viernes, 25 de octubre de 2013

Lo público se defiende


Cada vez que visito un país intento que la gente me hable del funcionamiento de los servicios públicos, su sistema político o su devenir económico. Es un defecto que me viene de serie, qué se le va a hacer.  Imposible que yo me quede mirando al mar o contemplando una palmera cuando puedo sumergirme en el noticiero de turno o darle la plasta a algún lugareño al que acabo de conocer y que tardará bien poco en buscar una vía de escape.
Recientemente he tenido la suerte de ir a Isla Mauricio (si podéis, coged un avión y plantaros allí porque es un sitio precioso) y he descubierto un país con un sistema muy anclado. Las elecciones legislativas se suceden cada cinco años y, normalmente, la alternancia se produce entre los dos grandes partidos: los liberales, que ahora mismo ocupan el gobierno, y los socialistas. Lógicamente, ambos rodeados de pequeños grupos que ejercen de partidos políticos aunque sin posibilidades reales de hincarle el diente al gobierno. Además, la salud y la educación son gratis. Y ahí es donde viene lo mejor: imposible explicarle a un mauriciense que España, ese país tan evolucionado y simpático, ve peligrar su sanidad y educación públicas por culpa de la mala gestión y la avaricia de una clase encumbrada por sus deméritos. Simplemente, no lo entiende.
Lo que para ellos es sagrado se ha convertido, en este ya no tercer mundo sino cuarto donde nos han sumergido nuestros ineptos gobernantes, en modelo de cambio o arma arrojadiza (cuando no amenazante) o ambas cosas. Ayer mismo salíamos a la calle desgañitándonos para defender la educación pública, pero a estos ínclitos señores del PP, sencillamente, les da igual. No se les va a mover un pelo del flequillo aunque nos cortemos las venas en masa delante del ministerio de turno. Están vacunados contra las emociones ajenas, algo muy fácil cuando solo se persigue el bien propio y el resto ejercemos de cómodo sostenes de poltronas.
Tanto ensañamiento resulta preocupante porque ataca a la línea de flotación de un país, las bases sobre las que se han construido los Estados modernos, y aniquila de un plumazo derechos esenciales que nos ha costado generaciones alcanzar y que, muy probablemente, tardaremos décadas en recuperar si es que alguna vez lo logramos. El enemigo estaba ahí, atrincherado en su cueva velando sus tesoros mientras nosotros nos creíamos a salvo, con nuestras fiestas, nuestras becas y nuestra cositas.
Nos han timado por encima de nuestras posibilidades. Y ahora mismo nos están, ya no ninguneando, sino maltratando. Nos maltratan cuando nos desprecian, cuando nos echan la culpa de que la Marca España se parezca más a la marca blanca de un poblado chabolista que de un país avanzado, cuando nos recortan y nos ahogan porque, al parecer, les hemos provocado con nuestros excesos: esos deseos estúpidos de tener una casa donde vivir, un médico que cuide nuestra salud o una educación para nuestros hijos que les convierta en seres humanos y no en una mera mercancía migratoria. Deseos amparados en una Constitución que algunos insisten en pasarse por el arco del triunfo.
Ya he dicho en más de una ocasión que este sistema de las mareas ciudadanas no me convence en absoluto: la división nunca es buena y cuando distintos grupos luchan por separado en aras de un fin convergente se hacen un flaco favor a ellos mismos. Sin embargo, me resulta difícil no ilusionarme cuando veo a la gente en la calle, con ganas de pelea, defendiendo lo que es suyo, lo que es nuestro. Y resulta frustrante que luego nos traten a todos como niños traviesos víctimas de rabietas irracionales. No ha lugar.
Pero lo peor llega cuando al día siguiente observas el pírrico espacio de estos alardes sociales en los medios o echas un vistazo a los últimos sondeos de intención de voto y compruebas que el PP continúa invicto. Por la mínima, pero invicto. Nosotros, los de la Europa de la cultura, la historia, la cuna de las revoluciones sociales, sometidos y rematados por unos políticos infames. Que alguien me diga cómo le explico todo esto a un mauriciense.


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