lunes, 29 de julio de 2013

Solidaridad

Se ha escrito mucho sobre la heroicidad de los vecinos de la aldea de Angrois en la tragedia ferroviaria de Santiago de Compostela. Entre artículos, blogs y columnas, había una titulada Si te dicen que Caín, que me llamó particularmente la atención. Obviamente, el escrito empleaba reminiscencias bíblicas (la taimada historia de Abel y Caín que a mí tanto me disgusta, tal vez porque no creo que Abel fuera tan bueno ni Caín tan malo) para explicar el que, en momentos críticos, las rencillas desaparecen y todos somos Abel. No sé por qué, pero semejante razonamiento, invocando al natural benévolo del ser humano, no me acaba de convencer del todo.
Cuando yo era pequeña, a veces me quedaba a dormir con mis primos en una aldea gallega donde, verano tras verano, se reproducían los incendios forestales. Jamás reflexioné sobre la solidaridad de los vecinos porque siempre me ha parecido normal. Podías haber visto a dos de ellos discutiendo amargamente en un bar horas antes que, si al anochecer se incendiaba la leira de uno, allí estaba el otro, su familia y sus amigos, intentando echar una mano con cubos de agua o con lo que hiciera falta. Es más, en el fragor de la batalla, nadie se quedaba a contemplar el espectáculo sino que todo el mundo, menos los niños, echaba una mano con lo que pudiera. Lo mismo ocurría cuando un vecino tenía que arar la tierra o recoger la cosecha: si quienes vivían cerca consideraban que el trabajo era demasiado para uno solo, allá que se iban con sus rastrillos y sus azadas para arrimar el hombro, sin importar que 24 horas antes estuvieran dirimiendo sus amargas rencillas ante testigos perplejos. Recuerdo, incluso, una ocasión en que un viento huracanado se llevó la ventana de mi habitación mientras dormía y enseguida subieron los vecinos de alrededor con clavos, maderas, placas de chapas etc, para asegurar todas las ventanas e intentar que a nadie de la familia le pasara nada. Luego ya vendrían los bomberos. Y no recuerdo que, en aquel entonces, tuviéramos una relación muy estrecha con nuestros buenos samaritanos.
Quiero decir que este impulso de ayudar al otro sin pedir nada a cambio es algo natural, que sale solo y obedece a un instinto, a una acometida irrefrenable o a una actitud mamada desde la infancia. Y espero y deseo que no sea solo algo inherente al carácter del pueblo gallego, aunque haya habido recientes muestras de ello como la tragedia del Prestige o la última de Angrois. Quiero pensar que todos, y no solo los gallegos, podemos dar lo mejor de nosotros mismos en momentos límites, cuando la situación del otro importa más que uno mismo. No es que ello desmerezca la reacción vecinal sino que la engrandece en el sentido de que no hemos perdido aquello que nos hace humanos: lo cultivamos en cada pequeño detalle, en cada gesto nimio hasta que un desencadenante imprevisto lo hace grande y lo transforma en una aventura solidaria con final feliz.
Esa necesidad de ayudar, de colaborar, de darlo todo por el bienestar del otro, es muy parecido al pilar que sostiene la estructura norteamericana de las comunidades vecinales, algo de profundas raíces antropológicas que se manifiesta folclóricamente en la construcción de graneros o en las fiestas benéficas. Luego uno puede llevarse a matar con éste o con aquél, pero las enemistades pasan a un segundo plano cuando la estabilidad física o emocional prima sobre todas las cosas. Ya habrá tiempo más tarde para resolver rencillas y de buscar pelea con la ilusión de un niño en una tienda de chuches; ahora toca dar el callo.
Y, sin embargo, la experiencia me dice que no todos nos volvemos Abel cuando la situación apremia, sobre todo cuando esa situación no implica exponer tus bondades en público sino esgrimir tus miserias en privado. En mi caso particular, y sin utilizar esto que voy a escribir para venirme arriba, he podido tener problemas muy serios con determinadas personas, pero cuando ellas mismas han necesitado mi ayuda la han tenido, incluso sin haberla pedido. Y si hubieran demandado más, la respuesta había sido aún mayor. Esto, contado así, para algunos me haría parecer la tonta del pueblo, sobre todo cuando he vivido también experiencias sangrantes al lado de personas que, pudiendo echarme una mano, aunque solo fuera por humanidad, me la han echado, pero al cuello. Jamás he entendido por qué, teniendo el enorme poder de curar la herida de otro (incluso a veces solo con un par de palabras), aprovechas el momento de debilidad ajeno para echar sal en la pústula, del mismo modo que tampoco comprendo que haya quien utilice las desgracias ajenas para obtener beneficio personal mientras finge ser un buen samaritano. Siempre he reaccionado muy mal ante estas situaciones porque me parecen mezquinas y más propias de las bestias, necesitadas de destrozar al de al lado para sobrevivir, que del ser humano. Son una bajeza y una inmoralidad y más de uno debería hacer un examen de conciencia, en caso de que la tuviera.
Pero ahora entiendo que, quizás, esta incomprensión no sea producto ni de mi educación, ni de mi ética, ni tal vez de mi genética, ninguna de ellas preparada para asumir y empatizar con semejante forma de insolidaridad. Mi pueblo -y con él mis raíces- es así: introvertido, solitario, ensimismado... pero también noble, valiente y generoso. Y a mí me gustaría pensar que la mayoría vamos también de ese palo y que podemos darlo todo sin esperar ni obtener nada a cambio. Bien pensado, a lo mejor tiene que existir esa minoría cainita para que apreciemos a la gente extraordinaria que no solo habita en los pomposos anuncios de Aquarius sino al lado de las vías del cualquier tren.


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