domingo, 2 de septiembre de 2012

Gran Reserva

En mis tiempos, se nos incitaba (lo de obligar me resulta un poco fuerte) a leer la novela de Castelao "Os vellos no deben namorarse" (los viejos no deben enamorarse). A pesar del tiempo transcurrido, creo recordar que el libro contaba tres historias de hombres mayores que caían prendados de mujeres jóvenes quienes, a su vez, estaban locas por chicos de su edad. Aunque esto sea un spoiler, el trío de episodios finalizaba con resultado de muerte para los viejos que tenían la osadía de volver a creer en el amor.
Personalmente, supongo que, a cualquiera, el enamoramiento supino le sobreviene cuando puede y quiere: a veces quiere, pero no puede y, en ocasiones, puede, pero no quiere. Y esto te pasa con 5 años o con 85. Por eso el costumbrismo de Castelao me resulta pintoresco, pero me produce cierto resquemor el mensaje subyacente de que los años constituyen un obstáculo para disfrutar del cariño ajeno o, lo que es peor, la edad te nubla la mente, llevándote a tomar decisiones sentimentales incorrectas cuando todos sabemos que esto último te puede acontecer durante las diferentes décadas de tu vida. Y, para mayor escarnio, varias veces.
En este nuestro país, cumplir años es un lastre y un coñazo. Para las mujeres siempre lo ha sido, pero últimamente, el mundo laboral se está poniendo las botas arrojando por la borda a profesionales con muchos años de experiencia sin importar el sexo. Semejante fenómeno resulta contradictorio con lo que ocurre en buena parte del mundo conocido, en el que se aprecia, ya no solo la labor profesional de la persona, sino el carácter, el saber estar y la capacidad de entender y solucionar problemas que vienen parejos con la edad. Es cierto que las condiciones laborales no son las nuestras y que, simplemente, si no sabes hacer tu trabajo te vas a la calle, pero esto te puede suceder si tienes 20 años o 55 con la particularidad de que, a los 50, estás perfectamente capacitado para emprender nuevos rumbos profesionales y las empresas, preparadas para recibirte con los brazos abiertos.
En España, no. Este es un país de consumo rápido, de trabajos de cara al público que no producen sino venden. Los jóvenes cobran menos y tienen más tiempo y tragaderas para ser explotados, porque muchos carecen de cargas familiares que les obligan a reivindicar sus derechos laborales. En nuestro universo limitado de producción casi exclusiva de servicios, el viejo es un lastre, porque tiene el culo pelado y ya no parece muy dispuesto a asumir como tolerables ciertos abusos. Nadie quiere en la empresa chanchullera a un protestón, por mucho que valga por dos de veinte y sepas que te va a sacar las castañas del fuego en el tiempo en el que otro se lía un piti. Así somos, y así nos va.
Tampoco es que la Sanidad ande muy contenta atendiendo tanto achaque. Los mayores son grandes usuarios de la Sanidad Pública y, por mucho que a la señora Mato le de corte decirlo porque resulta políticamente incorrecto, también grandes cargas. No interesa proporcionarles carísimos servicios de forma gratuita, y esto lo saben bien los responsables de la gestión hospitalaria. Atender a muchos a bajo coste nunca casa las muy capitalistas cuentas.
Pero es que lo que no entiende nuestro gobierno es que su modelo económico y político tiene la culpa de que el peso del consumo caiga precisamente sobre los hombros de aquellos que más rechaza. En estos últimos años nunca ha habido una política clara y valiente para favorecer la natalidad (continuamos con la pirámide invertida) y tampoco la está habiendo ahora respecto a la absorción del desempleo juvenil. Porque aunque se prefiera para un mismo puesto al de menos edad, lo que se le propone es un salvoconducto esclavista con horarios buitres y sueldos ratas. Todo bajo la amenaza del despido rápido planeando sobre su estrés. Con semejante panorama, los viejos del lugar se ven obligados a tirar del carro, a veces ocupado por una buena ristra de parientes desatendidos. Y esto no solo ocurre con quienes han alcanzado esa quimera llamada jubilación.
Una situación tan incómoda y tan hispana acontece en pocos países. Afortunadamente, aún no la hemos exportado. Durante mucho tiempo, España ha dado rienda suelta a su vocación de geriátrico de Europa, donde aquellos jubilados norteños de más postín acudían a gastarse sus dineros al sol. A este paso, los españoles deberemos hacer lo mismo, e ir pensando en abandonar el terruño y cambiar de aires una vez cumplidos los 50. Qué digo los 50, ¡los 40! Hacer el petate y trasladarnos a algún lugar donde la experiencia se valore, donde los conocimientos y la cultura infundan respeto y donde un viejo tenga aún derecho a enamorarse.


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