Cada vez que visito un país
intento que la gente me hable del funcionamiento de los servicios públicos, su
sistema político o su devenir económico. Es un defecto que me viene de serie,
qué se le va a hacer. Imposible que yo
me quede mirando al mar o contemplando una palmera cuando puedo sumergirme en
el noticiero de turno o darle la plasta a algún lugareño al que acabo de
conocer y que tardará bien poco en buscar una vía de escape.
Recientemente he tenido la
suerte de ir a Isla Mauricio (si podéis, coged un avión y plantaros allí porque
es un sitio precioso) y he descubierto un país con un sistema muy anclado. Las
elecciones legislativas se suceden cada cinco años y, normalmente, la
alternancia se produce entre los dos grandes partidos: los liberales, que ahora
mismo ocupan el gobierno, y los socialistas. Lógicamente, ambos rodeados de
pequeños grupos que ejercen de partidos políticos aunque sin posibilidades
reales de hincarle el diente al gobierno. Además, la salud y la educación son
gratis. Y ahí es donde viene lo mejor: imposible explicarle a un mauriciense que
España, ese país tan evolucionado y simpático, ve peligrar su sanidad y
educación públicas por culpa de la mala gestión y la avaricia de una clase
encumbrada por sus deméritos. Simplemente, no lo entiende.
Lo que para ellos es sagrado
se ha convertido, en este ya no tercer mundo sino cuarto donde nos han
sumergido nuestros ineptos gobernantes, en modelo de cambio o arma arrojadiza
(cuando no amenazante) o ambas cosas. Ayer mismo salíamos a la calle desgañitándonos
para defender la educación pública, pero a estos ínclitos señores del PP,
sencillamente, les da igual. No se les va a mover un pelo del flequillo aunque
nos cortemos las venas en masa delante del ministerio de turno. Están vacunados
contra las emociones ajenas, algo muy fácil cuando solo se persigue el bien
propio y el resto ejercemos de cómodo sostenes de poltronas.
Tanto ensañamiento resulta
preocupante porque ataca a la línea de flotación de un país, las bases sobre
las que se han construido los Estados modernos, y aniquila de un plumazo
derechos esenciales que nos ha costado generaciones alcanzar y que, muy
probablemente, tardaremos décadas en recuperar si es que alguna vez lo
logramos. El enemigo estaba ahí, atrincherado en su cueva velando sus tesoros
mientras nosotros nos creíamos a salvo, con nuestras fiestas, nuestras becas y
nuestra cositas.
Nos han timado por encima de
nuestras posibilidades. Y ahora mismo nos están, ya no ninguneando, sino
maltratando. Nos maltratan cuando nos desprecian, cuando nos echan la culpa de
que la Marca España se parezca más a la marca blanca de un poblado chabolista
que de un país avanzado, cuando nos recortan y nos ahogan porque, al parecer,
les hemos provocado con nuestros excesos: esos deseos estúpidos de tener una
casa donde vivir, un médico que cuide nuestra salud o una educación para
nuestros hijos que les convierta en seres humanos y no en una mera mercancía
migratoria. Deseos amparados en una Constitución que algunos insisten en
pasarse por el arco del triunfo.
Ya he dicho en más de una
ocasión que este sistema de las mareas ciudadanas no me convence en absoluto:
la división nunca es buena y cuando distintos grupos luchan por separado en
aras de un fin convergente se hacen un flaco favor a ellos mismos. Sin embargo,
me resulta difícil no ilusionarme cuando veo a la gente en la calle, con ganas
de pelea, defendiendo lo que es suyo, lo que es nuestro. Y resulta frustrante
que luego nos traten a todos como niños traviesos víctimas de rabietas irracionales.
No ha lugar.
Pero lo peor llega cuando al
día siguiente observas el pírrico espacio de estos alardes sociales en los
medios o echas un vistazo a los últimos sondeos de intención de voto y
compruebas que el PP continúa invicto. Por la mínima, pero invicto. Nosotros,
los de la Europa de la cultura, la historia, la cuna de las revoluciones
sociales, sometidos y rematados por unos políticos infames. Que alguien me diga
cómo le explico todo esto a un mauriciense.
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