
hacer Dolores para granjearse el cariño popular, salvo volar bien lejos y borrar
huellas, con perdón.
En el caso de Asunta, desconozco cómo se resolverá el
asunto, pero está claro que nosotros hemos encontrado nuestros culpables,
nuestras razones y nuestros hechos verídicos con la inestimable colaboración de
los medios, que nos han dirigido convenientemente hacia allá donde más morbo
había y más rentabilidad se podía sacar del asunto. Da igual que para ello se
basaran en mentiras manifiestas, como esa supuesta herencia recibida por la
niña que, al no figurar en testamento alguno, se transformó, muy
convenientemente por cierto, en donación en vida. Y cuando tampoco hubo rastro
de esto último, llegó el tema de los narcóticos y la comida para que nos
olvidáramos de que nos habían cascado trola tras trola (otra buena: que la
madre de la niña también fue adoptada, lo que “implica” cierto desarraigo
familiar y que por ello tal vez, solo tal vez, mató a sus padres, abuelos de la
finada). Un no parar.
A todo esto, las televisiones han sacado una estupenda
rentabilidad al tema como ya lo hicieron con el caso Bretón y varios antes que
él. Para aquel que no estuviera obnubilado con el pechamen de Emma García,
resultaba hasta emocionante contar los anuncios que se sucedían en los
intermedios de los especiales que las distintas cadenas dedicaron y aún dedican
al tema, una entrada de fondos que no se produjo, por ejemplo, con el tema de
Bárcenas y sus chanchullos, en tanto en cuanto cierta publicidad también
entiende de política. Semejante fin económico justifica, más en tiempos de
crisis, la poca ética de las tretas empleadas para alcanzarlo. Da igual que la
mayoría de las aseveraciones se basaran en rumores y en dudas muy poco
“racionales”: todo vale si la bossa suona, como dice el proverbio catalán.
Nos gusta el morbo, pero también somos muy laxos a la hora
de permitir las mentiras y las exageraciones que lo alimentan. Ésa es una de
nuestras debilidades, la que que nos convierte en espectadores manipulables y
en jueces sin toga, pero también, y aunque suene patético, la que nos
desestresa y nos proporciona alivio en las desdichas cotidianas. Supongo que es
el precio que debemos pagar (algunos de muy buen grado) por ser animales
“inteligentes”.
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