viernes, 19 de abril de 2013

Por amor

No me interesan nada ni la vida ni la carrera musical de Isabel Pantoja. Tengo que advertirlo porque, partiendo de esta base, a lo mejor todo lo que voy a soltar en este escrito son una sarta de sandeces capaces de dejar las palabras de Cospedal a la altura de los discursos de Churchill. Pero es que actualidad obliga.
Como, lógicamente, lo que haga esta señora con su existencia no es asunto mío, el caso por el que ha sido juzgada y condenada sin alevosía, el llamado caso Malaya, me pilla a contramano. Vamos, que sé que iba de blanqueo de dinero y delitos contra el erario público, pero poco más. Mi cultura me deja a la altura del betún o, lo que es lo mismo, a ser consciente de que la niña Isabel se aprovechó de los tejemanejes de su querido Julián Muñoz al frente del ayuntamiento de Marbella hasta el punto de engrosar de manera muy sospechosa su patrimonio personal.
Sin embargo, hace un par de días leí una columna, que pretendía ser conmovedora, en la que se intentaban justificar los dineros de la artista por el amor incondicional que profesaba al ladrón de su corazón y, ya que estamos, también del pueblo de Marbella. Según se aventuraba en aquel listado de justificaciones, Isabel se había vuelto bruta, ciega y sordomuda (como diría Shakira) en cuanto le echó el ojo al galán de su telenovela, ese macho ibérico, de bigote en ristre, gomina sandunguera y pantalones a la altura de la sobaquina.
Para empezar, me cuesta ponerme en situación porque soy incapaz de verle el sex-appeal a Julián Muñoz, un ex camarero de oficio y casado con beneficio. Ni su físico, ni su actitud, ni su cultura de bar se corresponden con lo que yo entiendo que sería un hombre atractivo. Pero como hay gustos para todos y me veo obligada a aceptar eso que dicen de que debemos estar abiertos al amor, etc, etc, voy a intentar entender que la Pantoja, nada más ver a su Julián, tan garboso y tan alcalde, se lió el mantón de Manila a la cabeza, se recogió los volantes y se lanzó a los brazos del susodicho víctima de una pasión desenfrenada. Claro que una cosa es estar enamorada y otra ser cómplice, a sabiendas, de las estupideces que comete quien duerme contigo.
Me cuesta trabajo justificar el que esta señora, que va de lista, no se haya percatado en ningún momento de que en su casa entraba dinero a espuertas y que las cabezas de su finca aumentaban por la milagrosa intervención del Espíritu Santo. No puedo comprender cómo, de un día para otro, se dio cuenta de que su cartilla estaba llena de millones y, en vez de cuestionarse si aquello estaba bien o regular, decidiera comprarse un apartamento en el mismo lugar que todos los estafadores de la Marbella conocida. Mi sentido común, otra vez metiendo el dedo en el ojo.
Una mujer como ella, con tanto que ganar y tanto que perder, no se hace delincuente por amor sino por insensatez y apego al poder. No creo que a la Pantoja le deslumbrara el hombre en sí, sino el puesto que ése hombre ocupaba dentro del organigrama social y lo mucho que destacaba. A su lado se creyó invencible, y no es que cometiera locuras porque el corazón se lo ordenara sino por la propia incultura del poder, esa mala costumbre de los españoles de creernos por encima del bien y del mal cuando alcanzamos ciertas cumbres. Es como ocurre con el mal de altura que les afecta a algunos montañeros tras escalar riscos inconcebibles para el común de los mortales: pueden ser víctimas de alucinaciones visuales. En el caso del poder administrativo, político y social sucede lo mismo: una vez alcanzadas las cotas más altas, uno empieza a tergiversar la realidad y a creer que todo lo que tiene se lo merece por ser vos quien sois y que no necesita rendir cuentas de ello.
Más o menos es lo que le ha pasado a Urdangarín, al que también han querido poner el amor como excusa para las mil estupideces cometidas. Contaban hace poco que, tal vez, Iñaki, el pobre jugador de balonmano que nunca llegó a completar sus estudios universitarios, se sintió obligado a rendir cuentas antes su familia política y a proporcionarle a su mujer el nivel de vida palaciego del que gozaba antes de casarse. De ahí su empeño en delinquir más allá del disimulo. No creo que esta exposición de los hechos demuestre el enamoramiento absoluto del interfecto sino más bien sus muy escasas luces: se casó con el poder y lo utilizó a su modo, creyéndose en el derecho divino de aprovecharse de cualquiera que le hiciera una reverencia. ¿Quería que su esposa le admirara? Seguro, pero en ello no difiere del común de los hombres, que siempre anhelan la adoración femenina, aunque la mujer en cuestión la venda barata. Otra cosa es aquello tan sabio que decía Pérez Reverte de que "el mayor premio es que una mujer superior te mire con admiración". Quizás ése fue el problema, tanto de Urdangarín como de Muñoz, el querer impresionar a mujeres que ellos consideraban por encima de la media en general y de ellos en particular. Lo que no sabían es que sus damas no eran superiores, sino consentidoras e instigadoras, emulando a aquello que repetían los hermanos Marx: "la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte".
Es curioso la cantidad de locuras que se justifican por amor. Pero estoy convencida de que la ambición explica muchas más, incluida la utilización de las personas. El amor nos ciega y nos lleva a cometer tonterías sin sentido, pocas veces delitos premeditados y perfectamente sincronizados. Justificar enriquecimientos ilícitos y continuos diciendo que fueron perpetrados por el corazón y no por la cabeza es querer tapar el sol con un dedo.
No digo yo que en todos estos casos no haya habido atracción, ni pasión, pero de lo que sí estoy convencida es de que hubo mucha adrenalina y, tal vez, los implicados reconozcan esos momentos vividos como los mejores de su vida, con ese subidón que te hace creerte inmortal en la adolescencia y superhéroe en la madurez. Todo se magnifica, se goza y se disfruta en 3 D y con sonido dolby surround. Por eso la caída, además de ser dura, no se asume.  Como también cuesta asumir el intento banal de llamar novela rosa a la que solo es folletín gris marengo. Del mismo color que los personajes que lo protagonizan.


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