domingo, 13 de octubre de 2013

El cadáver de mi enemigo

España es un curioso país de mareas. Y no me refiero a las marítimas. Estoy convencida de que, en cuanto los sociólogos tengan fondos para investigar, estudiarán y no pararán el fenómeno de las distintas mareas (verde, blanca etc), grupos profesionales que periódicamente salen a la calle en nuestro país, casi siempre de forma exclusivamente gremial e independiente, para reivindicar objetivos que redundan en un fin común. Es curioso contemplar el interés que ponemos en dedicarnos con exaltación y pasión no contenida a las partes olvidándonos del todo. Pero como de eso ya hablé en otra entrada, voy a cortarme un pelo, no vaya a ser que yo también me maree.
Una de las mareas, la blanca, la que representa a los profesionales de la Sanidad pública, está estos días de enhorabuena: esa criatura indescriptible, Juan José Güemes, otrora Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, se ha visto obligado a presentar su dimisión como consejero de Zinkia, la productora que está detrás del simpático personaje Pocoyó que tantas horas de diversión ha dado a nuestros tiernos infantes y a sus padres. Sí, los mismos que el 24 saldrán a la calle en forma de marea verde para protestar por el deterioro de la Educación Pública.
Pero, a lo que iba. El hombre del flequillo irredento, el tal Güemes, siempre me ha parecido un tonto útil (perdón por lo de útil). Primero se convirtió en brazo ejecutor de una Esperanza Aguirre que no se moja ni con un calabobos; entre medias ejerció de cachorro de la familia Fabra como esposo de la hija del gran supuesto corrupto, y ahora dimite del consejo de administración de Zinkia justo cuando la CNMV cuestiona la emisión de bonos por parte de la empresa. Nuevamente, el nombre de Güemes camina parejo del chanchullo, del supuesto delito y la controvertida malversación.
Al margen de que Güemes sea un individuo de cuidado, instrumento de la inteligencia artificial más corrupta de nuestro país, lo cierto es que la marea blanca de la Sanidad tiene que estar con un subidón envidiable, en tanto en cuanto vivimos en la penuria en la que vivimos debido a la pseudogestión de pájaros como éste. No hay mayor placer para el ser humano, dolido y vapuleado, que ver pasar por la puerta el cadáver de tu enemigo, más cuando éste cuenta aún con varias causas jurídicas pendientes.
En este blog me he dedicado con entusiasmo a intentar borrar la mala prensa que tienen emociones como el llanto, el rencor o la venganza. De hecho, no hay nada que me causa más repelús que esa obligación cristiana de poner la otra mejilla a cambio de recompensas abstractas (nunca concretas). Uno puede perdonar a quien quiere y ama, poner la otra mejilla, el riñón o el pie derecho, pero que nadie me venga con historias de redención ante personajes que, al margen del dolor y la desazón que ocasionan, no alimentan ninguna ligazón de tipo emocional con su víctima. O, si la disfrutaron alguna vez, se han encargado ellos solitos de destruirla.  Con alevosía y "diurnidad".
Tengo una amiga que dice que, hasta el momento presente, siempre ha visto pasar el cadáver de su enemigo, y me pide que tenga paciencia para esperar que mi ídem pase por la puerta de cuerpo presente. Obviamente, siempre en sentido figurado, porque este cadáver del enemigo no es más que el sufrimiento de aquellos que nos han hecho sufrir. Y, a poder ser, ejecutado donde más les duele.
Tal vez semejante deseo tenga poco de cristiano, pero sí mucho de humano. Ya he comentado más de una vez que no me parece correcto insistir en soterrar emociones que nos son propias y nos hacen lo que somos. De hecho, estoy convencida que reconocer el rencor, el miedo, los deseos de venganza y el dolor nos impulsa a evolucionar y a estar en paz con nosotros mismos, mucho más que mutar en humanoides programados para desear el bien ajeno y la paz en el mundo mientras el rencor centrifuga en el núcleo de nuestro hígado. No ha lugar.
Por ello entiendo que resulta gratificante ver que quien hizo pedacitos tu vida pague su culpas aunque sea gracias a la intervención de otros. Bastante más relevante que un café con leche en la Plaza Mayor de Madrid (Botella dixit) resulta comprobar que aquellos que se dedicaron a destrozar la reputación o la vida ajena se ven obligados ahora a morder el polvo de forma humillante. Y sé lo que me digo, porque me muevo en un mundo profesional donde ciertos personajillos son capaces de acometer los peores ataques para preservar su estatus, quizás porque en el fondo saben que sin él, sin un puesto o una ubicación que les viene grande, no son nada.
Debido a todo esto, es lógico que se nos ponga media sonrisa en la cara cuando aquellos que nos perjudicaron resultan hoy y a su vez perjudicados. A niveles estratosféricos me refiero a quienes se esmeraron y aún se esmeran en convertir nuestro estado de bienestar en un desierto de arena donde nunca volverá a brotar el agua; a nivel privado, a todos aquellos que, dejándose arrastrar por la comodidad o el beneficio propio, no dudaron en lapidarnos en la plaza del pueblo virtual en la que todos nos vemos obligados a exponernos de vez en cuando.
Por mi parte, reconozco que, con paciencia, algún cadáver he visto pasar, lo que me ha supuesto una gratificación que, aunque efímera, se parecía mucho a la justicia. Ahora mismo me quedan dos difuntos  a los que estoy deseando contemplar dando el paseíllo.  Si no es mucho pedir, sería una maravillosa vuelta del destino que fueran de la mano. Y no me siento mala persona por guardar el champán en esa nevera que todos, de un tamaño u otro, preservamos dentro. La escarcha desaparecerá cuando, por fin, se abra la puerta. A la espera estoy. Y convencida de que no soy la única.


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