lunes, 16 de abril de 2012

Tomar partido

Hace unos días, una persona me contaba los problemas que tenía con otra. He de decir que ambas me caen muy bien, con las dos me iría a tomar unas cervezas y, muy probablemente, me lo pasaría en grande. Pero oyendo la desazón, el sentimiento de decepción, de deslealtad y la tristeza de la primera, no pude evitar decirle, en un momento de la charla: "Yo estoy al cien por cien de tu lado". Es verdad. No solo porque empatizo con su situación, sino porque creo que hacer daño a quien solo ha querido tu bien me parece la forma más extrema de cobardía. Sé que si tengo que elegir, elegiré, y que si me encuentro con la segunda persona, no tendré ninguna duda a la hora de hacerle ver de qué parte está mi lealtad. Y no únicamente porque sienta que aquí hay un bando agraviado y otro que no soporta que la vida le ponga en la tesitura de madurar y elegir, sino porque creo, firmemente y de corazón, que hay momentos en los que debemos tomar partido. Y que también hay personas que lo merecen: si ponemos lo que ellas nos han aportado a nuestra vida, lo que nos han dado, en una balanza y lo pesamos junto con lo que otros han hecho por nosotros, no hay color. Simplemente por puro egoísmo humano deberíamos ser capaces de escoger, pero muchas veces preferimos echarlo a suertes o movernos en ese repugnante pantano de la tibieza, algo que no entiendo, ya que me parece absurdo, cobarde y, sobre todo, inútil.
En la promoción de una serie que se emite actualmente en televisión podemos escuchar algo así como que "la lealtad tarda años en construirse y solo unos segundos en ser destruida". No puedo estar más de acuerdo. Pero lo más curioso no es que este asunto nos toque un pie, sino que nos pasamos la vida tomando partido y, a la hora de la verdad, cuando realmente importa, nos retiramos con el rabo entre las piernas, buscando pastos más verdes donde sembrar nuestras afinidades. Que conste que utilizo el plural casi por exigencias del discurso y en aras de la elegancia: en realidad me estoy refiriendo a una minoría muy concreta de individuos a quienes no entiendo ni, mucho menos, alcanzo a justificar. Y espero no tener que justificar jamás.
Decía, en fin, que tomamos partido de continuo: por un club de fútbol, por unas ideas políticas, por un género literario o cinematográfico, por un país... Incluso por nuestros padres y nuestros hijos. Hay cosas que nos gustan más y cosas que nos gustan menos, igual que también hay personas que nos agradan mucho o nada. Lo que ocurre es que nuestro club de fútbol no va a sufrir lo más mínimo porque dudemos de nuestros afectos o nos entreguemos, de corazón y con sudor, al equipo del enemigo. Del mismo modo,  nuestros padres nos van a querer igual si le damos la razón solo a uno de ellos o le demostramos mayor sensibilidad. Sin embargo, un amigo, alguien muy cercano en los afectos, lo puede pasar realmente mal con vaivenes no justificados, medias tintas y mediocridades que sacamos a relucir en cuanto nos entran esos ataques de inmadurez supina.
Hay otra cosa peor que no tomar partido cuando, por conciencia, deberíamos hacerlo: hacer creer a alguien que sí sabiendo que en realidad no tenemos la más mínima intención de decantarnos. Se trata de un engaño estúpido y muy poco hábil, indigno de alguien con un mínimo de inteligencia. Pero así somos los seres humanos, veleidosos y peligrosos, hombres y mujeres que no tenemos demasiado reparo a la hora de perjudicar la salud emocional del contrario si con ello creemos que sacamos beneficio. Si eso no es tan insensato como egoísta, que venga Yoda y nos eche un bonito discurso de los suyos sobre la fuerza, la ira y el lado oscuro.
Entiendo que las cosas no siempre son blancas, ni negras, y que hay que contemplar los matices. Pero uno sabe perfectamente con qué piezas del ajedrez quiere jugar y si su propósito es defender al rey o conseguir que abdique. Otra cosa es que intente no tomar decisión alguna esperando que el tiempo y otros se decanten por él y le hagan el trabajo que él considera sucio pero que, a mí entender, es el más honrado y sincero posible. Quizás entonces, se de cuenta de que ha perdido la partida, que su rey se ha ido de cacería dejándole con el culo al aire y la escopeta apuntando justo donde amargan los pepinos. Y seguro, seguro, que, más pronto que tarde, alguien aprieta el gatillo.

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