lunes, 29 de abril de 2013

Pobres pero discretos

Cuentan que los bares de Madrid no dan abasto a la hora de regalar comida a quienes más lo necesitan. En un alarde de generosidad y solidaridad muy de agradecer, nuestros bares, qué lugares, ejercen ahora de improvisadas ONG's encargadas de dar de beber del sediento y de comer al hambriento. ¿Cómo hemos llegado a convertir antros de bebercio en improvisados comedores sociales? El secreto está en la masa. En la gran masa empobrecida, quiero decir. Y, cómo no, en el orgulloso carácter del hidalgo español.
Dicen quienes nos visitan que se enteran más de la crisis que estamos sufriendo cuando se encuentran en sus países de origen que cuando se acercan por estos pagos. De hecho, parece que hay pocos indicadores visible de que aquí se vive un drama, más allá de que estemos corriendo un serio riesgo de quedarnos sin representante español en la final de la Champions. Pero todo tiene su explicación, en este caso íntimamente relacionada con mi post de ayer.
Insisto en que los españoles somos orgullosos por naturaleza, a la par que bastante envidiosillos. Si el de al lado tiene algo que nos gusta, nosotros somos capaces de montarnos una de romanos para conseguir que crea que poseemos algo "más mejor". Da igual que se trate de una mentira podrida: con hacer rabiar al de enfrente vamos servidos. Tampoco nos resignamos de cualquier manera a perder estatus, hasta el punto de que hay una gran parte de la población que no se conforma con que los demás le vean cómo es, después de los envites de la crisis, e intenta por todos los medios aparentar ser el que fue y el que probablemente no volverá a ser. Como dijo Jorge Bucay en Cuentos para pensar, todo se reduce a unas cuantas letanías: Yo no soy quien quisiera ser; no soy el que debería ser; no soy el que mi mamá quería que fuese; ni siquiera soy el que fui; yo soy quien soy. La aceptación del individuo pasa, por tanto, por entender que no es ni lo que un día fue ni lo que quisiera ser, sino simplemente y llanamente, el que es.
El problema está en que nos cuesta vernos a nosotros mismos como somos y pretendemos vernos retratados en la imagen que damos a los demás y que los otros nos devuelven de forma mucho más amable. Es una imagen consciente y trabajada, que busca dar una impresión que puede tener poco o nada que ver con la realidad. Ya conté hace tiempo que me sorprendió mucho la primera vez que descubrí a un hombre, de atavíos y comportamientos normales, hurgando en la basura de mi portal. Los primeros días se retiraba disimuladamente en cuanto se daba cuenta de que lo observaban, pero con las semanas perdió todo atisbo de vergüenza y hoy ya es parte del paisaje empobrecido que jalona nuestras calles.
Dicen los dueños y trabajadores de los bares que la discreción de los nuevos pobres es paradigmática. Como cualquier cliente habitual, se acodan en la barra y piden su consumición. Es entonces cuando le susurran al oído al camarero que les gustaría tomar algo más pero no pueden pagarlo o cuando, directamente, piden algo de comer y solo al acabar confiesan que son incapaces de costearlo. Entiendo que resulta muy difícil ver la necesidad extrema en los ojos del que tienes enfrente y no ayudarle, sobre todo porque cualquiera de nosotros puede estar en esa misma situación mañana o dentro de un mes.
Estos nuevos no clientes de bares, según cuentan quienes les tratan, son personas que no se atreven todavía a acudir al banco de alimentos o a comedores sociales por el estigma que ello acarrea. Quizás también vivieron una vida en la que nunca fueron capaces de mirar a quienes tenían menos que ellos, pero el caso es que todavía están en el proceso de entender que no supone ningún trauma pedir comida a quienes se encargan de darla, y que la supervivencia humana se halla muy por encima de las clases y del estatus mal entendido.
Si algo están consiguiendo las magníficas reformas del gobierno es igualarnos a todos por abajo. Quién les iba a decir ellos que al final, echando mano de métodos arteros, lograrían la igualdad de la empobrecida clase proletaria. Lo peor es que siguen empeñados en echarnos la culpa de los males que ellos mismos causan, esto es, los parados son escoria por no tener empleo y no salir al extranjero a practicar esa cosa tan bonita llamada movilidad exterior (pronto no nos quedará otra que depender de las remesas de nuestros emigrantes, como mis abuelos en la posguerra), y los pensionistas de ser demasiado poco mirados con su dinero y mantener con los fondos del Estado (obviamente, no se tiene en cuenta que las pensiones son trabajadas y merecidas) a la panda de vagos y maleantes con la que comparten domicilio.
Con este panorama, todos nos sentimos cómplices necesarios y culpables manifiestos de una pobreza a la que no nos resignamos. Tal vez pensemos que se nos va la dignidad en ello. Pero, en mi opinión, no hay nada más digno que aceptarse uno mismo, aceptar la realidad, contarlo y buscar ayuda. Lo demás es hacerle el juego a quienes quieren escondernos cuando nos visitan los turistas. Porque molestamos, porque gritamos y porque decimos las cosas como son, no como nos las han contado.





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