viernes, 27 de mayo de 2011

Piropea, que algo queda

La debacle de la construcción ha afectado muy profundamente a la autoestima femenina. Desde que los andamios no se reproducen como champiñones por nuestros pueblos y ciudades, se han dejado oír los característicos requiebros, tonadas y silbidos varios ante el paso de alguna jamelga.
Y eso duele, amigos. El arte del piropo, tan mimado durante generaciones por los trabajadores del ladrillo, amenaza con convertirse en una lengua muerta. Una  suerte de sánscrito que solo se estudiará en los masters avanzados de hostelería y en alguna clase extra (si el programa lo permite) de aparejador y maestro de obra.
Corren muy malos tiempos para la lírica. Antes parecía que a cada obrero se le obligaba mediante contrato a improvisar una media de diez o doce piropos al día. Hoy no contamos con apenas albañiles a disposición del público femenino, ergo los piropos corren un serio peligro de extinción. Una pena. O no, porque a mí esto de que alguien te grite groserías al oído cuando estás a tus cosas, me parece de fatal educación y muy mal gusto. Vale que a veces te sueltan palabras amables, pero lo soez es demasiado común como para pasarlo por alto. Además, que el halago venga de una persona a quien no conoces a mí, personalmente, me toca un pie. Si un amigo te dice lo guapa que estás, te levanta el día; si un desconocido que pasaba por allí se deshace en elogios sobre tu culo, para mí es lo mismo que si me dice que tengo unos intestinos muy lustrosos: una estupidez. Puede pensar lo que quiera sobre mi culo, pero casi mejor que se lo guarde para sí mismo y sus momentos a solas. Momentos de reflexión, obviamente.
En resumen, que yo no soy muy fan del requiebro. Me produce una mezcla de pudor y cabreo difícil de definir. Insisto en que si alguien a quien conoces y aprecias se declara admirador de tu inteligencia, ojos, manera de conducir o forma de escribir es maravilloso. Cuando lo hace un desconocido se me queda cara de “no sé cómo reaccionar; lo pienso y, si eso, vuelvo” en el caso de que las palabras sean agradables y de “ojalá alguien tenga la habilidad de meterte el martillo pilón por donde yo me sé” cuando rozan lo vomitivo o al interfecto le da el ataque pasional e invade tu espacio e incluso -el colmo de los desatinos- te toca.
Pero todo ello no me impide reconocer que la coquetería femenina se ha resentido enormemente con esta carencia de machos dispuestos a hacer poesía de la buena con la palabra tetas. Así que, en un alarde de solidaridad de género sin precedentes, animaría a las nuevas generaciones a que se eduquen en el vocabulario galante. Y extendería la petición a colectivos muy poco duchos en estos asuntos. Por ejemplo, no me imagino al gremio de los jueces o, ya desvariando, el de los asesinos a sueldos, soltando florituras: “señorita, tiene usted unos ojos que son dos luceros; lástima que esté a punto de introducirle una bala entre ese par de estrellas que la adornan”. Poético, pero patético. Aunque, bueno, todo sería acostumbrarse…


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