miércoles, 8 de junio de 2011

A dieta

Para empezar tengo que decir que no conozco a nadie que se sienta al 100% feliz con su cuerpo. Incluso pienso que nos gustan más los cuerpos ajenos que los propios y que, por supuesto, les vemos muchos menos defectos. Según esta extravagante regla, nos juzgamos a nosotros mismos conforme a la opinión que creemos atisbar en los ojos de los demás, opinión que, muchas veces, ni es la correcta ni se le parece.
El resultado de todo ello es que no nos sentimos cómodos y siempre consideramos que hay algo de nuestra anatomía que se puede mejorar o, directamente, cambiar. Ahí es donde entran en juego nuestras amigas las dietas. Vaya por delante que yo no soy muy partidaria de los regímenes a saco: creo que uno obtiene mayores beneficios practicando deporte y comiendo con moderación. Y ni el deporte ni la moderación tienen que ser genéricos; todo quisque necesita ejercitar la ley acierto-error hasta encontrar la combinación adecuada.
Lo que personalmente asumo es que nadie puede ser algo que no es. Yo, por mucho que lo intente, no conseguiría jamás mutar en Jennifer Aniston (tampoco lo pretendo). Para empezar, no tengo su presión mediática, ni su cuenta corriente para dilapidarla en retoques varios, ni puedo contratar un cocinero que me haga unos menús que me dejen como una mantis ni mucho menos un entranador personal cachas y pintón. Y, por supuesto, a mí Brad Pitt no me miraría a la cara (ni al culo) aunque fuésemos los dos únicos pasajeros en un autobús cruzando la Patagonia. Hay que ser realistas.
Me decían el otro día que estaba muy de moda la dieta Dukan. Mi ignorancia en este tema es supina y quiero seguir viviendo en ella. No sé ni de qué va, ni cuáles son sus efectos, ni su manera de actuar; de hecho, como diría Merkel, me importa un pepino. Nos han publicitado tantas y tan variadas (la dieta disociada, la de la alcachofa, la proteíca...) que ya me parecen todas iguales. Lo único que saco en claro de todo este batiburrillo es que a veces nos ponemos a dieta por pura insatisfacción, porque no podemos más con la vida. Es una mezcla entre autoflagelación y subidón en la que manda mucho la convicción autoimpuesta de que una cintura más fina conseguirá que levantemos pasiones. Nosotros, que bastante tenemos con levantarnos de la cama cada mañana...
Nadie puede evitar que, en determinados momentos de la vida y por motivos de salud, nuestra alimentación se vea sometida a un estricto régimen. Pero la mayor parte del tiempo hacemos lo mismo solo porque nuestro subconsciente lo considera una obligación para ser aceptados en sociedad. Creemos que debemos tener los cuerpos que vemos en los medios y que algunos de sus popes, con bastante mala leche por cierto, nos obligan a admirar. Sin embargo, luego nos paseamos por playas y piscinas y comprobamos que nosotros no somos perfectos, pero el de al lado menos. ¿Y para eso tanto penar en este vía crucis delante de pastelerías y colmados?
El cuerpo humano está desaprovechado. Genéticamente ha sido programado para llevar una vida activa y ahí lo tenemos, vegetando y experimentando alegrías cada dos años como mucho, cuando sobreviene ese día tonto en el que nuestra conciencia nos obliga a utilizar las escaleras en lugar del ascensor. Contaba Guillermo Fesser en su libro, A cien millas de Manhattan, la anécdota de un equipo de atletismo estadounidense cuyo entrenador descubrió que alcanzaban mejores marcas cuando corrían descalzos. Sin artificios ni colorantes. Solo por el placer de correr. Tenemos pies y piernas para batir records (y no me refiero al número de veces que somos capaces de cruzarlas y descruzarlas por minuto). Saquémosles partido y nos sentiremos mejor: liberaremos endorfinas para que, de paso, nuestra silueta lo agradezca.
El que disfrute con el autosacrificio dietético por motivos al margen de los estrictamente saludables, allá él. Personalmente, pienso que sabemos perfectamente lo que nos sienta bien y lo que no, lo que supone un exceso y un defecto. La virtud, como todo, está en el equilibrio, no en la tiranía de los extraños.


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