martes, 9 de abril de 2013

El hombre que susurraba a los indignados

2013 se está destapando con un año arisco e inclemente. No ya por su condición de número antipático para los que gustan de tocar madera y hacer maniobras extrañas con el salero, sino porque se está llevando a demasiados rostros famosos, algunos de ellos muy presentes en nuestras retinas.
Hoy le ha tocado a José Luis Sampedro. Bueno, hoy no, porque el escritor y humanista falleció el domingo y, siguiendo la línea de discreción con la que dibujó su vida, no ha sido hasta esta mañana que nos hemos enterado del óbito. Se ha ido un gran hombre, y no lo digo por su altura física, que también, sino porque era una de esas rara avis sin miedo, capaz de decir las cosas claritas y a la cara mientras vivía la vida que le daba la gana. Tal vez el secreto de la felicidad (aunque sea breve) se esconda en sus palabras.
Me resulta paradójico que Sampedro, después de noventa y tantos años de experiencias documentadas, haya empezado a formar parte del santoral de las nuevas generaciones gracias a su apoyo incondicional al movimiento 15M. En aquellos días de ideas y acampadas, Sampedro dio una lección de política y sociedad, tan dura como fácil de asimilar, y que ha servido para organizar los parámetros de las teorías nacidas a raíz del movimiento indignado. Pero a mí, tal vez, no me llame tanto la atención su negación del capitalismo, su enfoque sobre el poder y otras grandes historias que él contaba, como las vivencias del hombre en su intimidad, un pensador que supo aprovechar como nadie la segunda oportunidad que le ofrecieron sus emociones.
Releyendo alguno de sus comentarios hoy, me topo de nuevo con uno que me impactó sobremanera en su día, hace ya dos años. Decía Sampedro que él hacía mucho tiempo que se sentía inmigrante en su propio país. Ahora creo que esta curiosa definición, entonces tomada como algo íntimo, podría ser perfectamente extrapolable a muchos de nosotros, que hace ya unos años que no solo no reconocemos al país en el que vivíamos ayer, sino que no podemos aventurar dónde estaremos mañana. Respiramos inmersos en los recuerdos y la nostalgia de un paraíso que se fue e intentamos adaptarnos a los nuevos tiempos como si estuviéramos viviéndolos en un lugar que nos es extraño. Tenemos esa sensación de que el terreno que pisamos no es firme y nos agarramos a las cosas buenas con ansia, porque pensamos que, tal vez, tras ellas venga, de lo malo, lo peor. Nos vemos a nosotros mismos en permanente estado de paso, en una transición continua que nos hace temer por los que queremos y barajar sin descanso planes inauditos, que muy probablemente no nos traigan la felicidad propia pero puedan facilitar la ajena.
Sentirse inmigrante en tu propio país es triste, más aún cuando son otros los culpables de esta experiencia de desarraigo vital que nos hace caminar incómodos, buscando siempre un pasamanos al que sujetarnos por si en el próximo escalón nos fallan las fuerzas o la madera. Sampedro insistía en que, al haber padecido el estallido de la guerra civil con 19 años, uno pierde a la fuerza esa sensación de pertenencia. Nosotros andamos inmersos en una guerra muy distinta, soterrada y cruel, donde somos el enemigo a batir por aquellos que juraron defendernos. Difícil salir de ésta indemne.
Sampedro decía, por experiencia propia, que lo que salva a un hombre (o a una mujer) son los afectos. Y que si uno duda del cariño de los demás o no se siente capaz de confiar en quien está a su lado, tiene que aprender a quererse a uno mismo, a respetar su propia soledad, a hablar con ese otro yo que se esconde en el lugar donde habita la conciencia, a perdonarse e interiorizar todas las experiencias que la vida le da. Siempre he creído que el ser humano no puede estar bien con el mundo si antes no se encuentra en paz consigo mismo. Y ese estado "pacífico" tiene mucho que ver con aceptar fallos y aciertos, la única forma de salir hacia delante. Ahora nos entregamos más al afecto superficial y multitudinario; creemos que cuidar a los amigos es quedar con ellos a tomar unas cervezas, pero no sabemos cómo actuar cuando nos exigen más (salvo que saquemos partido de ello). Y quizás, solo quizás, lo hagamos así porque es la regla número uno a la hora de relacionarnos con nuestro yo: cumplir los deseos superficiales y, cuando vienen mal dadas, dejar que la vida, o los demás, nos resuelvan la papeleta.
Me gusta el indignado Sampedro, el economista enfadado, pero aún me gusta más el Sampedro humanista, ese hombre insatisfecho a quien la vida le premió con la tranquilidad emocional que la mayoría pretendemos alcanzar. La diferencia es que él la buscó y el resto, a lo mejor, nos limitamos a esperar a que nos encuentre.


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