Nunca me ha caído mal el hombre del saco. Tal vez porque
tiendo a empatizar con todo aquel que realiza trabajos que conllevan un
esfuerzo físico (menos Papá Noel, quizás porque llega en Navidades y la menda
es tan Grinch como grunge). Sin embargo, respeto el que generaciones de niños
se hayan educado a la sombra de la amenaza del hombre malo que te raptará y te
hará toda clase de perrerías si no comes las verduras o ves demasiada tele.
Hoy, el hombre del saco es el ministro Wert, ese ser humano
que decide sobre la educación de nuestros más tiernos infantes e, incluso, de
los que ya no lo son. Wert no es nada más que otro encargado de plasmar en ley
el adoctrinamiento a las nuevas generaciones, siguiendo esa costumbre tan
nuestra de que, cada vez que un partido político llega al poder, se dedica con
acción y devoción a desmantelar todo lo que ha hecho el anterior en materia
educativa. Así, bajo el imperio del “y yo más”, desde los años 80 nos hemos ido
cargando, sin prisa pero sin pausa y, sobre todo, sin remordimientos, el nivel
educativo de este país.
Y la culpa los tienen tanto los de un signo como los del
otro, los de izquierdas y los de derechas, aunque en estos últimos sería mucho
más comprensible semejante actitud: cuanta mayor educación y acceso a la cultura
tengan nuestras huestes, mayor la posibilidad de que lleguen a pensar por sí
mismos y se empeñen en llevar la contraria. La derecha, cuya característica
principal es moverse como un solo hombre y no discutir los dictados del líder
en la medida de lo posible, se retroalimenta de una base educativa que estudia
pero no aprende, además de un lecho de colegios privados, acomodados en, más
que formar, formalizar la ideología de las criaturas conservadoras.
A Wert se le achaca el hacer una ley para privilegiados y
que, encima, resucita varias de las rémoras del franquismo. Nada que no se le
suponga a un gobierno como el que nos adorna, incapaz de plegarse al derecho de
la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y escasamente afecto a reconocer
errores o promover la diversidad o la tolerancia. Recordemos que desde que
Rajoy está en el poder contamos con un 13% más de ricos en un país que sangra
por los cuatro costados. Así, sin mover el gesto, esta panda de privilegiados
se está cargando a la clase media, de tal forma que mientras América se
europeíza (digno de estudio ese fulgurante aumento de la clase media en países
donde prácticamente no existía), España se bananiza, convirtiéndose en una
nación de pesadilla.
Lógicamente, ante semejante panorama yermo de ideas y
celebraciones, la educación solo es otro instrumento para aumentar los niveles
de banalización y vulgaridad de una población que cada vez molesta más a unos
pocos. La cultura siempre ha sido un arma de doble filo porque transmite
conocimientos, planta dudas y germina preguntas. Y, eso, amigos, no es de
recibo.
Con Montoro enfrentado al cine y Wert contra todos, este dúo
dinámico del Coco y el hombre del saco se enrocan en razones que se volverán
papel mojado en cuanto haya otra alternativa ideológica en el gobierno. Como
elefantes en cacharrería, los siguientes vendrán, asolarán y reconstruirán, sin
aprender nada de su propia historia porque aquí, como en las peleas de bar, hay
que demostrar que uno es el mejor a golpes. Sobre todo a golpes. Y el problema
no es quién es el más guapo o el más feo, el que educa en la supuesta libertad
o en el burdo sometimiento sino que ninguno parece jamás preocupado en
construir lo evidente: enseñar a los alumnos, no el catecismo de turno
aplicado a la historia, la filosofía o
las matemáticas, sino a pensar. Algo tan simple pero a la vez tan complicado,
porque implica que la persona enseñada se haga preguntas y llegue a
conclusiones. En un mundo feliz, sería irrelevante que un estudiante se gastara
los codos aprendiendo de memoria hechos que no entiende ni le importan con tal
de alcanzar una beca inalcanzable: lo verdaderamente transcendental sería que
se mismo individuo supiera dar respuesta a las preguntas que mantienen la
precaria dignidad de otra profesión traumatizada como es el periodismo: quién,
dónde, cómo, cuándo y por qué. Estimular la capacidad de análisis y el discernimiento
es aupar la sabiduría, ergo cuanto más tontos más manejables.
Siempre pensé que si alguna vez alguien se hacía preguntas
leyendo una entrada de este blog, me daba por servida. Vamos, que podía dormir
tranquila y dedicarme a pensar en cosas tan transcendentales como a qué huelen
las nubes o por qué a los hombres les gusta tanto tocarse los huevos viendo la tele.
Pensamientos únicos, vive Dios.
Respecto a Wert, como le diría un oficial a un subordinado,
solo añadiría una cosa: váyase usted a la porra.
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